La vida en un culebrón
Martes, 7 de julio. Los niños se han adueñado del televisor de la casa, pero ya saben que a la una de la tarde el mundo se detiene para mi madre. Es la hora de su telenovela. La siguiente hora se reparte entre escenas de celos, intrigas, suspiros y lágrimas. Para mis niños se trata de una lección gratuita de español y de toda una introducción a la sociología del venezolano.
Le pregunto a Emma si comprende lo que ve y escucha. Asiente con la cabeza sin decir palabra. Ha quedado lela tras la confesión de un personaje que complicará aún más el hilo del relato. No sé si una telenovela sea un buen entretenimiento para una niña de nueve años, pero al menos sé que puede ser un excelente instrumento en el aprendizaje de un idioma. Emma llegó a Francia cuando apenas tenía tres años. Toda su vida escolar la ha pasado hasta ahora en el sistema educativo francés. Habla español, pero como una turista extranjera. Aunque mi niña nació en Maracaibo, ya me ha dicho antes que se siente francesa. Es normal, yo la comprendo. Por eso me justifico dejándola ver telenovelas. Me gustaría que mejorara su español; es algo importante para ella y también para mí.
Pero volvamos a los culebrones. Los venezolanos no decimos telenovelas sino novelas, a secas. Este género de la comunicación de masas, nuestra “literatura”, es un fenómeno cultural apenas superado en la escala del imaginario nacional por los concursos de belleza. Haría falta un riguroso estudio entre varias disciplinas de las ciencias sociales para establecer hasta qué medida las telenovelas han influido en patrones de conducta propios de los venezolanos como, por citar un ejemplo, esa ansia irremediable de embellecerse. No tenemos papel higiénico, pero sí dinero para cirugías plásticas o implantes mamarios. No es una crítica, es sólo la observación de una realidad interesante.
Sesenta años después del supuesto primer culebrón emitido por un canal de la televisión venezolana, La criada de la granja (1953), el esquema es prácticamente invariable: un amor puesto a prueba, una lucha continua de clases y un final feliz en el que la ascensión social constituye el gran premio otorgado a los protagonistas de la historia. Venezuela se mira en su propio espejo. Somos un país de millones de cenicientas modernas que sueñan con un baile en un castillo de plata y que ven evaporarse todas sus ilusiones tras las doce campanadas. Sólo nos queda el remedio de una zapatilla de cristal de la que nadie tal vez se acuerda y que no nos sirve prácticamente de nada.
Si tan sólo pudiéramos despertar…
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En la imagen, los actores Lupita Ferrer y José
Bardina, figuras legendarias de la historia de la telenovela venezolana, en una
escena de Esmeralda (1970).
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