sábado, 11 de enero de 2020

Diez panes franceses y una botella de Coca-Cola


Para algunos, el padre es un héroe, un ángel. Para otros, representa la imagen de un monstruo. Para mí, fue un hombre ante todo muy humano, muy sencillo, sin ningún tipo de complejos para mostrarse ante todos con sus defectos y cualidades. Tal fue mi padre. Fue el segundo de su familia en llevar el sonoro nombre de Rómulo. Si hoy estuviera con nosotros, estaría cumpliendo en este día, exactamente, ochenta años.

Mi padre nació en el Maracaibo de 1940. En aquel Maracaibo sepultado por el tiempo y las desafortunadas remodelaciones urbanas de las últimas décadas que fueron dejando al centro histórico en una sombra desvaída de lo que fue alguna vez. En agosto de 2009, poco antes de nuestro viaje a Francia, le dije que saliéramos a caminar por aquellas calles que terminaban en el antiguo mercado y que se perdían en la siempre espléndida Botica Nueva. Todo era irreconocible, pero ahí seguía estando todo, en los recuerdos, en las imágenes que persistían en la memoria. A mi padre le gustaba Maracaibo, le gustaba recordar.

Viví muchos años con el anhelo inconsciente de complacerlo, de demostrarle que yo era lo que él siempre había esperado de mí. Fue una lucha titánica que a la larga terminé perdiendo. Si hubiese tenido el valor, y si hubiese podido, se lo habría dicho, susurrándoselo al oído en aquella mañana soleada en que sus ojos se fueron apagando poco a poco, irremisiblemente, hasta hundirse en un túnel larguísimo, sin final.

Ahora sólo me quedan algunos recuerdos. Más recuerdos. Los muchos mediodías en que mi padre llegaba con diez panes franceses, el periódico y la botella de Coca-Cola. Los panes franceses que terminaban convirtiéndose en los eternos sándwiches con queso palmita de la cena. Y, por supuesto, los crucigramas. Palabras verticales, horizontales; definiciones que encontrar, algunas más complicadas que otras. El diccionario convertido en una pasión lúdica. Papel y bolígrafo. Y las largas tardes de Maracaibo repitiéndose en el silencio de las muchas horas en las que hubiese querido seguir hablando contigo, escuchándote, escuchándome, disfrutando cada instante de un tiempo perfecto que tal vez volverá algún día.

Feliz cumpleaños, papá.