El misterio de
Joshua Da Costa Gómez, el acaudalado primer propietario de la mansión Loyola,
en ruinas pero siempre espléndida, ha sido aclarado gracias a dos lectores de
este blog. Juan Sánchez Govea, nacido a mediados de los años cuarenta, afirma
haber vivido en una casa situada al fondo de este caserón construido en un
Maracaibo evocado sólo por algunas fotografías en sepia sobrevivientes a la
marcha implacable del tiempo. En aquella época, Loyola era la sede del colegio
La Presentación, y el holandés Guillermo Heldewier fungía como apoderado de Da
Costa Gómez, que, ahora lo sé, era curazoleño y de origen sefardita, y no
portugués y mucho menos marinero, como me decía engañosamente mi imaginación
rocambolesca.
Esta última información
ha sido proporcionada por otro lector, Jaime Jansen, emparentado a Da Costa Gómez
por la línea de uno de sus bisabuelos, cónsul holandés en Maracaibo y otro de
los tantos ocupantes de la casa. Jansen, quien me parece ser todo un
genealogista, cuenta que el dueño de Loyola fue un conocido empresario de su
tiempo, fallecido en 1938 a la edad de 75 años. Jansen dice que su antepasado fue accionista de la cervecería Unión Zulia
y que estuvo vinculado a un grupo de empresas holandesas que tenían el
monopolio de los tranvías eléctricos de Maracaibo. Los Da Costa Gómez, añade
Jansen, fundaron en 1876 en el malecón del lago de Maracaibo un almacén con
nombre de cuento de hadas: La Casa Azul.
Sánchez Govea aclara que el curazoleño tuvo que abandonar Venezuela
enemistado con el régimen de Juan Vicente Gómez, que solía cortar el
suministro eléctrico en represalia para desplazarle como dueño del primer tranvía que tuvo
Maracaibo. Sánchez Govea comparte, además, un capítulo inédito en la historia
de este palacio maracucho. Después de ser ocupado por La Presentación y la escuela
de artes plásticas Julio Árraga, el Instituto de Comercio de Maracaibo y la organización
San Javier también se contaron entre sus inquilinos. Al parecer, un grupo de “seglares
de tendencia jesuita”, según Sánchez Govea, constituían esta organización distribuidora
de una marca alemana de automóviles en miniatura, Goggomobil. Deseo transcribir
sus palabras, que se encuentran en uno de sus comentarios publicados en el
texto que dediqué hace unos meses a este tema, que es, para mí, una auténtica pasión:
“[La organización San Javier había llenado] todos los espacios del
castillo con estos mini-carros. Pusieron en su interior mesas de tenis, ajedrez,
damas y otros juegos destinados a entretener a los niños que para ese entonces vivíamos
en esa zona de El Paraíso. Y recuerdo que tenían unos grandes buses Mercedes
Benz donde trasladaban a los niños invitados a una especie de club que poseían
en la zona del litoral, creo que en Río Chico. Los padres jesuitas sirvieron de
fiadores solidarios avalando las operaciones comerciales de esa organización, y
éstos posteriormente abandonaron el país, dejando cuantiosas deudas que
causaron el embargo por un banco de todas las propiedades que los jesuitas poseían
en el país tales como los colegios Gonzaga, San Ignacio de Loyola (Caracas), San
José (Mérida), y todas las otras propiedades (playa El Loreto en Santa Cruz de
Mara, casas, etcétera)”.
“[…] Conocí dicho palacio
cuando aún tenía todo su lujoso interior intacto, y guardo especial recuerdo de
la capilla que daba hacia el lado de la calle 79 (antes Quintero Luzardo), cuyo
interior estaba compuesto por bellas obras de madera tallada a mano. Todos sus
pisos eran de mosaicos multicolores italianos. No sé de qué forma pasó a ser
propiedad de los Quintero, ya que aún siendo amigo de infancia de mis contemporáneos,
el doctor Alfredo Quintero Soto, famoso médico hoy radicado en la capital, y
del doctor Francisco Quintero Soto, nunca averigüé con ellos la forma en que el
castillo pasó a ser propiedad de su familia. Sí recuerdo que frente de lo que
posteriormente fue la primera tienda por departamentos de nuestra región, Sears
Roebuck de Venezuela C.A., se encontraba una urbanización completa de casas de
estilo americano, suspendidas a casi dos metros de altura, completamente de
madera, y que eran también propiedad del señor Da Costa Gómez”.
“[…] Como corolario de mi
relato he de escribir que lamentablemente en nuestro país ni nuestros coterráneos
ni los gobiernos que hemos tenido le han dado a esta bella obra la importancia
que se merece por ser una de las joyas arquitectónicas más valiosas de Latinoamérica,
hoy abandonada y olvidada. Y es un enigma para las nuevas generaciones, que, como tú, buscan ávidas de historia el origen de este bello palacete”.
Jaime Jansen me dice con evidente nostalgia: “Cómo quisiera que esta casa
fuera reconstruida y convertida en un conservatorio de artes o de música. Esta
casona debió ser muy linda con jardines muy hermosos”.
Deseo expresar mi gratitud a estos dos lectores por permitirme saber de
primera mano la verdadera historia detrás de esta construcción que simboliza,
por un lado, la belleza de nuestro pasado, y, por el otro, la terrible
capacidad venezolana de olvidar, desdeñar y sepultar nuestra historia. Creo que
es por eso que los venezolanos tenemos tan mala memoria. Recuerdo siempre cómo mi
padre se lamentaba de la destrucción del antiguo Maracaibo para construir el
actual (y horrendo, para él) Paseo Ciencias. He crecido creyendo que la ciudad
en la que nací se levanta sobre las ruinas de una época que nunca debió desaparecer.
¿Estamos a tiempo de remediarlo? Claro que sí; soy positivo.
*
La fotografía, titulada Tranvías en
la esquina Maracaibo, fue tomada en 1915 por un autor desconocido. Fue extraída
del sitio Wikipedia.es.