viernes, 28 de septiembre de 2012

El Tour, tradición francesa a dos ruedas




El próximo 2013, el Tour de Francia cumplirá 100 años. Un siglo de hazañas, de jugosos contratos millonarios firmados entre equipos de ciclistas y grandes empresas, de escándalos, de llevar a su mejor expresión ese gusto francés por pedalear y jalonar al viento una pasión sentada sobre dos ruedas. Para alguien nacido en Maracaibo, acostumbrado a ver carros “por puesto” destartalados, microbuses oxidados y flamantes últimos modelo, todo sobre unas calles de sol que nunca o casi nunca saben qué es una bicicleta, el Tour puede adquirir la dimensión de un misterio.

Un misterio que empezó en 1903, y que ganó en 2003 el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes. La idea inicial fue de un periodista, Géo Léfèvre, quien convenció al director del periódico deportivo donde trabajaba, L’Auto, de promocionar una carrera ciclística para promocionar su empresa. La primera edición, en seis etapas, recorrió 2.428 kilómetros, y desde entonces las competiciones no dejaron de sucederse en el tiempo, con interrupciones que sumaron apenas doce años entre las dos guerras mundiales.

Hablar del Tour constituye hacer una referencia inevitable a Lance Armstrong, el ganador siete veces consecutivas de la carrera desde 1999 hasta 2005. Las denuncias por dopaje resonaron hasta llegar a destronar al “rey” de su trono. Armstrong se defendió algunas veces, pero decidió callar para siempre. Nuestra memoria nos dirá que los maillots amarillos recibidos en sus siete coronaciones en el parisino Arco del Triunfo como señor de la bicicleta serán suyos toda la vida.

Deporte e idiosincrasia
En todo caso, el Tour es parte de la cultura de Francia, tan cliché como la baguette, la Torre Eiffel y Monet. Y es así porque la carrera refleja un gusto colectivo, fortalecido por un plan gubernamental que ha establecido en todo el país “pistas ciclistas, bicicletas de alquiler y otras muchas iniciativas para acelerar este medio de transporte barato e inocuo para el medio ambiente”, según informa la diplomacia francesa en su portal.

De este modo, es posible conocer París o Lyon en una bicicleta alquilada, y, si se quiere, llevar a los hijos a la escuela o ir al trabajo haciendo ejercicio con los pedales. Hacer bicicleta es, desde luego, una forma ideal de conservar un buen estado de salud y una explicación para entender por qué los franceses, ya en la edad de la jubilación, lucen tan envidiablemente bien. 


La bicicleta encierra de por sí una filosofía descrita en una postal de librería: para no perder el equilibrio en la vida, hay que avanzar, como lo hacemos sentados sobre dos ruedas. Y es que el Tour, con sus etapas, sus ascensiones de infarto y sus carreras contrarreloj, lleva a nuestro imaginario el paso de una humanidad (un pelotón de ciclistas) afanada por no caer, obsesionada para siempre con el señuelo del triunfo.    
 
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Este texto fue publicado en el número 63 de la revista Tendencia (Maracaibo, Venezuela). La imagen, extraída del sitio Letour.fr, muestra a un ciclista durante la competición de 1930.




jueves, 27 de septiembre de 2012

El regreso de J.K.




El otoño comienza con buen pie. Hoy leo con expectación y alegría el anuncio de la publicación de la nueva novela de la escritora escocesa J. K. Rowling, la considerada “madre de Harry Potter”. La obra, cuyo título en inglés, The Casual Vacancy, podría traducirse al español como La vacante casual, narra “la realidad social y política de su país con una sátira que carga contra los prejuicios de clase y reivindica a quienes viven en sus márgenes”, según he leído esta tarde en El País. Ésta es la primera vez que la narradora abandona el terreno de la literatura juvenil, y por ello la crítica y millones de lectores tienen sus ojos puestos en el que ya puede considerarse el éxito literario más importante del Reino Unido en 2012.

The New York Times dice que Rowling, en su incursión en la novela para adultos, nos sumerge en el país de los muggles, los tristes humanos que, como los tíos de Harry, viven en el mundo sin una pizca de magia, con sus mentes estrechas, egoístas y aún esnobistas. El parisino Le Figaro tilda la novedad de “sombría y desencantada”, mientras que las librerías francesas esperan recibir mañana a sus clientes con la traducción gala, presentada bajo el título de Une place à prendre y según el mismo formato anglosajón: cubierta amarilla, mismo espesor, 512 páginas. Todo por 23 euros. (Creo haber descubierto cuál será nuestro muy anticipado regalo familiar de Navidad).

En todo caso, celebro que Rowling haya salido del silencio. En una entrevista concedida a The Guardian y a la BBC, la escritora dice, en sus propias palabras, que ha escrito su última obra con toda libertad, sin presiones editoriales y con el total relax que debe producir tener la mayor cuenta bancaria del Reino Unido, siendo ella aún más rica que la misma reina Isabel II.

A Rowling, sin embargo, todos le debemos la creación de un personaje destinado a convertirse, de aquí a varias décadas, en un Quijote o Hamlet, en un producto cultural que muchos siguen mirando con recelo (yo mismo lo hice alguna vez), pero que ha sabido encaminar a la lectura a una generación de niños, jóvenes y, por supuesto, adultos perdida en el laberinto de los videojuegos y teléfonos inteligentes. Más allá de esta noble proeza, digna en su momento de un Premio Príncipe de Asturias, el mayor aporte de Harry Potter consiste en un sublime mensaje basado en la lucha por la inmortalidad, por el anhelo de no morir jamás, contrapuesto al salvador antídoto del amor de una madre y de la amistad. Y esto ya lo he dicho antes.

Rowling regresa de nuevo, ahora para hacer “sátira social y política”, como dice también El País. Esta vez no hay magia ni escobas, ni hechizos ni escuelas de niños magos. Harry y su “madre” han crecido. La infancia ha quedado atrás. Queda ahora la realidad de un pueblo ficticio de la Inglaterra profunda (en el que espero sumergirme a partir de mañana), en tiempos de crisis financieras y de valores, de elecciones presidenciales, de esperanzas que resisten a frustrarse en el caos que nos deja la nostalgia, la rutina y el desarraigo.

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La imagen, obtenida del sitio Devientart.com, constituye un dibujo de la escritora J.K. Rowling realizado por un artista que firma con el estrambótico seudónimo (¿o apodo?) Jewjewjewlian.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Por siempre, Agatha


Me aficioné a la lectura a los 11 años con las novelas de Agatha Christie. Mi tía Ada tenía toda la colección de títulos publicados por la editorial Molino, más de 70 aproximadamente. Empecé con Navidades trágicas, y posiblemente terminé con Telón, la última novela de Hercule Poirot, el detective de las células grises y el orden perfecto.  

Hoy rindo este pequeño homenaje a Agatha Christie, que curiosamente falleció en 1976, el año que yo nací. Mi amor por los libros viene de la novela policiaca. Esta afición me llevó a desear convertirme un día en un escritor, y a elegir el periodismo como carrera profesional. De Agatha Christie, recomiendo leer Asesinato en el Orient Express y El asesinato de Roger Ackroyd, pero, sobre todo, Diez negritos, que ahora, con la contracultura de lo woke, se ha dado a conocer con un título que evade cicatrices sociales: Y no quedó ninguno

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La imagen, extraída del sitio Juanosborne.com, es obra del arquitecto y diseñador español Juan Osborne, quien, bajo el lema “Una foto vale mil palabras”, se ha encargado de componer fotografías de personalidades con las palabras que más se repiten en su producción. De este modo, en esta imagen, Osborne utilizó todas las palabras contadas que aparecen en 65 de las novelas de Agatha Christie. En total, la palabra “asesinato” (en inglés, “murder”) fue empleada ¡4.158 veces! en su bibliografía.

Recuerdos de La Coruña


Vivimos en La Coruña desde agosto de 2002 hasta abril de 2005. Casi tres años. Toda una vida. Caminamos con intensidad cada calle y ahí aspiramos el aroma del Atlántico en el Paseo Marítimo, el más largo de su tipo en Europa. Tomé esta foto de una esquina de María Pita, donde se ve la cúpula del Ayuntamiento, desde una calle que subía por unas escaleras hacia la Ciudad Vieja, a finales de 2002.  
La imagen me trae el recuerdo de aquellos días nuestros en los que yo estudiaba un máster y Zureya hacía magia con el dinero para (sobre)vivir. En La Coruña llueve mucho, o casi todo el año. Pero ahí la lluvia parece sacada de un cuento o de una novela. Es romántica. Las calles y las piedras de las casas de la Ciudad Vieja se ven casi siempre húmedas, pero el contraste es estupendo con el calor de los cafés y la luz de los escaparates y las librerías.
Siempre he pensado que una parte de nosotros se queda en los lugares donde hemos vivido. En La Coruña se debieron de quedar miles de fragmentos de mí mismo. Espero que anden revoloteando en alguna venta de pasteles coruñeses, sin duda, los mejores del mundo.