La escena del
crimen ofrecía el cuadro inequívoco de los misterios despejados incluso antes
de ser imaginados. Las aspas del ventilador hacían que la luz mortecina de la recámara
parpadeara sobre el cuerpo blancuzco, lechoso, de la mujer tumbada boca arriba
en la cama barata de ridículos aires afrancesados. Llevaba como único adorno un
rebuscado collar de perlas. “La ahogaron con una cuerda de contrabajo,
comisario. La muerte debió ser casi instantánea”.
Bajo las cuentas del collar,
el comisario observó una gruesa cuerda de Mi enrollada en la piel levemente
amoratada del cuello. Los ojos de la mujer, abiertos, eran azules y reflejaban
en el abismo de sus cuencas las profundidades del terror. “Aquí está su
pasaporte. Era danesa. Allá está el contrabajo. El hombre debió tocar el
instrumento durante unas cuatro horas, según han dicho los vecinos”. El policía
hablaba con una voz monótona, cansada. Mascaba un chicle y miraba al comisario
con ojos de perro callejero. “La danesa era su amante. El hombre, después de
acabar con ella, se pegó un tiro. Más claro, imposible. El cuerpo está en el baño.
¿Quiere verlo?”. El comisario levantó la mano con un gesto que ya el policía conocía
de sobra. Significaba, en un argot sólo dominado por ellos: “Ahora, no. Lárgate”.
El comisario miró de nuevo el cuerpo de la danesa y cerró los ojos. En sus párpados
cerrados volvió a ver los últimos minutos de aquel apartamento. Se vio a sí
mismo, otra vez, abriendo con sigilo la puerta con una llave que había conseguido
la semana anterior. Se vio a sí mismo, una vez más, de pie ante la cama,
mirando el cuerpo dormido de la danesa. Escuchó los ruidos de alguien duchándose
en el baño, y supo, como lo había imaginado, que ella no estaba sola. Vio el
contrabajo, y sustrajo la cuerda más gruesa, la de Mi. En silencio, la apretó
con fuerza estudiada en el cuello de la bella durmiente. Luego caminó hasta el baño
y esperó hasta que el músico terminara de vestirse. Abrió la puerta y apretó el
gatillo de su nueve milímetros sobre la sien derecha. Con movimientos rápidos,
sus manos enguantadas, apretó la mano derecha del contrabajista sobre la
superficie del mango plateado del arma, dejada de cualquier manera en el
reguero de unas motas de talco, pisadas húmedas y el rastro de la sangre. Salió
del baño, directo hacia la salida. Aunque no lo tenía previsto en el plan, volteó
la mirada y observó el cadáver de la danesa. Tenía la estampa de una virgen
vikinga, con los cabellos rubios derramados sobre la almohada y las sábanas
desordenadas, olorosas a palomitas de maíz con mantequilla. Los créditos
finales de una película se observaban a esa hora en la pantalla del televisor.
El comisario, justo donde estaba levantado ahora, escuchó de sí mismo –de sus
labios resecos, por una segunda vez– las palabras que había pronunciado un par
de horas antes, cuando decidió acabar con aquella breve historia de traiciones
inconfesadas: “¿Por qué me engañaste?”.
*
La imagen, extraída
del sitio Allposters.fr, corresponde a una obra del artista austriaco Gustav
Klimt (1862-1918). Este pequeño cuento fue publicado en la desaparecida revista
Galería, del diario Panorama (Maracaibo, Venezuela), el 11
de marzo de 2006.
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