No sabes qué pasa por tu cabeza ese día. Te levantas, tal vez te duchas, miras desde la ventana del hotel el amanecer de Barcelona. Quizás te llame la atención el juego de colores grises y dorados que se forma en la costa mediterránea y su reflejo en los tejados y fachadas de los edificios. Te vistes con una precisión inconsciente, natural, colocándote el uniforme que has llevado en seiscientas y tantas horas de vuelo. Posiblemente, se te ocurra desayunar en el hotel, o tal vez estés de humor para pedir sólo un café espeso, cargado. Pides un taxi. Miras sin darte cuenta la belleza dormida de la capital catalana y por tu mente desfilan los pensamientos de tu vida, la vida de un hombre que no ha llegado todavía a los treinta, pero que puede presumir al menos de un buen salario, de una bonita novia en un bonito piso de Düsseldorf, con dos Audis a punto de llegar de la fábrica a tus manos, con las llaves relucientes sólo para ti. Eres el símbolo de la prosperidad, y sabes que todo es una mentira.
Por dentro sufres, chillas y te desesperas. Te han dado una baja médica, te han dicho que tienes problemas de visión, parece que incluso has demostrado antes tendencias suicidas. No importa. Del hotel al aeropuerto, y de ahí a tu puesto de trabajo: la cabina de controles de un Airbus 320, un avión cuyo perfecto estado mecánico y técnico quedaría demostrado en muy pocas horas.
Has creído
no saber lo que pasaba por tu cabeza ese día cuando en realidad sí lo sabías. Tras
el despegue del avión y el avance de los minutos, la vista de los Alpes
franceses te da la respuesta que no has encontrado nunca en ninguna parte. Te
das cuenta de que hay que ponerle fin a tu vida, y de que eres tú el único que
puede hacerlo. Aprovechas la ausencia del capitán de vuelo en la cabina de
controles para aislarte y consumar tu plan. Comienzas el descenso en los diez
minutos más largos de tu vida y de la de unas 150 personas que se irán contigo
a la eternidad. Algunos de tus pasajeros, quizás no lo sepas, son artistas y
estudiantes de bachillerato. Hay de todo. Son vidas humanas que, como la tuya,
no merecen terminar estrellándose en un avión que debía conducirles a Düsseldorf
en esa mañana del 24 de marzo de 2015. Son vidas que debían continuar con sus
planes, con sus sueños, con sus fracasos y alegrías. No decidimos hacer pedazos
un avión porque las cosas no nos salen como queremos. Hay que levantarse. Hay
que seguir adelante.
¿Sabes
ya lo que pasa por tu cabeza en el mismo instante en que todo estalla y se
acaba? Seguramente, sí, pero ya eso no tiene importancia. Nos hemos quedado con
tu nombre, y eso era, al parecer, según nos dicen los periódicos, lo que querías
lograr.
Y vaya si lo lograste. Te
llamas Andreas. Andreas Lubitz.
*
En la
imagen, de J. P. Pelissier, de Reuters, varios familiares de Andreas Lubitz “se
dirigen al memorial” de los 149 fallecidos en la tragedia del Germanwings,
ocurrida el pasado 24 de marzo de 2015 en los Alpes franceses (El País.com, 30 de marzo de 2015).
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