Ella estaba cansada de leer lo
mismo. Sus novelas gustaban, sí, pero los comentarios que los críticos habían
hecho casi siempre sobre ellas decían muchas cosas y tampoco decían nada. En el
fondo, pensó, era porque nunca había sabido escribir algo “bueno” de verdad.
Algo que saliera de la fórmula de la técnica, de las palabras y sus imágenes, y
fuera capaz de contar historias simples, transparentes, fáciles de leer,
accesibles. Divertidas. Reflejos de la vida misma.
Ella estaba sentada en una de las
zonas de espera del terminal internacional de un aeropuerto. Una hora antes,
tras un mar de autobuses, camiones y automóviles, se mordía las uñas pensando
en la posibilidad de no llegar a la hora esperada al aeropuerto. Aún quedaban
poco más de tres horas para la salida de su vuelo a Madrid, pero no había mucho
tiempo que perder. La presentación de su última novela, en la madrileña Casa de
América, iba a efectuarse a las nueve de la mañana del día siguiente. “Las tres
de la madrugada en mi cerebro”, se dijo. Al fin, el taxi se detuvo en el
terminal internacional. Confirmó su pasaje, su equipaje y entró por la puerta de
seguridad a la zona de espera. Se sentó, colocó su equipaje de mano junto a sus
zapatos de goma y comenzó a pensar en sus novelas, en la crítica y en sus uñas
mordidas. Y entonces, de repente, como si de un hechizo se tratara, vio un
enorme rollo de canela, uno de esos dulces de la pastelería prefabricada y
globalizada, rodar por los pasillos del aeropuerto. Era una cosa tremenda, con
sus gigantescos trozos de azúcar glaseada incrustándose en el techo, los suelos,
los asientos, los rostros de los pasajeros somnolientos, de las azafatas que se
pintaban las uñas leyendo unas revistas del corazón, de los pilotos y copilotos
que se comían con desgano unos sándwiches de pan de centeno caducado, lechuga
marchita y mayonesa. Y entonces, ante una visión semejante, supo que había
llegado su gran momento como escritora, la historia que por tanto tiempo había buscado
en cientos de obras, decenas de viajes y miles de anotaciones en un cuaderno
envejecido que tenía entre sus manos y en el que, atónita, estaba empezando a
escribir el título: El rollo gigante.
Pero no tuvo tiempo para escribir el resto. Cuando volteó la mirada, aquel
descomunal y pegajoso dulce estaba encima de ella, aplastándola con su
superficie mantecosa, bañada de granos de azúcar del tamaño de un puño y de una
especie de arena asfixiante que, en el poco tiempo que le quedó de vida —lo
supo—, era una canela penetrante que apagó en sus pulmones el último aliento de
su existencia.
El cuaderno de notas cayó de sus
manos.
Horas después de haberse
anunciado el vuelo a Madrid, un empleado del aeropuerto encontró a una mujer
muerta en su asiento. Una autopsia reveló que un trozo de rollo de canela había
sido la causa de aquella muerte súbita por asfixia.
*
Ésta es la versión de un cuento
que escribí hace varios años y que fue publicado en la desaparecida revista Galería del diario Panorama el 19 de noviembre de 2005. La imagen, atribuida al
artista Yusuke Katsurada y realizada en el original con pastel al óleo, fue
extraída del sitio Artist-at-heart.com.
Creo que cuando escribí esta pequeña historia debí haberme inspirado en el
inconfundible y delicioso aroma de los alienantes rollos de canela.