Náufragos en un aeropuerto
Viernes, 17 de julio. Y llegó por fin el gran día de
la llegada de Zureya a Venezuela. Estoy feliz porque voy a verla, porque ya no
me sentiré un “padre soltero”, porque las vacaciones serán mejores con ella
aquí. Hemos convenido en que yo iré a buscarla a Caracas para ayudarla con las
maletas y acompañarla en el viaje de regreso a Maracaibo. Pero la sonrisa se me
borra del rostro cuando llego al aeropuerto de La Chinita, en Maracaibo, a las
tres de la mañana para tomar el vuelo de ida a Maiquetía. “Lo sentimos, señor.
El vuelo está anulado. Debe esperar hasta las diez de la mañana, y no es segura
la hora”.
En ese momento, al escuchar semejante “sentencia”, ya
estaba más que despierto. “Lo siento mucho ―respondo―, pero no puede ser”. La
empleada de Aserca me extiende un billete de embarque con su mejor sonrisa de
madrugada. “Lo siento de nuevo, pero no puedo hacer más nada”. La adrenalina y
la rabia comienzan a hervir a fuego lento. Otro empleado de la aerolínea
establece un censo. Los que tienen conexiones con otros vuelos, nacionales o
internacionales, sí se irán a la hora prevista, las cinco de la mañana. Los
otros, como yo, están condenados a esperar por horas hasta que un avión llegue
y se apiade para llevarnos a la capital. Las ideas comienzan a llegar. Sólo
tengo que saber cómo se irán los afortunados del primer lote. Tengo el billete
de embarque en la mano. Dice que me voy a las cinco de la mañana. Y a esa hora
me iré.
Llego al área de embarque de los pasajeros, y vuelvo
a encontrarme con la empleada de las tres de la mañana. Me entero de que están
asignando a los pasajeros “prioritarios” un asiento en diferentes vuelos, todos
al mismo destino, con otras aerolíneas. El caos perfecto se instala. Nadie sabe
nada, pero ya estoy ahí. “Señor, sólo se irán los que están en esta lista. Sólo
tengo cupo para unas cuarenta personas”. Me hago el loco, el despistado.
Alguien llega. Es el gerente. Me señala a mí y a otros. “Ustedes, pónganse
aquí”. Me encuentro de repente en la cola de los pasajeros del vuelo de Láser.
No estoy en ninguna lista, me he colado, siento la felicidad de los imbéciles,
me voy a Caracas sin esperar horas en el aeropuerto.
Quiero reírme de todos cuando el avión, por fin,
despega. Me he salido con la mía. Sí llegaré a Caracas en el vuelo de la
primera hora. Quiero reír de verdad, tengo que hacerlo porque horas después,
todos (los empleados de la aerolínea que nos traerá de vuelta, el sistema
caótico de los aeropuertos venezolanos) se reirán de mí y de Zureya cuando nos
hagan esperar una eternidad para regresar a Maracaibo en un vuelo previsto a
las diez y cuarenta de la noche y finalmente realizado a las cuatro de la
mañana.
Cuando Zureya llegó y pudimos confirmar nuestro
vuelo (esta vez con Conviasa), fuimos advertidos del gran retraso que llevaba
el avión que nos conduciría de regreso a Maracaibo. Nos dijeron que con suerte
saldría a las tres de la mañana, pero en realidad fue una hora después. Lo más
triste fue ver el escenario desolador constituido por cientos de pasajeros
varados, somnolientos, con niños exhaustos, durmiendo en el suelo. No nos costó
darnos cuenta de que nuestro vuelo a Maracaibo no era el único retrasado. Los
viajeros rumbo a El Vigía estaban como nosotros, pero los del vuelo a Porlamar
esperaban en el aeropuerto desde las tres de la tarde, es decir, más de doce
horas.
El asunto empeoró cuando se supo que había un solo
avión disponible, y que Conviasa puso a todo el mundo a decidir entre la idea
de volar primero a Maracaibo, regresar a Maiquetía y despegar a Porlamar, o ir
directamente al aeropuerto margariteño y olvidarse de los viajeros rumbo al
estado Zulia. Sin duda, fue el peor “cara o sello” de mi vida. Qué pesadilla,
parecía que no íbamos a despertarnos nunca. La guardia nacional tuvo que
intervenir cuando varios pasajeros del vuelo a Margarita se llenaron de una
furia comprensible e intentaron bloquear el paso de los que luchábamos por huir
desesperadamente de aquel infierno.
Comprendí que todos éramos náufragos en un
aeropuerto, víctimas de la ineficiencia y del desorden que sólo son posibles en
la gestión aeronáutica venezolana.
*
La imagen, del diario El Nacional, ilustra una información publicada en marzo de 2014,
cuyo título, “Sólo 51,3% de los aviones nacionales está en uso”, explica en
parte la pesadilla de volar en Venezuela. La razón parece ser evidente y
simple: no hay suficientes aeronaves porque no existen los recursos para
reparar o renovar la flota, considerada la más antigua de América Latina.
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