Vargas Llosa
En las antípodas ideológicas, contrarias a un Saramago o a un García Márquez y a sus respectivos edificios literarios, se levanta la obra de un novelista ennoblecido por la monarquía española, y, sobre todo, por la fuerza de un fulgurante talento para las letras. Don Mario es el señor absoluto de su marquesado de Vargas Llosa y el responsable de joyas que, en mi opinión, son leídas y conocidas tan sólo por una minoría. La mayoría se detiene, a la hora de hablar del creador arequipeño, en sus ideas políticas, en sus posturas defensoras del liberalismo aguerrido, en todo aquello que busca asociarlo a un esnob, a un afrancesado en el mejor de los casos —y con razón, dada su remarcable entrada en la Academia Francesa en calidad de primer autor no francófono—, a una figura de folletones gracias a publicaciones como ¡Hola! o a señoras como Isabel Preysler.
Pocos son, me parece, y pese a la crítica y a las promociones editoriales de rigor, los que de verdad han podido apreciar en su justa medida obras como Conversación en La Catedral. Es una de las mejores novelas que he leído en mi vida. Vargas Llosa ha escrito otras, antes y después de ésta, y en cada una los tiempos y los personajes, las narraciones y sus pasiones, se entremezclan, se convierten en un todo, en un chorro potente de literatura y arte, de vida y luz, del que es imposible salir indemne. Los posible daños a los que hago referencia son simples formas de catalogar las consecuencias de una literatura que es única, por muy deudora que se reconozca de figuras como Faulkner o Flaubert.
Un día de 2013, en uno de los anfiteatros de la Sorbona, tuve la suerte de escuchar una conferencia magistral de Vargas Llosa. Recuerdo que su francés no era bueno, al menos en aquella ocasión, pero no me quedó la menor duda de que aquel día estuve a unos metros de uno de los grandes maestros de la literatura en lengua española.
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La caricatura es de Luis Grañena y
aparece en el número 42 de la revista Política y prosa.
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