jueves, 19 de diciembre de 2019

La valiente señora McDaniel


Si hay algo que aplaudir 80 años después del estreno de la grandiosa Lo que el viento se llevó, del realizador Victor Fleming, es el Oscar a la mejor actriz de reparto concedido a la actriz afroamericana Hattie McDaniel o, mejor todavía, el discurso que ella pronunció en febrero de 1940. Llenas de una conmovedora gratitud y humildad, las palabras de la señora McDaniel —que en el filme interpreta a la inolvidable esclava Mammy— deberían recordarse como un valiente manifiesto contra todos los muros, los odios, las diferencias y las fobias que durante siglos se han levantado aquí y allá, algunas veces por obra de las creencias religiosas, otras por los patrones que rigen el deber-ser o el las-cosas-tienen-que-ser-así. 

En vida, la señora McDaniel fue criticada por la comunidad afroamericana por contribuir a incrementar, con sus papeles como actriz, el estigma de inferioridad de la raza negra. Tras su muerte, sin embargo, las crueles políticas de segregación de su época impidieron que su última voluntad —ser enterrada en el Hollywood Cemetery— fuese respetada. ¡Así iba (y va a veces, todavía) el mundo!

Como es cierto eso de que una imagen vale más de mil palabras, aquí comparto el discurso de la señora McDaniel, mi heroína de esta semana, la primera actriz de color en recibir el premio más prestigioso de la industria del cine estadounidense.


Necesitamos más señoras McDaniel en este mundo.

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La actriz Hattie McDaniel (1895-1952) en una imagen del sitio web The Movie DB.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Reír de pie



Se acaba 2019. Un pétalo menos en la margarita de la vida o más bien nuevas lecciones para memorizar en nuestro propio camino en el que de todo se aprende algo. Cada enfoque es válido. A mí, desde hace un tiempo, las series de televisión me subyugan y hasta me ruborizan cuando, por ejemplo, un colega de trabajo me dice que en su casa no tiene ni Netflix ni tele ni nada. Sólo libros. ¡Qué (sana) envidia me da! Los libros y yo también tenemos nuestro propio idilio, pero —y cuánto me pesa este «pero»— no puedo negar que soy un auténtico incondicional de algunas series producidas por ese ingenio audiovisual que actualmente vive una cuarta o quinta edad de oro, no lo sé, y del que me he propuesto inventarme cada dos por tres una nueva moraleja. No sabría por dónde empezar. Que si Chernóbil o The Crown y hasta Games of Thrones, cuya última temporada, aquí en Francia, se convirtió en todo un suceso alimentado por las revistas y números especiales de una decena de publicaciones vendidas como pan caliente en los quioscos. Así, sin más, la saga de los Targaryen fue una excusa más que válida para filosofar, discutir sobre los reveses del poder y del amor, hacer apuestas sobre quién sobreviviría a la sucesión previsible de muertes al mejor estilo de los Diez negritos de Agatha Christie. Escribo todo esto, y no me lo creo.

No obstante, si tuviera que decidirme por una serie, una sola, aquí va mi recomendación: The Marvelous Mrs. Maisel. Qué maravilla de historia. Aquí, una imbatible Miriam Maisel, interpretada por la estupenda actriz Rachel Brosnahan, nos regala el mejor premio de la vida: vivirla con humor, aunque el mundo se te venga encima. La señora Maisel es una neoyorquina de familia acomodada y judía —el padre es un matemático que enseña en Columbia; la madre, una auténtica bon vivant—, con dos hijos y un marido que se arrepiente demasiado tarde de haberla dejado por otra. Pero ella se confabula contra su destino y lo combate con sus mejores armas, el humor que pone a prueba en el difícil mundo de los monólogos de comedia o, mejor dicho, la stand-up comedy. La señora Maisel se ha venido conmigo en algunos eternos viajes en tren desde París a Montereau, donde trabajo desde hace unos cuatro años, y me ha enseñado con inteligencia que el diálogo consigo mismo, repleto de risas, de relativizarlo todo y de darse cuenta de que nada es tan importante después-de-todo, es la armazón de nuestra vida, que puede dejar de ser un drama cuando así nos lo proponemos y, sí, una eterna comedia. ¡Gracias, señora Maisel!

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La actriz Rachel Brosnahan en una imagen de la serie The Marvelous Mrs. Maisel (Amazon Prime, 2017-2019). La foto es del sitio Première.

Los regalos de la memoria

Ya lo hemos escuchado antes, pero hoy lo confirmé: es verdad, aquéllos que seguimos amando con toda nuestra alma, y que ya se han ido, siguen estando con nosotros. La técnica que pude poner en práctica esta mañana, para realizar semejante posibilidad, me permitió volver en el tiempo a una de esas tantas vacaciones que pasé con mis abuelos en Caracas. Para lograrlo, sólo tuve que cerrar los ojos y dejarme llevar por la corriente de los recuerdos, que es como un río caudaloso en el que una vez te conviertes en su náufrago no te deja más remedio que continuar su cauce implacable y eterno.

Era de mañana, la luz entraba a raudales por la ventana de la cocina. Ahora no sé si era por el sol o por la luminosa presencia de mi abuela, que estaba ahí, atareada, preparando el desayuno, sonriendo. De alguna parte salió mi madre, y la vi llenar de abrazos y besos a mi abuela. Fue un momento fugaz, en el que mi abuela sonreía entre divertida e incómoda. Vi los hermosos ojos de mi abuela, llenos también de luz, brillantes, felices. Y de repente me encontré en los brazos de mi abuelo Pancho. En esa imagen en la que me vi debía tener no más de cinco años, pero todo se veía tan claro, tan cercano. La barba de mi abuelo me provocaba cosquillas; su perfume de menta me infundía respeto y también me daban ganas de estornudar. Fue una de esas tantas mañanas perdidas en el tiempo, en un tiempo que nunca volverá excepto cuando me decida a cerrar los ojos y el río de la memoria vuelva a aparecer y me inunda con sus corrientes de recuerdos.

Fue algo que no pedí, en realidad, pero en estos días en los que pensamos en comprar y recibir regalos, vale la pena detenerse unos instantes para descubrir una ínfima magia del pasado que dejamos atrás y que sólo regresará en ocasiones muy contadas, entre los despojos que nos dejan las horas de un sueño profundo.

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Mi abuela Emma y yo, mayo de 1977.