jueves, 23 de abril de 2020

Flores en el ático. Días 16-39


Los días han ido pasando casi sin que nos demos cuenta. Los «mardingos» y los «miernes» se extienden, se alargan, se parecen, se multiplican. Los últimos días de marzo desembocaron en la primera semana de abril con más sol que nunca. Y ya estamos casi en mayo. El tiempo desfila desde nuestro balcón. ¿Qué es el tiempo?

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No me puedo quitar de la cabeza la teoría de que la peste china fue fabricada en un laboratorio, de que hay intereses poderosos de por medio, de que somos los peones en el gran ajedrez del mundo: los mismos de siempre, los que observan y callan.

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Ha habido momentos en los que me digo para qué llevar un registro de estos días de encierro, sobre todo cuando leo las crónicas que se escriben desde las diferentes prisiones a domicilio. Uno de esos diarios de confinamiento que más me gusta es el de la señora Maruja Torres (El País), una periodista y escritora que me ha dejado una de las enseñanzas más sabias y que menos he sabido aplicar: «Más másteres te da la vida». ¿Para qué afanarse por tantos diplomas si son los días que vivimos la mejor lección que se nos dará jamás?

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Uno de estos días le dije a Samuel que desde hace unos pocos años he pensado que la vida —hablando de nuevo de la vida— se parece mucho a un museo. A un museo gigante como el Louvre o el Prado, lleno de salas y pasillos y galerías con cuadros de todos los tamaños, escuelas, motivos. A veces se nos ocurre detenernos a mirar un solo cuadro o dos, y ahí nos quedamos, de pie, mirando y remirando el lienzo que nos ha atrapado. Entonces nos convertimos en «expertos» de esa obra; conocemos cada detalle, comprendemos la técnica empleada, profundizamos en el análisis de la escena que tenemos delante. Entendemos, así, que esa pintura elegida, o que nos ha elegido, es el museo, la ventana del universo. Comparo a esos visitadores con los fanáticos de una idea única, con aquellos que explican la belleza de la vida con una idea simple, un plan divino, una filosofía redentora de todos los suplicios. Un día, si tenemos suerte, decidimos seguir avanzando en el gran museo del mundo. Caminamos y caminamos. Miramos más cuadros, los comparamos unos con otros. Ya no somos expertos, sólo amateurs, aficionados de todo y de nada, un poco más espabilados tal vez. Y quizás un tanto más felices también.

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Y ya que estoy con ocurrencias de este tipo, aquí va otra:

En una ocasión, en una carretera departamental del norte de la Borgoña, se me ocurrió que había llegado el momento de comenzar a disertar sobre la vida y la muerte. Es cierto que una disertación hace referencia a un razonamiento que, según el Diccionario, es llevado a cabo «detenida y metódicamente». Pero creo que en aquellos treinta minutos que duró la exposición mental de mis ideas no logré madurarlas ni de una ni de otra forma. Todo había empezado con una serie de televisión que había visto hacía un año y medio aproximadamente. La historia narra las peripecias de una familia singular cuyas vidas son condicionadas por la omnipresencia de la muerte. Desde la mañana hasta el final del día, cada objeto que les rodea, cada experiencia que viven, es un presagio de la suerte que les tocará a ellos y a nosotros, a todo el mundo, por supuesto. Pero el último episodio de esa teleserie en cuestión es un sublime canto a la vida, a su alegría, a ese chorro continuo de anécdotas, sensaciones, tristezas, miserias, dramas y triunfos que representan las más de seiscientas mil horas que podría durar la existencia media de cualquier ser humano. Entonces, una noche, tuve un sueño. En el sueño vi una imagen lúgubre, una especie de sombra asustada de todo, aun de sí misma. Se trataba de la Muerte. La Muerte apuntaba con su dedo descarnado a otra imagen, una brillante, rutilante, coronada con una guirnalda de flores, la expresión de una criatura fantástica llena de los más nobles sentimientos. Aquella imagen era la Vida. La Muerte apuntaba con su dedo a la Vida como queriendo decir: «Vivimos la existencia creyendo que el final es la muerte. Nos consolamos con la idea de una vida eterna si somos creyentes o vivimos según la fe. Pero, en realidad, el fin no es la muerte, es la vida: ¡esta vida! Yo, la Muerte, señalo a la Vida como la verdadera responsable de una existencia plena y provechosa». Fue en ese instante cuando descubrí que es posible conducir la vida miserablemente, tratando de autocomplacerse con la idea de un final que, en el mejor de los casos, podrá conducir a una eternidad supuesta, mientras que existe la posibilidad de disfrutar a plenitud de sus días sabiendo que el fin de todo reside en la alegría de vivir. Vaya diferencia. Estas imágenes, estas ideas, me han perseguido desde entonces. Incluso creí que podría ser capaz de ponerla sobre un lienzo, de representarla a través de la pintura. La pintura es un arte noble que logra la inmortalidad de un instante. Un pasaje musical nace, se convierte en una fuente de luz y de magia, pero se evapora, se esfuma irremediablemente. Hay que volverlo a interpretar o a escuchar para repetir ese instante único capaz de depararnos las más diversas sensaciones a cada instante. Algo parecido ocurre con la literatura. Los libros se abren y una página nos ofrece una ventana a un mundo nuevo. Pero esa ventana se cierra y se abre otra en la página siguiente. Todo ese cosmos de ventanas se cierra al final del libro, y para volver a abrirlas se precisa reiniciar la lectura desde el principio. Pero con la pintura ocurre lo que pasa con la fotografía. El momento clave queda inmortalizado, retratado a perpetuidad sobre un papel o una tela. Es necesario proteger del paso del tiempo semejante fruto del ingenio, pero creo que después de todo es ahí donde reside la vacuidad de la vida o la desconcertante idea de que el destino final es la muerte. Nos resulta imposible vivir en una pintura eterna. Nuestra vida es más bien como un libro que se acaba demasiado pronto. Es por eso que la Vida, esa imagen de luz que me pide a gritos que la pinte, que la ponga sobre un lienzo, me dice también que ha llegado la hora de disfrutarla sin ambages, simplemente, con algunas dosis diarias de belleza y poesía. Y es lo que haré.

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Que tampoco hay que ser tan pesados y dejarse la vida pensando tanto. Hay que ser como Pepita, nuestra gata birmana, que se pasa la mitad del día durmiendo en su canasta y la otra mitad en nuestro huerto portátil. Con sus guantes blancos y el zafiro de sus ojos entreabiertos. Condenada a vivir encerrada en unos cuantos metros cuadrados. Y ella feliz, como si nada.



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En la foto, nuestra Pepita, ejemplo de una vida feliz en tiempos de confinamiento.

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