Esta semana leí en el portal de noticias MSN que la
actriz estadounidense Natalie Portman se mudó de París a Los Ángeles por
sentirse incapaz de comprender y de integrarse a la sociedad francesa. Más aún,
no dudó, según esta información que merece el maleficio de las dudas naturales,
en caer en el eterno cliché que dice que «los franceses son fríos e
insoportables».
Después leí un fragmento del libro Dieu voyage toujours incognito (la traducción
española lleva por título un inexplicable No
me iré sin decirte adónde voy), del escritor francés Laurent Gounelle, en
el cual aprendo que los seres humanos actúan de conformidad con los gestos y códigos
que se expresan mutuamente. Es decir, y en teoría, si pretendo que cada día la
gente me sonría, sea amable y considerada conmigo, yo mismo tengo que actuar de
ese modo. Por otro lado, si soy alguien cabizbajo, pesimista, negativo o de mal
temperamento, veré el resto del mundo según los cristales de esa visión turbia
de las cosas.
Si creemos en esto, podríamos atrevernos a decir que
el resto de los mortales, tal y como lo ha hecho nuestra espléndida Natalie (a
quien le podemos perdonar casi todo gracias a sus mágicas películas), reflejan
en los franceses sus propios prejuicios y actitudes negativas. De este modo, si
vamos a París, podemos actuar con cierta frialdad y hermetismo puesto que
estamos convencidos de que nadie nos
sonreirá ni se mostrará amable u hospitalario. Pero, tal vez, si hacemos la
prueba, y desde que llegamos saludamos al vendedor de periódicos con un sonoro bonjour y una sincera sonrisa de oreja a
oreja, veremos la diferencia. No pretendo con esto que hay que sobreactuar una alegría
que no se siente, pero sí creo, como lo dice Laurent Gounelle, que nuestro
mundo es el espejo de nosotros mismos.
Así que, Natalie, regresa a París, olvídate de Los Ángeles
y comienza de cero. La vida es eso: un eterno empezar, una y mil veces.
*
En la imagen, la actriz Natalie Portman en un
fotograma de la película Black Swan (2010), del realizador Darren Aronofsky.
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