Aunque un poco tarde, me he enganchado a la serie The Walking Dead, que ya suma siete
temporadas y que empezó a trasmitirse en octubre de 2010. Todo un tributo a una
buena parte del cine de horror de los ochenta. No sé qué es lo que más me gusta
de la serie: tal vez sea el decorado apocalíptico de una civilización en ruinas
poblada por los restos animados de una humanidad nauseabunda y mortífera, o el
retrato de esa parte de la raza humana, la que conduce la historia, la que
precisamente no se ha convertido (aún) en zombi, pero que se devora a sí misma,
se aplasta, se autodestruye en búsqueda de más poder o de una supervivencia
no garantizada.
Por eso, en diciembre de 2016, estando una tarde con
los niños, se me ocurrió pintar a un zombi desmembrado, arrastrándose con el
torso y la expresión ausente, perdida en la mirada. Efectos especiales aparte,
borbotones de sangre a un lado, The
Walking Dead se ha convertido, como lo dije en su momento, en una representación
de la tragedia de una especie entretenida en el fatal delirio de devorarse a sí
misma.
*
Un zombi pintado por mí mismo con pintura acrílica se
pasea por un campo en penumbras. El decorado, torpe y humildemente, intenta
homenajear a las Pinturas negras de
Francisco de Goya (1746-1828).
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