Chocolates, quesos, navajas y relojes. Y siglos de
una cultura exaltadora de la calidad de vida. Así podría resumirse parte del
legado que los suizos han cultivado durante su historia y que ha hecho de este
pequeño país, de unos 41.000 kilómetros cuadrados, una de las cunas por
excelencia del desarrollo y el progreso. Pero, ¿cuál es la receta detrás de
tantos logros económicos y sociales? Ésta es, creo, mi respuesta.
Llegamos a Zúrich por la tarde, un otoño de hace algunos años. Todo luce ordenado y
perfecto. Preguntamos por la Paradeplatz, uno de los sitios, según una guía
turística, más emblemáticos de la ciudad. Caminamos hacia la plaza y, al
llegar, vemos una serie de edificios sobrios y una amplia parada de tranvías.
Nada más. Le preguntamos a un hombre que compraba un puñado de castañas asadas,
en un inglés poco menos que aceptable, cuál era el verdadero interés de aquel
lugar. “Nada en particular. Paradeplatz es el corazón de la banca suiza, el
centro financiero de Zúrich”.
Andamos algunos metros y miramos los escaparates
situados en el sector de la Paradeplatz. Marcas de lujo, precios exorbitantes.
Una bufanda estampada cuesta unos 380 francos suizos; un vestido, con motivos
de flores, pasa de los mil francos suizos, el equivalente, casi, de un sueldo
mínimo en Francia. Los zuriqueses que vemos en las calles parecen el símbolo de
la prosperidad. Aquí no se trata de exhibiciones de mal gusto ni de derroches.
Zúrich, capital económica de Suiza, es una de las primeras ciudades con mayor
calidad de vida en el mundo. ¿Cuál es el secreto?
Suiza es una democracia estable. Su particular
sistema de gobierno otorga a cada comuna y cantón de la confederación la
potestad de gestionar los asuntos locales. Situado en plena Europa Central, es
una nación neutral desde mediados del siglo XIX. Es, además, la sede de una
lista respetable de organizaciones internacionales, desde los cuarteles de la
ONU en Ginebra hasta la FIFA y el Comité Olímpico Internacional. Fue en Suiza
donde se fundó la Cruz Roja y donde Albert Einstein dio forma a su célebre
teoría de la relatividad, y donde tantos creadores famosos, como Chaplin o
Jorge Luis Borges, vivieron y dieron el último suspiro.
Una población de poco más de ocho millones de
habitantes se distribuye en un territorio multilingüe y cosmopolita. La
educación es prestigiosa y selectiva, aunque criticada; sólo los mejores intelectos
tendrán acceso a las escuelas politécnicas o a las grandes universidades, como
la de Zúrich. La asistencia sanitaria es una tacita de plata y el resultado es
más que evidente: los suizos figuran en el palmarés de los pueblos con mayor
esperanza de vida del mundo.
Eso sí, el costo de la vida puede resultar
astronómico, como ya lo decía. Si bien los sueldos son elevados, decir que Suiza es costosa puede
ser un simple eufemismo. Comer en un McDonald’s, para seis personas, puede llegar a los
70 francos suizos. ¿Un exabrupto? Algo así.
Los malestares del bolsillo quedan aliviados, no
obstante, cuando se posa la vista en los majestuosos panoramas que ofrecen los Alpes
suizos, o cuando se visita la idílica ciudad de Vevey, en el cantón de Vaud, a
orillas del lago Lemán. O cuando se camina por las calles del centro de Berna y
se respira más orden, y se ven más tranvías.
¿Tantas señales de progreso y calidad aseguran la
felicidad de los suizos? Al parecer, sí, puesto que en abril de 2015 la ONU
dio a conocer un informe que revela que los helvéticos son los más afortunados
del mundo. Aunque la felicidad sea un tema forzosamente subjetivo, índices como
el Producto Interior Bruto y la calidad de vida pesan, y mucho, en la
percepción que podamos tener de eso que llamamos “ser feliz de verdad”. Es, al
menos, lo que han dicho los expertos consultados por la ONU, que sitúan a los
togoleses en las antípodas de los suizos.
Con sus fábricas de chocolates y navajas, su
producción de quesos y relojes, Suiza pudiera tener una receta secreta para
explicar tanto bienestar. Tal vez no sea muy secreta, sólo encriptada hasta
cierto punto. El lema del país, en latín, dice: “Unus pro omnibus, omnes pro
uno”. Traducción: “Uno para todos y todos para uno”.
Así de simple.
No obstante, tanta perfección, ¿podría ser cosa de
un decorado, de una fachada, de un algo que oculta lo que no se ve? La respuesta a esa pregunta, por supuesto, no la tengo y quizá nunca la tendré. Quizá no sea tan importante, después de todo. Mientras tengamos los chocolates y los quesos suizos, la vida continúa.
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En la imagen, una pasarela de madera y al fondo el
lago Lemán, en algún lugar de (o próximo a) Ginebra. Fotografía del sitio ElGatho.com.