domingo, 26 de abril de 2020

Flores en el ático. Días 41-42


Se me ocurre que después del confinamiento la gente seguirá saliendo a los balcones para aplaudir, pero esta vez al noble gremio de la peluquería. Los memes y chistes virales acerca de las melenas que nos crecen por estos días ya empiezan a rozar el humor negro. El confinamiento nos ha obligado a renunciar no sólo a la libertad sino también a ese placer tan humano que te brinda el que te laven y corten el pelo. Después de la cuarentena, no seremos los mismos —así nos lo han dicho—, veremos el mundo con nuevos ojos y el sonido de las tijeras sobre nuestra cabeza será como una música arcangélica, triunfal, victoriosa.

Mientras, seguimos —sigamos— adelante, con la cabeza en alto. Hoy me decidí por hacer unas arepas, una versión light de la famosa reina «pepiada». Mi amiga Henmy, desde Bélgica, que tiene el don de elevar la gastronomía criolla a un nivel prodigioso, me dictó la receta, me dio varios consejos, se alegró con las fotos del proceso que le íbamos enviando. Cuando servimos la mesa, con las arepas redonditas y amarillas, los aguacates y el pollo guisado, me sentí más venezolano que nunca. Pero cuando probé la primera arepa vi en la cara de los niños la explicación que estaba buscando en alguna parte: «Papá, las arepas saben a plastilina».

Fui a la cocina y busqué el paquete de harina de maíz. Fecha de vencimiento: ¡mayo de 2019! No me atreví a darle a nadie el anuncio para que la digestión de todo el mundo transcurriera sin estrés. La tarde pasó sin problemas. Ya sé que no podré hacer más arepas con la harina que me sobró —la mitad del paquete—; lo importante es que todo el mundo está sano y salvo. Lo último que nos falta es una intoxicación en tiempos de peste china.

Sigamos —seguimos— adelante.


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La foto fue publicada en el sitio web LKBitronic.com.

viernes, 24 de abril de 2020

Flores en el ático. Día 40


Y llegamos al día cuarenta, señoras y señores. La cuarentena de la cuarentena. No sé si estoy en lo correcto, pero mis cálculos me hacen pensar que en Francia se comenzó oficialmente el confinamiento el lunes 16 de marzo. Desde entonces, no he vuelto a mi trabajo. No he vuelto a montarme en un autobús o en un tren. Las salidas son imprescindibles y cronometradas. No quiero que se me caiga (más) el pelo si un policía me dice que llevo más tiempo del aceptado fuera de mi casa porque, de ser así, me tocaría pagar una multa que va de los 150 a más de 300 euros.

Varios vecinos salen a sus balcones, puntuales, cada tarde a las ocho. Aplauden, en principio, al llamado personal médico y sanitario. Pero yo creo que buena parte de esos aplausos quieren reflejar una necesidad de decir «presente, aquí estamos», «sigamos aplaudiendo porque necesitamos más ánimo».

El principio del fin del confinamiento ha sido anunciado para el 11 de mayo. Los líderes del Gobierno francés han tratado de explicar «pedagógicamente» que será un desconfinamiento llevado a cabo por partes o periodos en los que, se supone, los primeros en ir a la escuela serán los niños de la guardería y la educación primaria. Medio mundo se pregunta cómo es posible que sí se pretenda abrir las escuelas y al mismo tiempo mantener cerrados los bares y los cines.

Los restaurantes de comida rápida, no obstante, empezaron a abrir. El Domino’s más cercano me envió un correo electrónico anunciándome que ya es posible hacer nuevos pedidos. No me lo pensé dos veces. Pedimos nuestras pizzas en el sitio web y las fuimos a buscar unos 20 minutos después. Pero ahora, comiendo en casa desde hace más de cuarenta días, sin probar un bocado de la gastronomía chatarra, me he dado cuenta de que digerir una pizza, aún al mediodía, se ha convertido en un nuevo desafío.

Cosas de la cuarentena de la cuarentena, sin duda.



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La imagen fue publicada en el sitio web VirginRadio.fr.

jueves, 23 de abril de 2020

Flores en el ático. Días 16-39


Los días han ido pasando casi sin que nos demos cuenta. Los «mardingos» y los «miernes» se extienden, se alargan, se parecen, se multiplican. Los últimos días de marzo desembocaron en la primera semana de abril con más sol que nunca. Y ya estamos casi en mayo. El tiempo desfila desde nuestro balcón. ¿Qué es el tiempo?

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No me puedo quitar de la cabeza la teoría de que la peste china fue fabricada en un laboratorio, de que hay intereses poderosos de por medio, de que somos los peones en el gran ajedrez del mundo: los mismos de siempre, los que observan y callan.

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Ha habido momentos en los que me digo para qué llevar un registro de estos días de encierro, sobre todo cuando leo las crónicas que se escriben desde las diferentes prisiones a domicilio. Uno de esos diarios de confinamiento que más me gusta es el de la señora Maruja Torres (El País), una periodista y escritora que me ha dejado una de las enseñanzas más sabias y que menos he sabido aplicar: «Más másteres te da la vida». ¿Para qué afanarse por tantos diplomas si son los días que vivimos la mejor lección que se nos dará jamás?

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Uno de estos días le dije a Samuel que desde hace unos pocos años he pensado que la vida —hablando de nuevo de la vida— se parece mucho a un museo. A un museo gigante como el Louvre o el Prado, lleno de salas y pasillos y galerías con cuadros de todos los tamaños, escuelas, motivos. A veces se nos ocurre detenernos a mirar un solo cuadro o dos, y ahí nos quedamos, de pie, mirando y remirando el lienzo que nos ha atrapado. Entonces nos convertimos en «expertos» de esa obra; conocemos cada detalle, comprendemos la técnica empleada, profundizamos en el análisis de la escena que tenemos delante. Entendemos, así, que esa pintura elegida, o que nos ha elegido, es el museo, la ventana del universo. Comparo a esos visitadores con los fanáticos de una idea única, con aquellos que explican la belleza de la vida con una idea simple, un plan divino, una filosofía redentora de todos los suplicios. Un día, si tenemos suerte, decidimos seguir avanzando en el gran museo del mundo. Caminamos y caminamos. Miramos más cuadros, los comparamos unos con otros. Ya no somos expertos, sólo amateurs, aficionados de todo y de nada, un poco más espabilados tal vez. Y quizás un tanto más felices también.

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Y ya que estoy con ocurrencias de este tipo, aquí va otra:

En una ocasión, en una carretera departamental del norte de la Borgoña, se me ocurrió que había llegado el momento de comenzar a disertar sobre la vida y la muerte. Es cierto que una disertación hace referencia a un razonamiento que, según el Diccionario, es llevado a cabo «detenida y metódicamente». Pero creo que en aquellos treinta minutos que duró la exposición mental de mis ideas no logré madurarlas ni de una ni de otra forma. Todo había empezado con una serie de televisión que había visto hacía un año y medio aproximadamente. La historia narra las peripecias de una familia singular cuyas vidas son condicionadas por la omnipresencia de la muerte. Desde la mañana hasta el final del día, cada objeto que les rodea, cada experiencia que viven, es un presagio de la suerte que les tocará a ellos y a nosotros, a todo el mundo, por supuesto. Pero el último episodio de esa teleserie en cuestión es un sublime canto a la vida, a su alegría, a ese chorro continuo de anécdotas, sensaciones, tristezas, miserias, dramas y triunfos que representan las más de seiscientas mil horas que podría durar la existencia media de cualquier ser humano. Entonces, una noche, tuve un sueño. En el sueño vi una imagen lúgubre, una especie de sombra asustada de todo, aun de sí misma. Se trataba de la Muerte. La Muerte apuntaba con su dedo descarnado a otra imagen, una brillante, rutilante, coronada con una guirnalda de flores, la expresión de una criatura fantástica llena de los más nobles sentimientos. Aquella imagen era la Vida. La Muerte apuntaba con su dedo a la Vida como queriendo decir: «Vivimos la existencia creyendo que el final es la muerte. Nos consolamos con la idea de una vida eterna si somos creyentes o vivimos según la fe. Pero, en realidad, el fin no es la muerte, es la vida: ¡esta vida! Yo, la Muerte, señalo a la Vida como la verdadera responsable de una existencia plena y provechosa». Fue en ese instante cuando descubrí que es posible conducir la vida miserablemente, tratando de autocomplacerse con la idea de un final que, en el mejor de los casos, podrá conducir a una eternidad supuesta, mientras que existe la posibilidad de disfrutar a plenitud de sus días sabiendo que el fin de todo reside en la alegría de vivir. Vaya diferencia. Estas imágenes, estas ideas, me han perseguido desde entonces. Incluso creí que podría ser capaz de ponerla sobre un lienzo, de representarla a través de la pintura. La pintura es un arte noble que logra la inmortalidad de un instante. Un pasaje musical nace, se convierte en una fuente de luz y de magia, pero se evapora, se esfuma irremediablemente. Hay que volverlo a interpretar o a escuchar para repetir ese instante único capaz de depararnos las más diversas sensaciones a cada instante. Algo parecido ocurre con la literatura. Los libros se abren y una página nos ofrece una ventana a un mundo nuevo. Pero esa ventana se cierra y se abre otra en la página siguiente. Todo ese cosmos de ventanas se cierra al final del libro, y para volver a abrirlas se precisa reiniciar la lectura desde el principio. Pero con la pintura ocurre lo que pasa con la fotografía. El momento clave queda inmortalizado, retratado a perpetuidad sobre un papel o una tela. Es necesario proteger del paso del tiempo semejante fruto del ingenio, pero creo que después de todo es ahí donde reside la vacuidad de la vida o la desconcertante idea de que el destino final es la muerte. Nos resulta imposible vivir en una pintura eterna. Nuestra vida es más bien como un libro que se acaba demasiado pronto. Es por eso que la Vida, esa imagen de luz que me pide a gritos que la pinte, que la ponga sobre un lienzo, me dice también que ha llegado la hora de disfrutarla sin ambages, simplemente, con algunas dosis diarias de belleza y poesía. Y es lo que haré.

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Que tampoco hay que ser tan pesados y dejarse la vida pensando tanto. Hay que ser como Pepita, nuestra gata birmana, que se pasa la mitad del día durmiendo en su canasta y la otra mitad en nuestro huerto portátil. Con sus guantes blancos y el zafiro de sus ojos entreabiertos. Condenada a vivir encerrada en unos cuantos metros cuadrados. Y ella feliz, como si nada.



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En la foto, nuestra Pepita, ejemplo de una vida feliz en tiempos de confinamiento.

jueves, 9 de abril de 2020

Flores en el ático. Día 15


Un redactor anónimo de la enciclopedia virtual Wikipedia narra una de las escenas finales de la película Disney La espada en la piedra (1963), en la que Merlín reta a la bruja Mim a «un duelo de magia para salvar a Arturo y demostrarle que la magia blanca es la mejor». El búho Arquímedes «explica que un duelo de magia es cuando dos magos se convierten en diferentes cosas y se intentan destruir el uno al otro».

La victoria del duelo, como muchos recordarán, es para Merlín, cuya idea genial de transformarse en un microbio (el «malagriptacopterosis») termina convirtiéndose más bien en un virus letal que produce manchas en la piel de Mim, «fiebres, estornudos y escalofríos», según el articulista citado.

Un virus no es un microbio y mucho menos una bacteria. Ya, de tanto leerlo, todos tenemos casi un diplomado en virología. «Un virus es una molécula de proteína, recubierta de una capa de grasa, capaz de cambiar el código genético de las células de las mucosas ocular, nasal o bucal para convertirlas en células agresoras y multiplicadoras». Esta definición me llegó en una de las tantas cadenas y memes que proliferan en estos días como otro virus; así es como nos estamos formando en el diplomado.

La magia blanca de Merlín gana la batalla final. El bien contra el mal. Si todos conocemos el final, ¿para qué preocuparnos tanto?


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Un fotograma de La espada en la piedra (1963), de Wolfgang Reitherman.

Flores en el ático. Día 14


Todas las tardes, a las ocho, los balcones se transforman en balcones de teatro de ópera. Decenas de vecinos salen para aplaudir, en principio, a todo el personal médico y sanitario, desde los sabios del Instituto Pasteur y de los laboratorios que buscan día y noche la cura de la nueva peste hasta los camilleros que se juegan la vida en las trincheras de esta suerte de tercera guerra mundial.

A ellos, y también a los que deben salir a trabajar en las condiciones actuales, dedico de nuevo mi gratitud sincera. Creo que ya lo hice antes, pero creo también que una vez ni varias veces son suficientes. Uno de estos días, tuve que salir a hacer algunas compras y la cajera que me atendió en el supermercado parecía salida de un quirófano: iba con guantes, bata quirúrgica, visera de protección, mascarilla. La frente, emparamada de sudor, se le pegaba a la visera. Se veía agobiada, muerta de cansancio. Le deseé las buenas tardes y le dije que tuviera ánimo. Sólo levantó los hombros y me dio las gracias.

A las ocho, hoy, aplaudiré precisamente por esa valiente cajera.



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La fotografía es de Gabriel Bouys (AFP).

Flores en el ático. Día 13


Como los días se parecen todos, la semana se ha convertido en una única jornada dividida en nuevas formas de distribuir el tiempo que bien podrían admitir combinaciones tales como el «lúbado» o el «mardingo» (esta última posibilidad podría resultarle chocante a más de un corazón sensible).

Antes, cuando llegaba el domingo por la tarde, sabíamos que la semana comenzaría en cuestión de horas, que el lunes sería el primer paso de la empinada cuesta de los próximos siete días. Luego llegaba el miércoles y sentíamos que el fin de semana estaba cerca y lejos a la vez. Según el caso, estas inquietudes podían convertirse en un dilema metafísico. Pero cuando llegaba el viernes por la noche, todo cambiaba: algunas horas de distensión, une buena serie en Netflix, casi siempre una pizza humeante frente al televisor…

Todo eso es, por ahora, cosa del pasado. Los «lúbados», los «mardingos», los «viércoles» son las apelaciones de estos largos días que pasan para nosotros, invictas flores en el ático.



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La foto, de Getty Images, ilustra un artículo de BBC Mundo titulado «La curiosa historia de cómo el sábado y el domingo se convirtieron en ‘fin de semana’». Tal vez resulte interesante leerlo.

Flores en el ático. Día 12


En España los llaman ahora «balconazis». Son los miembros de una nueva especie o variación de la guardia montada en estos tiempos de peste china. Son vecinos que lanzan gritos y hasta ofensas desde los balcones a quienes se les ocurra salir de sus casas y romper las filas del confinamiento.

Los «balconazis» de nuestro edificio son un tanto más tolerantes. Los padres pueden jugar con sus niños, sí, pero a ciertas horas, sin pelotas o bicicletas, aunque ya esto último nadie lo respete. La primavera ha llegado con todo el esplendor que pueden dar los días con sol y cielos azules.

Los pájaros empiezan a cantar. Y un «balconazi» comienza de nuevo a gritar…



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La fotografía es de iStock.

miércoles, 1 de abril de 2020

Flores en el ático. Día 11


Se nos ha dicho que la lectura debería ser una de las mejores inversiones de tiempo en estos días. La verdad es que entre mis «teleclases» de español y la montaña de actividades que mis hijos deben realizar, sin olvidar pasar la aspiradora —gracias, Lucky, te queremos—, es poco el tiempo que me queda para leer.

Pero si se quiere, se puede. El artículo «¿Regreso al Medioevo?», publicado en El País el 15 de marzo de 2020 por Mario Vargas Llosa, es uno de esos magníficos textos que me ha acompañado en este tiempo. La frase final ofrece una explicación propia del nobel peruano acerca de los efectos de la pandemia: «El terror a la peste es, simplemente, el miedo a la muerte que nos acompañará siempre como una sombra».

Nos encerramos para evitar la propagación del virus, cierto. Nos encerramos porque procuramos que la vida se extienda lo más posible. Todos sabemos que un día u otro moriremos. Vivimos con ese miedo a la muerte, y es ese miedo el que justifica nuestras acciones y decisiones en nuestra búsqueda de un sentido, de un propósito, de un carpe diem infinito.


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El escritor Mario Vargas Llosa en una fotografía publicada en La République des livres.

Flores en el ático. Día 10


Lucky nos da el derecho de tener dos paseos diarios muy cortos. El que más me gusta es el de la noche: las calles desiertas, una que otra ventana iluminada. Son cinco minutos en una ciudad fantasma. Ni un ruido de ollas que se friegan o de risas en el balcón. Aún hace frío por las noches.

Recuerdo el episodio de una serie que, desafortunadamente, no he podido ver completa: The Twilight Zone o La dimensión desconocida, como la conocimos en Venezuela. Una búsqueda rápida en Google me dice que estoy haciendo referencia a la serie de los años ochenta, y que el episodio en cuestión se titula, en inglés, «A Little Peace and Quiet», que quizá podría traducirse por un «Un poco de paz y calma». En la historia, una mujer encuentra un amuleto capaz de detener el tiempo. Nadie se mueve, todo el mundo está quieto, inmóvil, sin pestañear.

Así parece haber quedado nuestro mundo. Pero me equivoco. Alguien abre una puerta y sale a la calle con la excusa de sacar la basura. En realidad, es para fumarse un cigarro. Son más de las diez de la noche. El tiempo sigue avanzando.

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La actriz Melinda Dillon en el episodio «A Little Peace and Quiet» (1985), realizado por Wes Craven, de la serie The Twilight Zone.