martes, 31 de marzo de 2015

Estupidez humana




La estupidez humana puede adquirir su peor rostro cuando se trata de levantar el dedo y señalar al que es diferente. “Eres negro”. “Eres homosexual”. “Tienes sida”. En los años ochenta, cuando la ciencia descubrió que en las siguientes décadas tendría que vérselas con una plaga de consecuencias desproporcionadas, los estigmas se multiplicaron y los prejuicios y la ignorancia y el odio se reprodujeron como otro virus, tan fatal como el de la inmunodeficiencia adquirida, y cuyo origen está en ese terrible gen que todos desarrollamos de una u otra forma, el de la estupidez. Los animales, en ese sentido, como no son humanos, no son estúpidos. Menuda diferencia.

Por eso creo que el Oscar a los mejores actores masculinos de 2014, principal y secundario, fueron entregados a Matthew McConaughey y Jared Leto como una forma de redimir esa condición de estupidez que podríamos a veces considerar incurable. En el filme Dallas Buyers Club, del realizador canadiense Jean-Marc Vallée, asistimos a una lucha titánica por la vida y por la dignidad humana. El Oscar de McConaughey y Leto fue un premio al respeto y a la decencia con la que fueron retratadas las vidas de dos hombres esclavos del escarnio y de la humillación, víctimas de la estupidez, blanco de los fanatismos y de la ignorancia.

No nos toca a nosotros decidir cómo los otros deben vivir sus vidas. Aprendamos de una vez por todas a vivir según esta primera lección que nos permitirá, por fin, dejar de ser (menos) estúpidos.  
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En la imagen, extraída del sitio Onrembobine.fr, los actores estadounidenses Jared Leto y Matthew McConaughey en un fotograma de la película Dallas Buyers Club (2013), de Jean-Marc Vallée.

Los pensamientos de Andreas Lubitz




No sabes qué pasa por tu cabeza ese día. Te levantas, tal vez te duchas, miras desde la ventana del hotel el amanecer de Barcelona. Quizás te llame la atención el juego de colores grises y dorados que se forma en la costa mediterránea y su reflejo en los tejados y fachadas de los edificios. Te vistes con una precisión inconsciente, natural, colocándote el uniforme que has llevado en seiscientas y tantas horas de vuelo. Posiblemente, se te ocurra desayunar en el hotel, o tal vez estés de humor para pedir sólo un café espeso, cargado. Pides un taxi. Miras sin darte cuenta la belleza dormida de la capital catalana y por tu mente desfilan los pensamientos de tu vida, la vida de un hombre que no ha llegado todavía a los treinta, pero que puede presumir al menos de un buen salario, de una bonita novia en un bonito piso de Düsseldorf, con dos Audis a punto de llegar de la fábrica a tus manos, con las llaves relucientes sólo para ti. Eres el símbolo de la prosperidad, y sabes que todo es una mentira.

Por dentro sufres, chillas y te desesperas. Te han dado una baja médica, te han dicho que tienes problemas de visión, parece que incluso has demostrado antes tendencias suicidas. No importa. Del hotel al aeropuerto, y de ahí a tu puesto de trabajo: la cabina de controles de un Airbus 320, un avión cuyo perfecto estado mecánico y técnico quedaría demostrado en muy pocas horas.

Has creído no saber lo que pasaba por tu cabeza ese día cuando en realidad sí lo sabías. Tras el despegue del avión y el avance de los minutos, la vista de los Alpes franceses te da la respuesta que no has encontrado nunca en ninguna parte. Te das cuenta de que hay que ponerle fin a tu vida, y de que eres tú el único que puede hacerlo. Aprovechas la ausencia del capitán de vuelo en la cabina de controles para aislarte y consumar tu plan. Comienzas el descenso en los diez minutos más largos de tu vida y de la de unas 150 personas que se irán contigo a la eternidad. Algunos de tus pasajeros, quizás no lo sepas, son artistas y estudiantes de bachillerato. Hay de todo. Son vidas humanas que, como la tuya, no merecen terminar estrellándose en un avión que debía conducirles a Düsseldorf en esa mañana del 24 de marzo de 2015. Son vidas que debían continuar con sus planes, con sus sueños, con sus fracasos y alegrías. No decidimos hacer pedazos un avión porque las cosas no nos salen como queremos. Hay que levantarse. Hay que seguir adelante.

¿Sabes ya lo que pasa por tu cabeza en el mismo instante en que todo estalla y se acaba? Seguramente, sí, pero ya eso no tiene importancia. Nos hemos quedado con tu nombre, y eso era, al parecer, según nos dicen los periódicos, lo que querías lograr.

Y vaya si lo lograste. Te llamas Andreas. Andreas Lubitz.
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En la imagen, de J. P. Pelissier, de Reuters, varios familiares de Andreas Lubitz “se dirigen al memorial” de los 149 fallecidos en la tragedia del Germanwings, ocurrida el pasado 24 de marzo de 2015 en los Alpes franceses (El País.com, 30 de marzo de 2015).