miércoles, 18 de diciembre de 2019

Los regalos de la memoria

Ya lo hemos escuchado antes, pero hoy lo confirmé: es verdad, aquéllos que seguimos amando con toda nuestra alma, y que ya se han ido, siguen estando con nosotros. La técnica que pude poner en práctica esta mañana, para realizar semejante posibilidad, me permitió volver en el tiempo a una de esas tantas vacaciones que pasé con mis abuelos en Caracas. Para lograrlo, sólo tuve que cerrar los ojos y dejarme llevar por la corriente de los recuerdos, que es como un río caudaloso en el que una vez te conviertes en su náufrago no te deja más remedio que continuar su cauce implacable y eterno.

Era de mañana, la luz entraba a raudales por la ventana de la cocina. Ahora no sé si era por el sol o por la luminosa presencia de mi abuela, que estaba ahí, atareada, preparando el desayuno, sonriendo. De alguna parte salió mi madre, y la vi llenar de abrazos y besos a mi abuela. Fue un momento fugaz, en el que mi abuela sonreía entre divertida e incómoda. Vi los hermosos ojos de mi abuela, llenos también de luz, brillantes, felices. Y de repente me encontré en los brazos de mi abuelo Pancho. En esa imagen en la que me vi debía tener no más de cinco años, pero todo se veía tan claro, tan cercano. La barba de mi abuelo me provocaba cosquillas; su perfume de menta me infundía respeto y también me daban ganas de estornudar. Fue una de esas tantas mañanas perdidas en el tiempo, en un tiempo que nunca volverá excepto cuando me decida a cerrar los ojos y el río de la memoria vuelva a aparecer y me inunda con sus corrientes de recuerdos.

Fue algo que no pedí, en realidad, pero en estos días en los que pensamos en comprar y recibir regalos, vale la pena detenerse unos instantes para descubrir una ínfima magia del pasado que dejamos atrás y que sólo regresará en ocasiones muy contadas, entre los despojos que nos dejan las horas de un sueño profundo.

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Mi abuela Emma y yo, mayo de 1977.

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