Me he preguntado muchas veces por qué la película Titanic, del realizador James Cameron, obtuvo un éxito tan fulgurante hace casi veinte años. Sin duda, la música y sobre todo los efectos especiales tuvieron mucho que ver. Dos décadas después, con tantos adelantos y artificios que vemos en este mundo cinéfilo que navega en la tercera dimensión visual, la imagen del enorme trasatlántico hundiéndose en la helada negrura de aquella noche de abril de 1912 todavía resulta apabullante. Pero ahora creo que la magia de los efectos visuales y sonoros es lo de menos en esta historia. Lo que cuenta, en realidad, es el relato de un amor puro y apasionado que sólo duró lo que duran dos días con sus mágicas puestas de sol.
La historia de Jack y Rose es la clásica aventura de los amores contrariados. Si las diferencias sociales alejaban en la realidad a un vagabundo que ganó su entrada en el barco gracias a una partida de naipes y a una respingada jovencita destinada a un matrimonio fastuoso y miserable a la vez, las esperanzas de una vida que se soñaba plena de dichas y amaneceres sin fin se estrellaron contra la tragedia de un iceberg avistado demasiado tarde y el hundimiento de la embarcación.
En la vida real, a veces las cosas pueden ser iguales. Un amor verdadero puede durar dos días o 16 o 50 años. Y, de repente, llega el naufragio. Y el hundimiento. Y crees que saldrás a flote, y sí, lo haces, pero en otra vida, en un mundo de sueños en el que finalmente comprendes que ese amor sigue siendo eterno. Por eso la escena final de Titanic es tan sobrecogedora. Una Rose anciana duerme o exhala el último suspiro mientras una brisa del Atlántico la conduce por el mar y la sumerge hasta llevarla al baile de gala que prosigue su música sin fin, sin parar. Y ahí está un Jack de pie, muy contento, con los ojos brillantes, esperando por siglos a la Rose de su vida, a quien le da la mano y la conduce por la amplia escalera, y le da un beso sonoro y hermoso que todos festejan con gritos de alegría y aplausos. Es éste el verdadero gancho de la historia que hizo de James Cameron uno de los cineastas más ricachones del mundo.
Y es que tal vez algunos amores sean así. Porque a la final se trata de dos almas que se aman, y cuyo amor es sepultado en el océano durante décadas hasta que un día revive en una danza que durará por todas las eternidades, y en la que esas dos almas bailarán hasta un final que no existe, reunidas y reencontradas para siempre en una felicidad libre de lágrimas.
Serán, entonces, como dos fantasmas liberados para siempre de cualquier naufragio. Fantasmas felices, ligeros, sin cargas, sin dolores. Como los benditos fantasmas del Titanic.
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En la imagen,
los actores Leonardo DiCaprio y Kate Winslet en la escena final del
filme Titanic (1997), de James
Cameron.
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