sábado, 10 de diciembre de 2016

La magia de olvidar


Éste es un mundo sin magia. Y cuando la magia llega, por cosas del azar o del destino, tenemos que olvidarnos de ella. Es éste, quizá, uno de los mensajes de la última creación de Joanne Rowling, a quien me permito considerar una digna Borges inglesa en la cincuentena. En efecto, en su última obra, adaptada al cine por David Yates, la madre de Harry Potter nos dice que nuestro mundo no está preparado, y tal vez nunca lo estará, para la publicación de un bestiario moderno o, mejor aún, para una invasión de extrañas criaturas insólitas, fantásticas, dotadas de poderes, dones, ilusiones.

Aquí me refiero al filme Fantastic Beasts and Where to Find Them (2016). La escena final es un simple regalo visual y filosófico. Puesto que la raza humana es incapaz de convivir con la magia, una lluvia hechicera cae sobre los habitantes de la Nueva York de los años veinte para hacerles olvidar todo lo que han visto y que puede hacer revelar, peligrosamente, el secreto mundo de los magos. Mientras la lluvia cae, un grupo de encantadores, varita mágica en mano, reconstruye la metrópolis, pone en su sitio los ladrillos desparramados, reconstruye, establece de nuevo el orden… Olvidar y reparar. Dos palabras clave. A mí me gustaría vivir en un mundo mágico, y quedarme para siempre en él, pero si tan sólo pudiera, de vez en cuando, apelar a ese hechizo infalible que permite olvidar todo aquello que nos ha hecho daño, y, de paso, reparar lo que se ha destruido, ¿qué no haría?

La mente humana es un escenario en el que, según García Márquez, por obra de algún «artificio», solo los buenos actores –los buenos recuerdos– permanecen hasta el final. Ésa es otra clase de magia, claro está.

Cierro los ojos y me dejo llevar por la lluvia de Nueva York, años veinte. Entonces escucho el embrujo de la desmemoria: ¡Obliviate!

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En la imagen, del sitio IndieWire.com, el actor británico Eddie Redmayne en un fotograma de Fantastic Beasts and Where to Find Them (2016), de David Yates.

viernes, 30 de septiembre de 2016

Venezuela en Montereau





Este año, con mis alumnos de Terminal (equivalente al último año de bachillerato), he decidido trabajar con el espinoso e inagotable tema de la situación política en Venezuela. Comenzamos estudiando un artículo de prensa sobre la simbólica manifestación del 1 de septiembre de 2016, seguimos con otro documento que evoca las claves de la crisis social del país y terminamos con una foto tomada por un anónimo en un hospital del estado Anzoátegui en el que se aprecia a seis recién nacidos durmiendo en improvisadas cunas de cartón. En el país con las mayores reservas de petróleo del mundo los niños duermen su primera siesta como si fueran objetos olvidados en un trastero. El futuro de Venezuela duerme en cajas de cartón.

Tocamos, cómo no, el tema de la escasez y de la inflación, la más astronómica del mundo, y presentamos a los personajes del culebrón más largo del país: desde Nicolás Maduro y Leopoldo López sin olvidar a Lilian Tintori y Diosdado Cabello.

Hoy, esta tarde, para trabajar la construcción sintáctica de una frase hipotética, que incluye una condición, decidimos completar dos frases. La primera: «Si fuera venezolano o venezolana...»; la segunda: «Si estuviera en Venezuela...». Con respecto al primer enunciado, el sentido común de una alumna dejó escapar una frase como «me iría del país». Con respecto a la segunda sentencia, no pude evitar una sonrisa, amplia y sincera, ante la expresión ya completada en un español simple, pero contundente: «Si estuviera en Venezuela, me presentaría como candidato para ser el nuevo presidente del país, y traería dinero para cambiar la situación».

Apártate, Nicolás. Tu reemplazo ya está aquí, en Montereau, a unos 90 kilómetros de París.
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La imagen, del fotógrafo venezolano Andrés Kerese, fue tomada durante una jornada de validación de firmas para el referendo revocatorio contra Nicolás Maduro, en Higuerote, estado Miranda, el 23 de junio de 2016.

domingo, 28 de agosto de 2016

Natalie, los franceses y nosotros




Esta semana leí en el portal de noticias MSN que la actriz estadounidense Natalie Portman se mudó de París a Los Ángeles por sentirse incapaz de comprender y de integrarse a la sociedad francesa. Más aún, no dudó, según esta información que merece el maleficio de las dudas naturales, en caer en el eterno cliché que dice que «los franceses son fríos e insoportables».

Después leí un fragmento del libro Dieu voyage toujours incognito (la traducción española lleva por título un inexplicable No me iré sin decirte adónde voy), del escritor francés Laurent Gounelle, en el cual aprendo que los seres humanos actúan de conformidad con los gestos y códigos que se expresan mutuamente. Es decir, y en teoría, si pretendo que cada día la gente me sonría, sea amable y considerada conmigo, yo mismo tengo que actuar de ese modo. Por otro lado, si soy alguien cabizbajo, pesimista, negativo o de mal temperamento, veré el resto del mundo según los cristales de esa visión turbia de las cosas.

Si creemos en esto, podríamos atrevernos a decir que el resto de los mortales, tal y como lo ha hecho nuestra espléndida Natalie (a quien le podemos perdonar casi todo gracias a sus mágicas películas), reflejan en los franceses sus propios prejuicios y actitudes negativas. De este modo, si vamos a París, podemos actuar con cierta frialdad y hermetismo puesto que estamos convencidos de que nadie nos sonreirá ni se mostrará amable u hospitalario. Pero, tal vez, si hacemos la prueba, y desde que llegamos saludamos al vendedor de periódicos con un sonoro bonjour y una sincera sonrisa de oreja a oreja, veremos la diferencia. No pretendo con esto que hay que sobreactuar una alegría que no se siente, pero sí creo, como lo dice Laurent Gounelle, que nuestro mundo es el espejo de nosotros mismos.

Así que, Natalie, regresa a París, olvídate de Los Ángeles y comienza de cero. La vida es eso: un eterno empezar, una y mil veces.
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En la imagen, la actriz Natalie Portman en un fotograma de la película Black Swan (2010), del realizador Darren Aronofsky.

lunes, 27 de junio de 2016

Los fantasmas del ‘Titanic’



 

Me he preguntado muchas veces por qué la película Titanic, del realizador James Cameron, obtuvo un éxito tan fulgurante hace casi veinte años. Sin duda, la música y sobre todo los efectos especiales tuvieron mucho que ver. Dos décadas después, con tantos adelantos y artificios que vemos en este mundo cinéfilo que navega en la tercera dimensión visual, la imagen del enorme trasatlántico hundiéndose en la helada negrura de aquella noche de abril de 1912 todavía resulta apabullante. Pero ahora creo que la magia de los efectos visuales y sonoros es lo de menos en esta historia. Lo que cuenta, en realidad, es el relato de un amor puro y apasionado que sólo duró lo que duran dos días con sus mágicas puestas de sol.

 

La historia de Jack y Rose es la clásica aventura de los amores contrariados. Si las diferencias sociales alejaban en la realidad a un vagabundo que ganó su entrada en el barco gracias a una partida de naipes y a una respingada jovencita destinada a un matrimonio fastuoso y miserable a la vez, las esperanzas de una vida que se soñaba plena de dichas y amaneceres sin fin se estrellaron contra la tragedia de un iceberg avistado demasiado tarde y el hundimiento de la embarcación. 

 

En la vida real, a veces las cosas pueden ser iguales. Un amor verdadero puede durar dos días o 16 o 50 años. Y, de repente, llega el naufragio. Y el hundimiento. Y crees que saldrás a flote, y sí, lo haces, pero en otra vida, en un mundo de sueños en el que finalmente comprendes que ese amor sigue siendo eterno. Por eso la escena final de Titanic es tan sobrecogedora. Una Rose anciana duerme o exhala el último suspiro mientras una brisa del Atlántico la conduce por el mar y la sumerge hasta llevarla al baile de gala que prosigue su música sin fin, sin parar. Y ahí está un Jack de pie, muy contento, con los ojos brillantes, esperando por siglos a la Rose de su vida, a quien le da la mano y la conduce por la amplia escalera, y le da un beso sonoro y hermoso que todos festejan con gritos de alegría y aplausos. Es éste el verdadero gancho de la historia que hizo de James Cameron uno de los cineastas más ricachones del mundo.

 

Y es que tal vez algunos amores sean así.  Porque a la final se trata de dos almas que se aman, y cuyo amor es sepultado en el océano durante décadas hasta que un día revive en una danza que durará por todas las eternidades, y en la que esas dos almas bailarán hasta un final que no existe, reunidas y reencontradas para siempre en una felicidad libre de lágrimas.

 

Serán, entonces, como dos fantasmas liberados para siempre de cualquier naufragio. Fantasmas felices, ligeros, sin cargas, sin dolores. Como los benditos fantasmas del Titanic.




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En la imagen, los actores Leonardo DiCaprio y Kate Winslet en la escena final del filme Titanic (1997), de James Cameron.

martes, 26 de enero de 2016

Sueños y genios





Creo que el cansancio me está haciendo soñar verdaderos disparates. Una de estas noches me pareció encontrarme en una especie de cine flotante. Había una pantalla gigantesca en la que se proyectaba un episodio de la serie I Dream of Jeannie. La imagen se veía perfecta, depurada, con los colores muy nítidos. Me desperté aún más cansado de lo que estaba cuando me quedé dormido, y por un momento me pregunté por qué había tenido aquel sueño. Me pregunté si este año me encontraré con alguna lámpara mágica, y si habrá dentro algún genio dispuesto a concederme un deseo. Me pregunté, entonces, cuáles serían mis deseos, si los tuviera, y me di cuenta de que lo mejor es siempre trabajar por lo que uno quiere, por los sueños verdaderos, aunque a veces no se pueda dormir y se sueñen locuras de genios disfrazados de actrices de los años sesenta en la pantalla de un cine flotante.

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En la imagen, extraída del sitio TheMotionPictures.net, la actriz estadounidense Barbara Eden en un episodio de la serie I Dream of Jeannie (Mi bella genio en español).