Desde hace unos ocho años enseño la lengua española en Francia, cosa que, en realidad, nunca estuvo dentro de mis planes o de mis más remotas imaginaciones. Cuando llegué aquí en septiembre de 2009, pensé que nos quedaríamos no más de tres años. La idea era cumplir con el propósito del viaje: doctorarme en la Universidad de París III y regresar a Venezuela con la ilusión de trabajar en una escuela de periodismo como profesor de técnicas de redacción o algo por el estilo. Pero las cosas terminaron dándose de otra manera. Como casi todo en la vida, o al menos en la mía.
Por diversas razones aquí terminamos quedándonos. Puesto que el plan consistía en dedicarme a la enseñanza, ahora soy profesor de educación secundaria. Desde entonces, he trabajado en varios colegios e institutos de la región parisiense. En la actualidad, llevo cuatro años en el instituto Flora Tristrán, situado en Montereau-Fault-Yonne, a poco más de 90 kilómetros al sur de París. Fue en Montereau-Fault-Yonne —una ciudad obrera, algo oscura, aunque atravesada en su centro histórico por una calle larga y animada de comercios coloridos—, donde Napoleón selló, en 1814, una de sus últimas victorias antes del final estrepitoso de su imperio.
Por diversas razones aquí terminamos quedándonos. Puesto que el plan consistía en dedicarme a la enseñanza, ahora soy profesor de educación secundaria. Desde entonces, he trabajado en varios colegios e institutos de la región parisiense. En la actualidad, llevo cuatro años en el instituto Flora Tristrán, situado en Montereau-Fault-Yonne, a poco más de 90 kilómetros al sur de París. Fue en Montereau-Fault-Yonne —una ciudad obrera, algo oscura, aunque atravesada en su centro histórico por una calle larga y animada de comercios coloridos—, donde Napoleón selló, en 1814, una de sus últimas victorias antes del final estrepitoso de su imperio.
En total,
enseño a unos 130 estudiantes de entre 15 y 19 años, repartidos en ocho clases
o secciones. Desde que comenzó el periodo de confinamiento el 16 de marzo, trabajo
desde casa como tantos otros miles de profesores. La labor no es simple, y en
realidad parece interminable. Por suerte, los alumnos se han mostrado bastante
reactivos. El viernes, cuando me despedí de una de mis clases, me dio la
impresión de que algunos se estaban tomando esto como unas vacaciones, con la ilusión de una alegre excursión a la playa. Lógico,
claro está, tampoco nos mintamos. Esta pausa impuesta por las autoridades —aún
no podemos llamarla cuarentena—, este cierre forzado y masivo de actividades,
se presta para un descanso digamos que merecido en estos días que ya huelen a
primavera. La situación, no obstante, es otra.
El llamado
telebrabajo ha sido una de las grandes apuestas de no pocas empresas y
multinacionales. Trabajar en pijama, escuchando la música que te gusta,
levantándote cada vez que el estómago te dice que abras el frigo parecen
expresiones de una sociedad avanzada, centrada en el individuo y no en el trabajo,
en el trabajo como recurso o tal vez como excusa para elevarnos a nuestro
máximo potencial.
Pero yo soy
de la vieja escuela. Prefiero levantarme temprano, tomar el bus y luego el tren
para ir al trabajo. Llenarme de microbios y sentirme complacido con la libertad
de mi rutina de antes. Ver a mis alumnos en vivo, entrando en la sala como una
simpática horda de hooligans mientras algunas se hacen selfis y se maquillan
justo cuando trato de hablarles de una leyenda del México precolombino.
¿Qué vamos a
hacer? Así somos: nunca conformes con nada.
***
La imagen es
del sitio web Reasonwhy.es.
Excelente analis del mundo imerso en el individuo, y no el individuo imerso en las industrias, centros comerciales,edificios con su constante ajetreo, esa breve pausa es un aliciente para el ser humano para darse un tiempo de una introspección y ver mas alla de sus ojos naturales, reconocer que puede ser mucho mejor de lo que es y hacer de este un mundo mejor.
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