“Estoy montada en el avión, ¿oíste?”
Hemos regresado a Venezuela de vacaciones luego de tres años, y he pensado en la idea de narrar las experiencias que viviremos este verano en la tierra de nuestras vidas, el hogar de nuestra infancia. Son cuarenta y cinco días de anécdotas y de recuerdos que el tiempo se encargará de dorar en nuestra memoria gracias a una maravillosa porción del mundo que vive en una dimensión distinta, al revés. La Venezuela imposible.
Viernes, 3 de julio. Los niños y yo nos despedimos
de Zureya en Orly. Se nos hace a todos un nudo en la garganta, pero nos
consuela la expectativa de reencontrarnos en unos quince días. Como los niños y
yo estamos ya de vacaciones, este año hemos querido aprovechar mejor el tiempo
que pasaremos con la familia. Los niños se ven emocionados; yo, la verdad, con
tanto en qué pensar, no tengo tiempo para asustarme. Hasta pronto, Zureya. Nos
vemos en quince días.
Y sí que debería asustarme. Nos esperan unas trece
horas de vuelo entre París, Madrid, Caracas y Maracaibo, y otras once horas de
espera repartidas en tres aeropuertos. Unos ocho mil kilómetros a recorrer en
tres aviones con tres niños y nueve maletas. Sólo de releer esta frase vuelve a
dolerme la espalda.
Ya en el avión que nos lleva a Caracas llegan las
voces de los compatriotas que empiezan a tomar asiento. Veo a alguien devolver
una sonrisa a un desconocido. Todos parecen prepararse mentalmente para las
nueve horas de encierro que nos esperan a una altitud de once mil y tantos
metros.
Nos toca ir en la cola del avión. No imagino
entonces que seremos los últimos en comer (muchas gracias, Air Europa), y me
entretengo por un rato con la conversación de una caraqueña de unos cincuenta
años. Hace mucho que no escucho el acento familiar de Caracas. Habla con
alguien desde su móvil, y dice: “Estoy montada en el avión, ¿oíste?”.
Me quedo con el ¿oíste?
Se trata de una muletilla muy común en el español de Venezuela. Pienso que se
trata de una expresión que cuestiona la capacidad de comprensión del receptor
del mensaje. La pasajera en Barajas afirma que está en el avión y ahora quiere
estar segura de que su interlocutor puede visualizarla tal y como ella se ve,
sentada en la cola de un avión que despegará una hora y media después de lo
previsto.
Venezuela es como mi vecina del avión. Somos un
pueblo inseguro y no sabemos si alguien nos escucha de verdad. Nadie nos comprende porque existe la triste posibilidad de que nadie tampoco nos escuche. A cada frase que
pronunciamos le añadimos casi invariablemente la muletilla interrogadora, el inevitable ¿oíste?
Pasan las horas. Por fin, aterrizamos. Bienvenidos a Venezuela. Salir del terminal internacional de
Maiquetía puede ser algo así como una cruzada, una verdadera guerra santa
contra los leales funcionarios de aduana e inmigración. Una imagen opaca y gigante
de Chávez rodeado de niños me recuerda que la revolución escribe otro capítulo
en la patria de Bolívar.
Mis tres niños, las nueve maletas y yo nos las
arreglamos para llegar al terminal nacional. Mi madre y Zenaida nos esperan ahí con sonrisas, abrazos y buenas ideas para despistar el hambre y
el cansancio. Esperamos horas interminables, las últimas del periplo, tomamos
el último avión, y llegamos, por fin, a Maracaibo.
Tal vez sea parte de un plan muy bien pensado, no lo sé. Por la noche o de madrugada, los
aviones de Conviasa parecen realizar la hora de vuelo entre Caracas y Maracaibo con
todas las luces apagadas. Todo el mundo duerme (no quiero pensar en lo que pasaría
si alguien quiere ir al baño) y, entonces, justo antes de aterrizar, me dejo
cautivar, como me ha ocurrido antes, por esa constelación de millones de bombillos que se aprecian en la vista aérea de la costa
oriental, el puente y Maracaibo. El lago parece un espejo. Un barco flota
dormido. Todo es mágico e irreal. Es la belleza única de nuestra tierra. Como
si no fuera suficiente, el rayo del Catatumbo baila un joropo con un diablo
suelto en la espesura de la noche negra. Es una danza sublime, misteriosa,
delirante. Gracias a esa idea algo discutible de Conviasa de apagar las luces del avión, el espectáculo
no tiene precio.
Llegamos a Maracaibo veinticuatro horas después de
haber dejado nuestra casa en Melun, situada a unos sesenta kilómetros de París.
Zureya nos llama para saludarnos y saber cómo
estamos. En Francia, es la mañana del sábado. En Venezuela, es la madrugada más
larga de mi vida.
―Todos estamos bien, ¿oíste?
Las vacaciones en Venezuela han comenzado.
*
La imagen del rayo del Catatumbo, titulada Maracaibo en la noche, es del fotógrafo
Jesús Sevillano y puede consultarse en la dirección https://medelhi.wordpress.com/category/relampago-del-catatumbo-desaparece-de-maracaibo/
Me conmovió tu relato, porque ya se sabe que el periplo es largo y casón, pero las expectativas de momentos gratos, sólo los recibirán de la familia...Afortunadamente, el amor hace milagros y de ello tendrán bastante..Bienvenidos a CASA...Cariños...
ResponderEliminarMuchos saludos y cariños, Raiza. Iremos muy pronto a Ciudad Ojeda y te avisaré antes para que podamos vernos. Un abrazo.
EliminarMe he conmovido y emocionado leyendo... Indiscutiblemente quedo a la espera y enclanchada a la lectura de los próximos 45 días de travesia.
ResponderEliminar