miércoles, 16 de agosto de 2023

Canción de verano (10/30)

 


Mrs. Christie

La máquina del tiempo no se ha equivocado; una vez más, sus cálculos han resultado infalibles. Me encuentro en Yorkshire del Norte, en Harrogate, ciudad conocida, entre otras cualidades, por las maravillas de sus aguas termales. Es el mes de diciembre del año 1926. Hace frío. Camino y, sin que me dé cuenta, estoy de pie ante la entrada iluminada de The Old Swan. Es un hotel cuya fachada hace honor a la llamada arquitectura georgiana: sobriedad, simetría, orden; el todo encajado en una extensión de verdura y pinos. Camino unos minutos por la recepción —nadie parece percatarse de mí; es probable que sea invisible—, y es entonces cuando la veo. Está sentada, con un chal sobre los hombros, ante la chimenea del gran salón del hotel. Es una mujer reservada, de mirada inteligente, aunque la expresión de preocupación que a ratos aparece en su rostro me permite darme cuenta de que su presencia en Harrogate se debe a una fuga sin razones aparentes de su domicilio en Berkshire, a una desaparición de once días que los historiadores no dejarían de calificar, con escasa originalidad, de misteriosa. 

Soy, gracias a los artificios de la máquina del tiempo, el primero y tal vez el único en entrevistar a Mrs. Agatha Christie durante su confinamiento voluntario en The Old Swan. En el momento de iniciar la conversación con la escritora, me doy cuenta de que tiene un libro en el regazo.

Cuando pronuncio las primeras palabras, comprendo que hablo un inglés irreprochable; cualquiera diría que yo también vengo del condado de Berkshire.

—Mrs. Christie, disculpe que la interrumpa, pero ¿qué está haciendo usted aquí? Su familia debe estar muy preocupada. Todo el mundo la está buscando.

—No sé quién es usted ni tampoco me interesa saberlo —me dice, esquivando mi mirada y volteando la cabeza hacia la puerta de entrada del hotel.

—No se preocupe. Hasta ahora, nadie sabe que usted está aquí.

—Necesito estar tranquila, a solas —dice como respuesta. Luego añadió lo siguiente, tal vez para que la dejara lo más rápidamente posible—: Hace unos días, encontré este libro en mi buzón de cartas. Iba empaquetado con un membrete de Argentina. Está escrito en español. Lo más curioso de todo es que de repente, y no sé cómo, ahora resulta que sé leer en español.

Mi mirada se detiene en la tapa del libro. Siento algo así como escalofríos. El volumen que Mrs. Christie tiene entre las manos es uno de los quinientos ejemplares de la primera edición de Inquisiciones, de Jorge Luis Borges, publicada apenas un año antes, en 1925, en Buenos Aires.

Trato de razonar lo inexplicable:

—¿Tiene usted una idea de cómo ese libro llegó a sus manos? Es posible que algún admirador suyo de la Argentina se lo haya obsequiado…

—Dudo tener admiradores en Argentina. El libro lleva la dedicatoria del autor. Mire lo que dice: “Para Mrs. Christie, con todo mi respeto. Borges”.

—Interesante —logro decir. Me animo, ya para terminar, a formular una última pregunta—: ¿Qué pasaje estaba usted leyendo antes de que interrumpiera su lectura?

—El ensayo titulado “Menoscabo y grandeza de Quevedo”. La lectura está llenando mi mente de ideas fascinantes; es un remolino de imágenes del infierno, de sátiras españolas, de una literatura nacida del caos. No sabría explicarlo, sólo sé que de alguna manera estas páginas se están convirtiendo en el material de mis próximas novelas.

Comprendí que había llegado el momento de partir.

—Creo que lo mejor es que me vaya y la deje leer en paz, Mrs. Christie. Buenas tardes.

—Buenas tardes.

Me vi atrapado en un movimiento circular que dejaba escapar chirridos y colores que me sacaban de un tirón de The Old Swan, de Yorkshire del Norte, para depositarme en la habitación de mi casita centenaria, en Malesherbes, Francia, desde donde trato de reproducir, lo mejor que puedo, el resultado de mi encuentro con Mrs. Agatha Christie o, mejor todavía, del inusitado cruzamiento de la literatura del misterio con el arte borgiano.

***

Una fotografía de Agatha Christie anterior a su desaparición en 1926 (Getty Images, The New York Times).

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