Se oye
el zumbido del extractor de naranjas. Del horno sale el aroma cálido de las
arepas. Son unas arepas relucientes como soles, tostadas. Son crujientes,
perfectas. Se abren por la mitad, y la mantequilla resbala y se funde, preparándose
para el baño de queso rallado. Cierro los ojos, y escucho la voz de mi abuela
Emma. Me pregunta si quiero más, si estoy bien. ¿Cómo no voy a estarlo, abuela,
con semejante desayuno? Los pájaros cantan su sinfonía caraqueña y las hojas de
las matas de mango se mecen en las mañanas más alegres y brillantes de mi
infancia. En esas mañanas siempre estarás tú, abuela querida, en ese tiempo que
ya se ha ido y que ha pasado, pero que continúa su secuencia sin fin en las
paredes doradas de mi memoria. Ahí te veré siempre, caminando con tus pantuflas
de tela, regando tus matas, dándonos tu vida, tu luz, haciéndonos felices para
siempre. Con Tito, con la Gorda, con Copito.
Con tus
gestos, con tu amor. Con tus inolvidables arepas.
*
En la
imagen, de agosto de 2012, algunas de las inolvidables y maravillosas arepas de mi abuela Emma.