lunes, 21 de julio de 2014

Después del Mundial




No soy ningún conocedor o especialista en materia de fútbol, y soy por naturaleza un fiasco irremediable para los deportes, pero este año el Mundial me dejó algunas lecciones inspiradas en esa pasión de llevar un balón hacia un destino, la meta final, mediante los artificios y estratagemas que veintidós jugadores ponen en acción sobre un terreno color verde césped. Esas lecciones se reducen a una sola palabra: equipo. El valor de un verdadero juego colectivo, fabricado entre todos y por todos, explica que Alemania, merecidamente, se llevara a casa la Copa del Mundo.

Los alemanes son un pueblo de profundos contrastes. Nos dieron a Hitler y también a Beethoven y a Bach. Han conocido la miseria, el hambre y la guerra, y han sabido renacer gracias a esa capacidad de convertirse en una maquinaria impecable en la que los márgenes de error casi no existen. Alemania es hoy el corazón financiero de Europa y la primera potencia del continente, con el muy criticado derecho de tener la última palabra para casi todo en el concierto de las naciones europeas. El juego de los alemanes en el Mundial fue un reflejo, desde mi punto de vista, del funcionamiento mismo de la nación germana. Cada jugador era importante, no había estrellas ni indispensables. La mirada concentrada del seleccionador Joachim Löw nunca se distendió en ningún partido ante las victorias que fueron cayendo una a una. Sólo al final, cuando ya el trofeo estaba en sus manos, se le vio sonreír, satisfecho, seguro de que la visión de un equipo cohesionado, jugando según la misma lógica, había sido la clave del éxito.

Del otro lado, encontramos el ejemplo de Brasil. Sin un salvador, un mesías, sin Neymar, los brasileños se vinieron abajo en la más humillante de sus semifinales. Todo el juego de Brasil pendía de un hilo, siempre dependió de la columna vertebral de Neymar. Roto el hechizo, el festival de goles de sus contrincantes no se hizo esperar. Me parece que en ese fútbol brasileño, al menos en el que vimos en este Mundial, hay tantos reflejos de la realidad latinoamericana, y en particular de la venezolana. Pienso en Venezuela y en Chávez.

Antes, con Chávez vivo, parecía que en medio de todo vivíamos en una pesadilla organizada. Sin Chávez, puesto a dedo el delfín Maduro, el juego de Venezuela naufraga cada vez más. Vivimos en la peor derrota de nuestra historia. Y la clave no se encuentra en salir de un presidente para poner a otro, sino en comprender de verdad que si somos un equipo, si cada quien hace bien su trabajo, desde el responsable del condominio de mi edificio hasta el conductor del autobús, la maestra de la escuela y el médico de urgencias, Venezuela podrá también renacer como la Alemania de la posguerra y del Mundial, y aun mucho más.

Y eso será así porque lo tenemos todo, cierto, y porque algún día habremos comprendido que con la necesaria educación y el sentido común que a veces nos falta convertiremos todos esos recursos en goles infinitos. No basta con decirnos que tenemos petróleo si no tenemos ideas, con decir que tenemos las mujeres más bellas si nuestro capital humano no se invierte sabiamente sino que emigra a Florida, Dublín o Dubái. La noticia más triste que he leído en estos últimos meses es la de los estudiantes venezolanos de secundaria, que sufren las consecuencias de un sistema educativo olvidado, inmóvil, sin profesores y dejando como legado una generación de analfabetos potenciales. Qué gran tragedia.

Escribo esto y me digo que no tengo la moral para hacerlo. Yo mismo me fui un día de Venezuela, sin pensar que terminaría haciendo una vida en Francia, y, tal vez sin darme cuenta, me puse a escribir estas notas dispersas en este blog que he llamado Cuadernos de París para seguir soñando con el país que todos queremos, sin locuras de caciques redentores ni aventuras de “utopías regresivas”, en palabras de algún político español. Venezuela merece más. Venezuela merece un equipo. ¿Jugamos?

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En la imagen, el seleccionador alemán Joachim Löw en una fotografía de la AFP.
 

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