domingo, 30 de agosto de 2015

Viaje al país imposible (y 17)


Fin de semana en el paraíso

Playas de ensueño, arena blanca, posadas de encanto. Situado a uno 176 kilómetros al norte de Caracas, el archipiélago de Los Roques está considerado con justicia uno de los destinos turísticos más emblemáticos del Caribe venezolano. Pese a sus elevados precios y a su efervescente turismo, Los Roques simboliza a la Venezuela ideal. Ésta es la historia de una corta estancia en un pedazo del cielo en la tierra. 

Día 1. Es sábado, y amanece temprano. El taxista llega puntual a la hora, las cinco y media de la mañana. Se llama Alejandro, es alto, de origen italiano, lleva barba, y muy pronto nos dará una conferencia gratuita sobre la inseguridad, la emigración y la escasez, la trilogía de temas infaltables en la conversación de media Venezuela. “Apúrense. Hay un accidente en la autopista de Guarenas, y es posible que nos retrasemos”. Mi esposa y yo hemos decidido, por fin, celebrar nuestro decimoquinto aniversario de boda en Los Roques. Conseguimos, gracias a Luis, un amigo de muchos años, el contacto que hizo posible el milagro de encontrar dos pasajes en plena temporada alta y la estancia en la posada más romántica y acogedora del archipiélago. Nada más y nada menos. 

Alejandro sortea el accidente y la cola, y nos conduce por la autopista rumbo a Higuerote. En el aeropuerto, un pequeño y limpio edificio, esperamos una hora hasta que la avioneta (algo así como una camioneta familiar con alas y hélices) esté lista para llevarnos por el firmamento y sobre el azul del Caribe hasta el paraíso en la tierra. Una pareja de franceses y otra de valencianos, más nosotros y los pilotos, llegamos al Gran Roque unos cincuenta minutos después de haber despegado. El ruido de los motores nos ha dejado un poco sordos, pero la vista de tanta belleza pone los sentidos en su lugar. Algo tan simple. El Caribe se adivina con su feria de infinitos azules. Las calles son de arena, y, pese a que la vegetación es escasa, la brisa se encarga de aligerar nuestros pasos. Bienvenidos al paraíso. 

Los Roques es un parque natural declarado oficialmente desde hace unos cuarenta años. En 2011, el Gobierno creó la figura del Territorio Insular Miranda, entidad sin gobernador o alcalde dirigida directamente desde Miraflores cuya capital es el Gran Roque. Las guías turísticas nos dicen también que Los Roques ya era parte de “la cartografía de los colonizadores españoles” en 1529, y ofrecen otros datos interesantes, como el de los comerciantes vascos de la Compañía Guipuzcoana que fueron seducidos por las materias encontradas ahí y seguramente por las potencialidades de aquel turismo colonial, o el de los pobladores de origen curazoleño o arubeño, que dieron nombre a algunos de los cayos más famosos, como Francisquí o Madrisquí. 

Entre islas, cayos y bancos de arena, Los Roques dispone de unas 360 formaciones terrestres regadas sobre la región más turquesa del Caribe. Algunas zonas están protegidas y no pueden ser visitadas, pero pudiera imaginarse que una persona podría pasar un día del año en uno de los distintos rincones del paraíso. Cuando llegamos al Gran Roque, nos esperan Giancarlo y Walter para conducirnos a la posada El canto de la ballena, decorada con madera, cuadros, artesanías y buen gusto. El ambiente recuerda el hogar de una familia hippie y feliz. 

Pero no hay tiempo que perder. Todo ya está listo para que recorramos el trayecto de diez minutos en lancha que separan al Gran Roque de Francisquí. Mary Isabel, la encargada de la posada, nos ha preparado un pícnic compuesto por sándwiches, agua, galletas y sodas. Y hielo, mucho hielo. El lanchero nos ayuda a instalar la sombrilla y las sillas. El mar se mece. No hay muchos turistas. El sol sonríe y la arena blanca no quema los pies por tratarse del residuo de los corales milenarios, uno de los atractivos del archipiélago. Me digo que un sólo instante de felicidad en Los Roques ha pagado suficientemente un año de trabajos y carreras con tres niños en esa aventura cotidiana que se llama Francia. 

Unos minutos más tarde, nadamos con el equipo adecuado por una zona del cayo en la que se aprecian mejor los corales. Es la llamada Piscina. Por nuestra falta de experiencia, nos cuesta sumergirnos con las aletas, pero al menos podemos apreciar el silencio y la grandeza de aquel minimundo submarino habitado por peces espléndidos ajenos al ruido y a las preocupaciones. Pienso que esos peces también son venezolanos que tienen la fortuna de comer sin hacer colas ni preocuparse por los anaqueles vacíos. Vaya suerte la que tienen algunos. 

Día 2. Viajamos hasta Cayo de Agua. El trayecto en lancha dura una hora. Las vistas no pueden describirse. Hay playas solitarias, otras que unen sus orillas y mezclan su oleaje. Una vida no sería suficiente para fotografiar tanta poesía. De regreso, nos detenemos en Carenero. Unos perros labradores nos saludan y nadan hacia nosotros. La población canina de Los Roques es asombrosamente numerosa. Parece que alguien llevó alguna vez una pareja de labradores, y el resto es historia. Alguien me dirá después que una campaña de esterilización aspira a reducir la reproducción de los canes, que son, después de todo, parte del decorado, con permiso de los corales y las gaviotas golosas. 

Por las noches caminamos por el Gran Roque sin miedo. No hay inseguridad. Ni escasez. El pueblo es alegre y deja respirar a la mejor Venezuela, la ideal. La posible, la que será algún día. 

Día 3. El canto de la ballena es una posada fundada por la señora Nelly Camargo, autora, además, de un libro: Cocina real, cocina en movimiento. Nelly o Mamá Nelly, como la conocen todos, es una trotamundos que ha llevado el arte culinario del planeta a Los Roques. Su ausencia durante esos días no impidió que su hermana Mary Isabel supiera mantener la magia de los fogones, como bien escribió después un turista en el libro de invitados. El menú de esta posada es una sorpresa para el comensal. Pero sabemos que el pescado es el rey de la mesa. La primera noche cenamos un dorado y la segunda, unos filetes de barracuda rociados con salsa de ciruela. Todo acompañado con entradas y contornos inspirados en algún rincón de Asia o Europa. 

Por las mañanas, el desayuno llega acompañado con arepas, otras delicias y mucha música. El mar hace un contrapunto entre su sinfonía de olas y Simón Díaz, el cuatro y las maracas. El grupo malagueño Chambao no pudo evitar componerle a la posada una canción que lleva su nombre. Es una tonada hechicera que gracias a la voz de La Mari hace pensar en ballenas que cantan en un mar eterno. 

El tercer y último día visitamos Madrisquí. El final se acerca. Nos decimos que cada minuto es oro. Cada cayo o isla de Los Roques es única y a la vez capaz de ofrecer la misma sensación de bienestar. Los precios para disfrutar de semejante regalo, hay que decirlo, son más que astronómicos. Pero vale la pena ir, aunque sea una vez en la vida. 

Durante nuestra última tarde en Los Roques decidimos caminar por unos treinta minutos el sendero que conduce al peñón en el que se erigen las ruinas del llamado Faro Holandés. El sol se oculta y el horizonte del mar se enciende de rojos y naranjas. Es un atardecer que, como también apunta con acierto el escritor Leonardo Padrón, quedará guardado en nuestra memoria con doble llave. Se hace de noche, y descendemos la cuesta. Una familia zuliana desanda el camino con nosotros. Ríen, y todos, de alguna manera, festejamos el milagro de no sentir miedo. 

El paraíso es así. Un conjunto de islas y cayos. Hay arena y magia. El mar mece sus olas, y el aroma de la felicidad es el mismo que trae la brisa salobre. Hay gaviotas y corales. Hay una eternidad de nubes estalladas en un cielo perfecto. El paraíso es así. Y se llama Los Roques.
 
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La fotografía es personal y fue tomada en el cayo Francisquí, archipiélago de Los Roques, Venezuela. Una versión de este texto fue publicada en el diario Panorama (Venezuela) el 27 de agosto de 2015.


Viaje al país imposible (16)


Un puñado de recuerdos

Del 18 de julio al 1 de agosto. Las vacaciones en Venezuela se fueron como un sueño. Poco antes de partir compré Se busca un país, la selección de crónicas que el escritor venezolano Leonardo Padrón publicó en el diario El Nacional entre 2013 y 2015. Cada línea, cada historia, es un eco que se repite con triste insistencia en las conversaciones de todos, en el día a día, en la jornada que comienza con un “veremos” y termina con un “qué va a pasar mañana”. Escasez, inseguridad, miedo, emigraciones; las comparaciones entre un pasado que se idealiza y un presente que espanta porque la esperanza, sencillamente, parece que también se fue de viaje. Me fui con la sensación de que todo parece venirse abajo. Pero sigo creyendo en el optimismo y en lo que cada venezolano puede hacer, esté donde esté, para levantar un futuro de verdad para la tierra que nos ha dado tanto. Aquí comparto algunas experiencias de la segunda parte de nuestro viaje al país imposible. Son notas de recuerdos, de vivencias, de imágenes que dejan ver, de alguna manera y pese al oscuro presente, la grandeza de mi casa, de mi primera casa: Venezuela.

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Mi padre decía que la mejor pizza se hacía en Maracaibo, y creo que siempre tuvo razón. La pizza hawaiana que preparan Memo y la tía Lorena en su pizzería de Ciudad Ojeda merece un lugar aparte en el disco duro de mi paladar, como diría el mismo Leonardo Padrón. La piña no se corta en rodajas sino que se prepara a la manera de un dulce tradicional. La mezcla de sabores es simplemente gloriosa. En general, constaté la misma realidad en cada pizzería: la calidad del queso zuliano sumada a la buena sazón, al gusto, y sí, aun hasta el cariño con que se preparan las pizzas nos permitieron disfrutar de varios momentos familiares que recordaré gracias al aroma y el sabor del mejor Maracaibo napolitano. Crisis incluida.

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Los cumpleaños son uno de los momentos que más disfrutamos en familia. El 19 de julio fue el aniversario de Marcelino, mi cuñado. Comimos pasticho, la versión venezolana de la lasaña, y de postre, para celebrar un año más de vida, tuvimos un quesillo indescriptible. Todos estábamos felices y sonrientes. Por un momento, pensé que nada podía superar a aquella alegría que hacía que tantos kilómetros recorridos valiesen tanto la pena. 

Hay días, cuando estoy en Francia, en que me gustaría cruzar un puente de pocos metros para soplar las velas de los cumpleaños de cada uno de los seres que quiero, allá, en mi amado país imposible.
 
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La harina tostada deja ver un arcoíris en el que se escuchan melodías de violonchelo y en el que la felicidad es un objeto que puede tocarse. El queso fundido es un milagro. Quisiera que ese instante no se acabara nunca, pero es imposible. Desearía que esos segundos sean para siempre, aunque la realidad sea otra.

Cada vez que me comía un tequeño podía asegurar, como si no lo hubiera soñado, la existencia absoluta del cielo.
 
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Va a llover, pero igual nos sobran las ganas de ir a la piscina. Nos dirigimos al Club Hispano de Ciudad Ojeda, un lugar que mi suegro quiso mucho y que a todos nos encanta visitar. Somos, en total, doce pasajeros (cinco adultos y siete niños) que recorren muertos de la risa las calles de Ciudad Ojeda en el Daewoo de mi suegra. Nos preguntamos cuántas multas tendríamos que pagar en Francia por ir así. En el Club Hispano nos esperan la lluvia y una decena de chicos sin camiseta, mojados, sentados sobre un muro con los zapatos rotos y una pregunta muy bien preparada en sus pícaros rostros: “¿Ustedes vienen al curso de natación?”. Todos hacemos la proeza de salir del Daewoo y respondemos con un “no” casi al unísono. Era la respuesta que, al parecer, estaban esperando. 

En cuestión de minutos, vimos cómo uno a uno los chicos (vecinos del caserío situado detrás del club) se saltaban el muro y corrían hacia la piscina. Se lanzaban vestidos, como estaban, locos de alegría. Me puse el sombrero del profesor de secundaria y me acerqué a los chicos con un tono conciliador: “Lo que están haciendo ya está mal. Uno no se mete en un club así, sin ser invitado. Pero por lo menos quítense los zapatos. Usen la piscina como se debe”. Me hicieron caso, pero al rato empezaron a llegar muchos más. Era un grupo de unos treinta y tantos niños y adolescentes. Alguno llegó a soltar una perla como ésta: “No nos da miedo cuando salimos a robar, ¿por qué nos va a dar miedo estar aquí?”. Entonces comprendí que el futuro de Venezuela se zambullía en ese momento en una piscina. Eran chicos que consideraban que todo era de todos, y que bastaba con extender la mano para declarar un bien propio o expropiado. Hubiese sido mejor crear un sistema en el que Ciudad Ojeda contara con muchas más piscinas, públicas, por supuesto, y en el que la diversión fuera realmente un beneficio de y para todos. Las revoluciones han demostrado infaliblemente que al final de tanta retórica y locura sólo hay un laberinto de pobreza y más pobreza. 

La policía llegó al cabo de una hora. Los chicos salieron de la piscina, espantados, y treparon el muro, y desaparecieron. El agua se veía turbia por la arena y el barro de los zapatos. “Deberíamos meter presos a sus padres; son los que tienen que pagar por esto”, dijo uno de los oficiales. 

Sólo en Venezuela
 
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La Vereda del Lago es el auténtico pulmón de Maracaibo, su respiradero por excelencia. Cada mañana o tarde, decenas de personas caminan, corren, patinan, pedalean por ese recorrido adosado al lago, con vistas irrepetibles de atardeceres sobre el puente. Ahí todos hacen ejercicio y respiran. Conversan y se dejan llevar por un fraterno sentimiento de seguridad: casi todos se atreven a escuchar música con sus cascos y móviles. Ese lugar es un fragmento de paz en una jornada de colas e incertidumbre. 

Maracaibo también sabe respirar.
 
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Es lunes o martes. No importa el día. La voz de Zureya esconde una calma estudiada. Es como la punta de un iceberg. “A mamá le robaron el carro”. El noble y fiel Daewoo de mis suegros, sobreviviente a mil reparaciones, un verdadero combatiente de guerra que había sido prácticamente renovado, había sido secuestrado por unos cobardes pistola en mano. A mi suegra y a mi cuñado les tocó vivir la pesadilla de otros millones de venezolanos que ven con espanto cómo sus pertenencias vuelan en las alas del hampa. Lo peor o lo habitual de la historia estaba por venir: los ladrones pedían un rescate y la policía nos recomendaba pagarlo. En cuestión de horas presenciamos un fresco de la corrupción generalizada de Venezuela. Las leyes parecen ser sólo negro sobre blanco. El nuestro es el país de la impunidad y del desparpajo. Tras “negociaciones” con los hampones, el fiel Daewoo fue devuelto a sus dueños por un rescate inferior al exigido, malherido, sin la batería, con algunas piezas rotas y el alma de todos hecha pedazos. 

Sin duda, el recuerdo más triste de nuestro viaje imposible.
 
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Ciudad Ojeda es una ciudad petrolera del occidente venezolano. Sus habitantes viven mayormente de la industria del petróleo. Ahí ha vivido la familia de Zureya toda la vida. En una época, inmigrantes europeos, como mi suegro, llegaron y no pudieron evitar la tentación de quedarse para siempre. ¿Cuál es el secreto encanto de nuestro Zulia? En el pasado, fiel a las contradicciones del país, muchas de sus calles no tenían asfalto pese a su producción millonaria de barriles de oro negro. Esta vez, no sé si por la ideología de las autoridades municipales o por un golpe de suerte o por un espejismo personal, presencié una suerte de renacimiento en Ciudad Ojeda. Aunque a las panaderías tradicionales les faltaba la magia de siempre, las calles se veían en mejor estado, mucho más limpias y mejor cuidadas que nunca. La plaza Bolívar había sido recuperada y, por fin, el cine, supremo entretenimiento, había llegado gracias a unas cuatro modernas salas. 

La inseguridad y la escasez forman parte inevitable de la vida de Ciudad Ojeda. Pero la gente se las arregla para que la alegría de siempre sobreviva de alguna u otra manera. Tremendo desafío.
 
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Los mosquitos criollos son feroces y pueden transmitir enfermedades temibles como el dengue o el chikunguña. Todos fuimos picados, pero salimos indemnes de cualquier cuadro viral devastador. Escuché varias historias de amigos y familiares víctimas de estas enfermedades tropicales que llegaron (o regresaron) a Venezuela en una época en la que las farmacias también sufren las consecuencias de otro mal, quizá peor que cualquiera, el de la escasez sin palabras. 

Durante unos días en Ciudad Ojeda me dolió el cuerpo y la cabeza, y tuve fiebres intermitentes por las noches. Nada grave, pero me dio por fantasear y decirme que experimentaba las secuelas de una especie de “chikunguña light”. Algo, sin duda, que iba a darle color a las memorias de este viaje irrepetible. 

Todo fue, en realidad, el resultado de un simple resfriado. Seguramente, los mosquitos transmisores del chikunguña debieron apiadarse de nosotros y pasaron de largo durante nuestros cortos y felices e inolvidables días en el país imposible.

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La fotografía de Leonardo Padrón, de Fabiola Ferrero, fue publicada en El Estímulo. La imagen de los tequeños fue extraída del sitio Seriouseats.com. La fotografía de la piscina pertenece al sitio Momentospiscina.com. La hermosa fotografía del lago de Maracaibo, desde la Vereda, fue tomada por Zureya durante nuestros últimos días en Maracaibo. La imagen del robo pistola en mano, sin autor identificado, es de ElTocuyo.blogspot.fr. La imagen de los mosquitos, de la AFP, fue publicada en ElComercio.com.

martes, 4 de agosto de 2015

Viaje al país imposible (15)



Náufragos en un aeropuerto 

Viernes, 17 de julio. Y llegó por fin el gran día de la llegada de Zureya a Venezuela. Estoy feliz porque voy a verla, porque ya no me sentiré un “padre soltero”, porque las vacaciones serán mejores con ella aquí. Hemos convenido en que yo iré a buscarla a Caracas para ayudarla con las maletas y acompañarla en el viaje de regreso a Maracaibo. Pero la sonrisa se me borra del rostro cuando llego al aeropuerto de La Chinita, en Maracaibo, a las tres de la mañana para tomar el vuelo de ida a Maiquetía. “Lo sentimos, señor. El vuelo está anulado. Debe esperar hasta las diez de la mañana, y no es segura la hora”.

En ese momento, al escuchar semejante “sentencia”, ya estaba más que despierto. “Lo siento mucho ―respondo―, pero no puede ser”. La empleada de Aserca me extiende un billete de embarque con su mejor sonrisa de madrugada. “Lo siento de nuevo, pero no puedo hacer más nada”. La adrenalina y la rabia comienzan a hervir a fuego lento. Otro empleado de la aerolínea establece un censo. Los que tienen conexiones con otros vuelos, nacionales o internacionales, sí se irán a la hora prevista, las cinco de la mañana. Los otros, como yo, están condenados a esperar por horas hasta que un avión llegue y se apiade para llevarnos a la capital. Las ideas comienzan a llegar. Sólo tengo que saber cómo se irán los afortunados del primer lote. Tengo el billete de embarque en la mano. Dice que me voy a las cinco de la mañana. Y a esa hora me iré. 

Llego al área de embarque de los pasajeros, y vuelvo a encontrarme con la empleada de las tres de la mañana. Me entero de que están asignando a los pasajeros “prioritarios” un asiento en diferentes vuelos, todos al mismo destino, con otras aerolíneas. El caos perfecto se instala. Nadie sabe nada, pero ya estoy ahí. “Señor, sólo se irán los que están en esta lista. Sólo tengo cupo para unas cuarenta personas”. Me hago el loco, el despistado. Alguien llega. Es el gerente. Me señala a mí y a otros. “Ustedes, pónganse aquí”. Me encuentro de repente en la cola de los pasajeros del vuelo de Láser. No estoy en ninguna lista, me he colado, siento la felicidad de los imbéciles, me voy a Caracas sin esperar horas en el aeropuerto. 

Quiero reírme de todos cuando el avión, por fin, despega. Me he salido con la mía. Sí llegaré a Caracas en el vuelo de la primera hora. Quiero reír de verdad, tengo que hacerlo porque horas después, todos (los empleados de la aerolínea que nos traerá de vuelta, el sistema caótico de los aeropuertos venezolanos) se reirán de mí y de Zureya cuando nos hagan esperar una eternidad para regresar a Maracaibo en un vuelo previsto a las diez y cuarenta de la noche y finalmente realizado a las cuatro de la mañana. 

Cuando Zureya llegó y pudimos confirmar nuestro vuelo (esta vez con Conviasa), fuimos advertidos del gran retraso que llevaba el avión que nos conduciría de regreso a Maracaibo. Nos dijeron que con suerte saldría a las tres de la mañana, pero en realidad fue una hora después. Lo más triste fue ver el escenario desolador constituido por cientos de pasajeros varados, somnolientos, con niños exhaustos, durmiendo en el suelo. No nos costó darnos cuenta de que nuestro vuelo a Maracaibo no era el único retrasado. Los viajeros rumbo a El Vigía estaban como nosotros, pero los del vuelo a Porlamar esperaban en el aeropuerto desde las tres de la tarde, es decir, más de doce horas. 

El asunto empeoró cuando se supo que había un solo avión disponible, y que Conviasa puso a todo el mundo a decidir entre la idea de volar primero a Maracaibo, regresar a Maiquetía y despegar a Porlamar, o ir directamente al aeropuerto margariteño y olvidarse de los viajeros rumbo al estado Zulia. Sin duda, fue el peor “cara o sello” de mi vida. Qué pesadilla, parecía que no íbamos a despertarnos nunca. La guardia nacional tuvo que intervenir cuando varios pasajeros del vuelo a Margarita se llenaron de una furia comprensible e intentaron bloquear el paso de los que luchábamos por huir desesperadamente de aquel infierno. 

Comprendí que todos éramos náufragos en un aeropuerto, víctimas de la ineficiencia y del desorden que sólo son posibles en la gestión aeronáutica venezolana.
 
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La imagen, del diario El Nacional, ilustra una información publicada en marzo de 2014, cuyo título, “Sólo 51,3% de los aviones nacionales está en uso”, explica en parte la pesadilla de volar en Venezuela. La razón parece ser evidente y simple: no hay suficientes aeronaves porque no existen los recursos para reparar o renovar la flota, considerada la más antigua de América Latina.