Imaginaciones en el casco viejo
Miércoles, 8 de julio. Visitamos el casco central de Maracaibo. En su centro de arte hay una instalación cromática del artista plástico Jesús Soto. La obra es uno de los tantos penetrables que hicieron famoso al artista guayanés fallecido en París, una creación artística que propone una libre interacción con el espectador. Los niños se divirtieron con la gama de azules y grises de aquella especie de jungla plástica, y yo aproveché para tomarles varias fotos. Recorrimos algunas galerías, compramos un recuerdo y luego salimos a la calle. Quería que los niños viesen la plaza Baralt, el corazón, en mi opinión personal, de la esencia de Maracaibo.
Me pregunto a veces por qué me seduce tanto el centro de Maracaibo. A veces pienso que no existe tanto una noción de pasado, presente o futuro sino que el tiempo se fracciona en miles de compartimientos en el que, por ejemplo, miles de versiones de nosotros mismos viven, caminan, piensan y sueñan sincronizadamente en distintas épocas, momentos y lugares. Algunos decimos que ésos son más bien los recuerdos, pero a mí se me antoja mucho más interesante decir que en alguna esfera del espacio nuestra infancia sigue desarrollando su secuencia de momentos mágicos mientras la juventud, la adultez o la vejez experimentan el mismo proceso, al unísono. Una vida en la que se vive cada instante a la vez.
Así, creo que el centro de Maracaibo reproduce en paralelo todas sus vidas desde su fundación, incluyendo a todos los que han poblado sus casas y calles en tantos momentos de su historia. A todos, incluyendo a mi padre, uno de los últimos testigos del viejo Maracaibo.
Poco antes de que mi padre falleciera, encontré en uno de sus diarios varias remembranzas suyas en las que hablaba de su abuela Fefina, a quien solía acompañar al mercado principal, y de las veces en que su familia le pedía que fuera a comprar mandocas “para el desayuno” en la casa o negocio de una tal señora Zoila. Mi padre escribió: “Estas ‘mandoquitas’ valían el equivalente a doce céntimos y medio (una locha), y su olor y sabor se podría decir que no tenían precio”.
Tal vez por eso me gusta tanto el casco viejo maracucho. Sin tener una plena conciencia, imaginé el otro día que esas esferas del tiempo de las que he hablado antes podrían abrirse y que por un instante precioso el pasado y el presente se unirían para permitirme ver a mi propio padre, niño, yendo al mercado o a buscar mandocas, y topándose, sin quererlo, con otros niños, mis hijos, sus nietos.
Magia y surrealismo puro. Imaginaciones en el casco viejo.
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En la imagen, la plaza Baralt, Maracaibo, aproximadamente
en los años cincuenta. Autor desconocido.
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