De la reputación del venezolano en el exterior
Me encuentro en uno de los almacenes de Ikea, el gigante sueco de la venta de muebles. Vengo a devolver unas persianas, y me atiende una empleada con un francés vacilante. Me doy cuenta de que su lengua natal es el español, cambio el switch y empezamos a hablar con nuestros “asentos” de la América hispánica. Me dice que es panameña y, tras su pregunta, le digo que yo vengo de Venezuela.
Ya había escuchado antes hablar de la mala imagen de algunos venezolanos en Panamá, sobre todo de ciertos casos de personas procedentes de mi ciudad de origen, Maracaibo, situada a unos setecientos kilómetros al oeste de Caracas. El tema —el del porqué los venezolanos suelen tener una mala reputación en buena parte de Sudamérica— me deja pensativo y, sobre todo, cabizbajo. La señora panameña me dice que los casos de incivilidad venezolana de los que pudo ser testigo corresponden, en realidad, a los de una minoría. Porque, sobre todo, “los venezolanos nos dejaron encantados con las arepas”. Esto me lo dice luego de recordar sorprendida la xenofobia mostrada por algunos venezolanos en el país centroamericano que los había recibido.
¿Por qué esto ha sido así? Algunos venezolanos han sido víctimas de la xenofobia —se ha hablado antes del tema, sobre todo en países andinos como Ecuador y Perú, e incluso Colombia—; no obstante, pareciera que esta xenofobia también se expresara en una forma de rechazo manifestada por los recién llegados para con las sociedades de acogida como la panameña. ¿Será acaso esto una consecuencia de los traumas colectivos originados por una sociedad insegura, violenta y fragilizada como lo es la venezolana? No se trata de buscar excusas sino posibles explicaciones a una realidad que pareciera, como un péndulo, oscilar entre las aportaciones gratificantes que vienen de una mayoría trabajadora y dispuesta a integrarse fuera de sus fronteras y las acciones que evidencian una educación empobrecida, la ausencia de valores vitales como el respeto y la honestidad.
En todo caso, estoy convencido de que una buena parte de los venezolanos migrantes que se han marchado lo han hecho con una maleta llena de sobresaltos y tristezas. Muchos han sido los que no han podido dedicarse a sus profesiones, y así se han contado las historias anónimas de los médicos que trabajan en un restaurante limeño o de los ingenieros que se dedican a repartir comida en las calles de Quito. Ningún trabajo es de menor valor que otro, claro está; sólo hay que ponerse en la piel del otro para imaginar lo que significa comenzar la vida de cero y en condiciones muy distintas a las que se vivían en el país de origen. Esto lo digo por experiencia.
La reputación del venezolano en el exterior, como la de cualquier otro pueblo de migrantes, debe vincularse, pienso, con la imagen de un pueblo movilizado por la fuerza de las circunstancias, lleno de esperanzas redondas como las arepas que tanto han gustado en Panamá. Los ejemplos menos felices, pienso también, son una excepción y no una regla.
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