lunes, 11 de febrero de 2013

‘Nuestro hombre en La Habana’




Nuestro hombre en La Habana es una novela del escritor británico Graham Greene. Publicada en 1958, narra la historia de un vendedor de aspiradoras de nacionalidad inglesa, residente en Cuba, que por casualidades del destino termina convirtiéndose en un espía a cuenta de los servicios secretos británicos. La historia en sí no tiene nada que ver con lo que he venido pensando recientemente para escribir estas líneas, pero me parece que su título resume el actual capítulo (agitado como de costumbre) de nuestra historia reciente venezolana, cuyo protagonista es, como se adivina sin pensarlo, el paciente de Miraflores, el enfermo de cáncer, el presidente de la República Bolivariana. Nuestro presidente. Nuestro hombre en La Habana.

El misterio de la salud de Chávez, que comenzó hace un año y medio aproximadamente, ha alcanzado sus cotas más intensas en los últimos dos meses. Recluido y escondido en algún lugar de Cuba, el presidente ha sido operado, y reposa. No dudo de que esté recibiendo los mejores cuidados médicos posibles. Chávez, la “gallina de los huevos de oro” de los cubanos, no puede estar en mejores manos. El Gobierno de La Habana sabe perfectamente que la buena salud del líder venezolano es proporcional a la buena salud del régimen. Sin Chávez, es difícil imaginar para Cuba un futuro sin barriles de petróleo envueltos en papel de regalo.

Mientras, sin embargo, el misterio se convierte en especulaciones. La última de ellas, publicada en el diario madrileño Abc, dice que Chávez ha perdido la voz y que ya no podrá recuperarse. Aunque podemos asumir que esta información puede ser tan trucada como la foto de un Chávez entubado que le costó a El País la amenaza de un pleito judicial por parte de Caracas y unos 250.000 euros, la realidad es que no sabemos nada, y que lo sabemos todo.

Sin ser chavista, asumo que la enfermedad de Chávez es el resultado directo de una vida consagrada a un país. Sin compartir sus ideologías y maneras compulsivas, mesiánicas y ególatras que tanto daño moral y material han causado, no dudo en la disposición del presidente en los últimos 14 años por ver realizados sus sueños y planes. De llegar a fallecer, Chávez dejará una Venezuela mucho más rica y mucho más pobre, con el precio del barril más alto de nuestra historia, con una economía devaluada, inflacionaria, en una sociedad muerta de miedo, desgastada y dividida. En su herencia se verá un país en el que nunca hubo espacio para todos, y del presidente quedará el recuerdo de sus largas jornadas, maratónicas cadenas de verbo encendido e insultador, y madrugadas de café y cavilaciones en torno a discursos, misiones y eternos mítines. Un tren de vida semejante debía terminar de esta manera.

De mi parte, espero sinceramente que el presidente se recupere. Deseo que pueda regresar a nuestro país y que pueda vivir hasta presenciar los días de la Transición venezolana que llegarán tarde o temprano, en los que el cambio llegará, y otros hombres y mujeres, distintos a los que vemos ahora, se levantarán para sepultar para siempre el petróleo en un campo en el que sólo florecerán las ideas. Las ideas del verdadero progreso, del auténtico bienestar, en el que las oportunidades para todos se traducirán en mejores condiciones de vida, cultura, educación, salud. Felicidad.

Chávez, sin duda, necesita y tiene que recuperarse para ver esos días. Y nosotros también.

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En la imagen, Hugo Chávez, fotografiado por Jorge Silva (Reuters).  

viernes, 8 de febrero de 2013

Lecciones de Historia de Steven Spielberg




Fui a ver Lincoln la semana pasada, y llegué a los créditos finales con la sensación de haber presenciado el capítulo más triste y decepcionante en la carrera de Steven Spielberg. Debe ser porque estoy comiendo demasiadas tortas de yogur o porque fui a la última función del viernes, tras una semana de habituales carreras, pero fui incapaz de apreciar todos los elogios y críticas que esta película ha recibido en su carrera a la consagración en la noche de entrega de los premios Oscar 2013. Daniel Day Lewis me pareció nada convincente (tal vez la culpa haya sido, espero, del actor francés que dobló sus diálogos), Sally Field parecía una versión diminuta e improbable de Scarlett O’Hara y el resto de la trama quedó diluida en diálogos pesados, muy pesados y soporíferos, sostenidos en oficinas y cámaras de la Casa Blanca y el Capitolio.

La extraordinaria lucha legal por la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos es, desde luego, una página imprescindible en la historia universal. Abraham Lincoln fue, por supuesto, uno de esos raros presidentes estadounidenses destinados a morir por la grandeza y trascendencia de sus ideas. El filme dice que detrás de la victoria parlamentaria que rompió con las cadenas de los esclavos afroamericanos hubo también una historia de conspiraciones y lobbies. La libertad de los seres humanos ha sido siempre una cruzada comprada con la sangre de los mejores hombres de todos los siglos.

Pero en esencia, como película creada por un genio del cine, Lincoln es pasmosamente aburrida, y, al decir esto, es posible que me demuestre a mí mismo cuán ignorante soy como cinéfilo o cuánto se ha equivocado el ejército de aduladores de la última obra del padre de E.T., a quien le agradezco, al menos, el haber tenido el detalle de incluir una vez más el talento musical de John Williams. Espero que sea lo primero.

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En la imagen, el actor irlandés Daniel Day-Lewis en un fotograma de la película Lincoln (2012), de Steven Spielberg.