Sinéad
La cantante irlandesa Sinéad O’Connor falleció la semana pasada. La noticia me trajo varios recuerdos, todos unidos a los noventa, la década de mi adolescencia. Recuerdo el rostro pálido de Sinéad, sus ojos grandes y expresivos, su mirada dulce y melancólica, su cabeza rapada y su voz sinuosa, sacada de una leyenda celta, de alguno de esos bosques de la isla verde esmeralda en la que nació un día de diciembre de 1966, a finales de un otoño dublinés. A uno de mis camaradas de clase de entonces le parecía que aún con el pelo rapado, como el de un cabo de cualquier ejército, la belleza de Sinéad era imposible de eclipsar.
Yo pronunciaba entonces y hasta hace unos días su nombre tal y como se escribe: Si-né-ad. Leí en un comentario publicado por un usuario de Instagram que la pronunciación correcta podría transcribirse de esta manera: Sch’nid.
La vida de “Sch’nid” fue turbulenta, trágica, retratada en esa mirada de profunda tristeza que me ha acompañado estos últimos días gracias a la lista de reproducción propuesta por Spotify. Es una música evocadora, intimista; reconozco que cantantes como Shakira debieron inspirarse de alguna manera en esa fuerza arrolladora que se apagó tan rápido en este verano de 2023.
Ninguna vida es igual a otra, ninguna música se puede comparar a otra. Las canciones de la irlandesa son el producto de su propia existencia, de sus dolores, sobre todo, y de un amor irredimible, que hoy trato de comprender, de apreciar, de agradecer, de integrar, de no olvidar.
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La cantante Sinéad O’Connor (1966-2023)
en una imagen extraída del sitio DemocracyNow.org.
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