Este fin de semana acompañé a Zureya a ver la última entrega de la saga Twilight. Después de haber visto las otras cuatro películas, y aunque todavía la historia no termine de convencerme del todo, he llegado a la conclusión de que el romance de los vampiros más populares de la década arrastra y seduce por su descripción de una eternidad adolescente, su visión del amor sin fin, perpetuado en el alma de dos enamorados que no probarán nunca la muerte y que vivirán para siempre dando saltos sobre rocas y cascadas, retozando en praderas de lilas y cazando ciervos en el bosque (con manos y dientes) llegada la hora de comer.
La muerte condiciona nuestra vida desde que nacemos.
Decimos muchas veces: “Aprovecha la vida, vive el momento”. Lo decimos porque
sabemos que algún día nuestra existencia llegará a su final. Algunos piensan
que después viene la nada. Pero otros sí creen que hay otra vida después de
ésta, y entonces viven la experiencia mortal con la seguridad de que habrá después
otra etapa, un nuevo capítulo que se perpetuará justamente por los siglos de
eso que llamamos la eternidad. Unir esa idea con la del amor que no se acaba
nunca, que resiste el paso del tiempo, las huellas de la vejez o la enfermedad,
equivale simplemente a encender una llama ideológica capaz de crear un fenómeno
de masas, vender 100 millones de libros en todo el mundo y repetir en nuestro
imaginario el eco de que los amores verdaderos sí existen, tal y como nos lo enseñaron
Romeo y Julieta, y tantos otros enamorados de la cultura occidental.
*
En la imagen, un fotograma de la película Twilight 4 (2011), de Bill Condon,
muestra a los actores Edward Pattinson y Kristen Stewart.
No hay comentarios:
Publicar un comentario