Fin de semana en el paraíso
Playas de ensueño, arena blanca, posadas de encanto. Situado a uno 176 kilómetros al norte de Caracas, el archipiélago de Los Roques está considerado con justicia uno de los destinos turísticos más emblemáticos del Caribe venezolano. Pese a sus elevados precios y a su efervescente turismo, Los Roques simboliza a la Venezuela ideal. Ésta es la historia de una corta estancia en un pedazo del cielo en la tierra.
Día 1. Es sábado, y amanece temprano. El taxista
llega puntual a la hora, las cinco y media de la mañana. Se llama Alejandro, es
alto, de origen italiano, lleva barba, y muy pronto nos dará una conferencia
gratuita sobre la inseguridad, la emigración y la escasez, la trilogía de temas
infaltables en la conversación de media Venezuela. “Apúrense. Hay un accidente
en la autopista de Guarenas, y es posible que nos retrasemos”. Mi esposa y yo
hemos decidido, por fin, celebrar nuestro decimoquinto aniversario de boda en
Los Roques. Conseguimos, gracias a Luis, un amigo de muchos años, el contacto
que hizo posible el milagro de encontrar dos pasajes en plena temporada alta y
la estancia en la posada más romántica y acogedora del archipiélago. Nada más y
nada menos.
Alejandro sortea el accidente y la cola, y nos
conduce por la autopista rumbo a Higuerote. En el aeropuerto, un pequeño y
limpio edificio, esperamos una hora hasta que la avioneta (algo así como una
camioneta familiar con alas y hélices) esté lista para llevarnos por el
firmamento y sobre el azul del Caribe hasta el paraíso en la tierra. Una pareja
de franceses y otra de valencianos, más nosotros y los pilotos, llegamos al
Gran Roque unos cincuenta minutos después de haber despegado. El ruido de los
motores nos ha dejado un poco sordos, pero la vista de tanta belleza pone los
sentidos en su lugar. Algo tan simple. El Caribe se adivina con su feria de
infinitos azules. Las calles son de arena, y, pese a que la vegetación es
escasa, la brisa se encarga de aligerar nuestros pasos. Bienvenidos al paraíso.
Los Roques es un parque natural declarado
oficialmente desde hace unos cuarenta años. En 2011, el Gobierno creó la figura
del Territorio Insular Miranda, entidad sin gobernador o alcalde dirigida
directamente desde Miraflores cuya capital es el Gran Roque. Las guías
turísticas nos dicen también que Los Roques ya era parte de “la cartografía de
los colonizadores españoles” en 1529, y ofrecen otros datos interesantes, como
el de los comerciantes vascos de la Compañía Guipuzcoana que fueron seducidos
por las materias encontradas ahí y seguramente por las potencialidades de aquel
turismo colonial, o el de los pobladores de origen curazoleño o arubeño, que
dieron nombre a algunos de los cayos más famosos, como Francisquí o Madrisquí.
Entre islas, cayos y bancos de arena, Los Roques
dispone de unas 360 formaciones terrestres regadas sobre la región más turquesa
del Caribe. Algunas zonas están protegidas y no pueden ser visitadas, pero
pudiera imaginarse que una persona podría pasar un día del año en uno de los
distintos rincones del paraíso. Cuando llegamos al Gran Roque, nos esperan
Giancarlo y Walter para conducirnos a la posada El canto de la ballena,
decorada con madera, cuadros, artesanías y buen gusto. El ambiente recuerda el
hogar de una familia hippie y feliz.
Pero no hay tiempo que perder. Todo ya está listo
para que recorramos el trayecto de diez minutos en lancha que separan al Gran
Roque de Francisquí. Mary Isabel, la encargada de la posada, nos ha preparado
un pícnic compuesto por sándwiches, agua, galletas y sodas. Y hielo, mucho
hielo. El lanchero nos ayuda a instalar la sombrilla y las sillas. El mar se
mece. No hay muchos turistas. El sol sonríe y la arena blanca no quema los pies
por tratarse del residuo de los corales milenarios, uno de los atractivos del
archipiélago. Me digo que un sólo instante de felicidad en Los Roques ha pagado
suficientemente un año de trabajos y carreras con tres niños en esa aventura cotidiana que se llama Francia.
Unos minutos más tarde, nadamos con el equipo
adecuado por una zona del cayo en la que se aprecian mejor los corales. Es la
llamada Piscina. Por nuestra falta de experiencia, nos cuesta sumergirnos con
las aletas, pero al menos podemos apreciar el silencio y la grandeza de aquel
minimundo submarino habitado por peces espléndidos ajenos al ruido y a las
preocupaciones. Pienso que esos peces también son venezolanos que tienen la
fortuna de comer sin hacer colas ni preocuparse por los anaqueles vacíos. Vaya
suerte la que tienen algunos.
Día 2. Viajamos hasta Cayo de Agua. El trayecto en
lancha dura una hora. Las vistas no pueden describirse. Hay playas solitarias,
otras que unen sus orillas y mezclan su oleaje. Una vida no sería suficiente
para fotografiar tanta poesía. De regreso, nos detenemos en Carenero. Unos
perros labradores nos saludan y nadan hacia nosotros. La población canina de
Los Roques es asombrosamente numerosa. Parece que alguien llevó alguna vez una
pareja de labradores, y el resto es historia. Alguien me dirá después que una
campaña de esterilización aspira a reducir la reproducción de los canes, que
son, después de todo, parte del decorado, con permiso de los corales y las gaviotas
golosas.
Por las noches caminamos por el Gran Roque sin
miedo. No hay inseguridad. Ni escasez. El pueblo es alegre y deja respirar a la
mejor Venezuela, la ideal. La posible, la que será algún día.
Día 3. El canto de la ballena es una posada fundada
por la señora Nelly Camargo, autora, además, de un libro: Cocina real, cocina en movimiento. Nelly o Mamá Nelly, como la
conocen todos, es una trotamundos que ha llevado el arte culinario del planeta
a Los Roques. Su ausencia durante esos días no impidió que su
hermana Mary Isabel supiera mantener la magia de los fogones, como bien escribió
después un turista en el libro de invitados. El menú de esta posada es una
sorpresa para el comensal. Pero sabemos que el pescado es el rey de la mesa. La
primera noche cenamos un dorado y la segunda, unos filetes de barracuda
rociados con salsa de ciruela. Todo acompañado con entradas y contornos
inspirados en algún rincón de Asia o Europa.
Por las mañanas, el desayuno llega acompañado con
arepas, otras delicias y mucha música. El mar hace un contrapunto entre su
sinfonía de olas y Simón Díaz, el cuatro y las maracas. El grupo malagueño
Chambao no pudo evitar componerle a la posada una canción que lleva su nombre.
Es una tonada hechicera que gracias a la voz de La Mari hace pensar en ballenas
que cantan en un mar eterno.
El tercer y último día visitamos Madrisquí. El final
se acerca. Nos decimos que cada minuto es oro. Cada cayo o isla de Los Roques
es única y a la vez capaz de ofrecer la misma sensación de bienestar. Los
precios para disfrutar de semejante regalo, hay que decirlo, son más que
astronómicos. Pero vale la pena ir, aunque sea una vez en la vida.
Durante nuestra última tarde en Los Roques decidimos
caminar por unos treinta minutos el sendero que conduce al peñón en el que se
erigen las ruinas del llamado Faro Holandés. El sol se oculta y el horizonte
del mar se enciende de rojos y naranjas. Es un atardecer que, como también apunta con
acierto el escritor Leonardo Padrón, quedará guardado en nuestra memoria con
doble llave. Se hace de noche, y descendemos la cuesta. Una familia zuliana
desanda el camino con nosotros. Ríen, y todos, de alguna manera, festejamos el
milagro de no sentir miedo.
El paraíso es así. Un conjunto de islas y cayos. Hay
arena y magia. El mar mece sus olas, y el aroma de la felicidad es el mismo que
trae la brisa salobre. Hay gaviotas y corales. Hay una eternidad de nubes
estalladas en un cielo perfecto. El paraíso es así. Y se llama Los Roques.
*
La fotografía es personal y fue tomada en el cayo
Francisquí, archipiélago de Los Roques, Venezuela. Una versión de este texto
fue publicada en el diario Panorama (Venezuela) el 27 de agosto de 2015.