martes, 11 de abril de 2017

Don Quijano y Míster White



Cuando terminé de ver el último episodio de ese pedazo de obra de arte convertido en serie de televisión que fue y será siempre Breaking Bad (2008-2013), no pude dejar de reconocer los numerosos paralelismos que existen entre esta creación del guionista y realizador Vince Gilligan con la mayor expresión de nuestras letras hispánicas, el Quijote (1605-1615), de Miguel de Cervantes.

Pero una búsqueda rápida en Google me hizo ver que no era el primero en darse cuenta de una comparación que, aunque evidente, es susceptible de terminar en una sarta de despropósitos o disparates. El periodista y escritor Antonio Valderrama Vidal afirma, en su artículo «Hidalgos, escuderos y blue meth», dividido en dos partes y publicado en el portal de la revista Negra Tinta, lo siguiente, refiriéndose al hidalgo Alonso Quijano y al profesor de química Walter White:

«Ninguno de los dos tiene el control sobre sus destinos, y ambos desean proyectarse fuera de los límites de sus respectivas realidades. Uno quiere librar al mundo de la maldad y el sufrimiento, cumpliendo con la condición de caballero que él siente como suya por derecho de sangre y linaje; el otro anhela expandir su talento, disfrutar de los réditos de su propio triunfo, no pedirle nada a nadie y decidir el rumbo de su universo particular, satisfaciendo el impetuoso deseo que reclama todo esto como suyo en pago por su brillantez intelectual: ahí reside el idealismo del que tanto uno como otro parten. La ensoñación comienza a materializarse mediante la asunción de identidades paralelas, de máscaras. Alonso Quijano y Walter White necesitan identificarse, ante sí mismos y ante el mundo, con un alter ego tras el que ocultar su miedo −terror humano al cambio, a la transgresión, pavor a lo que hay más allá de la placentera oscuridad de las sábanas− y con el que despojarse de toda vacilación: nacen así Don Quijote y Heisenberg».

Desearía repetir esta frase sugerente y esencial de lo que yo mismo había pensado: «La ensoñación comienza a materializarse mediante la asunción de identidades paralelas, de máscaras». Damos por sentado que Alonso Quijano asume la máscara del caballero andante y se disfraza en consecuencia para llevar a cabo sus andanzas. Walter White se transforma en el terror de Nuevo México con su negocio de una metanfetamina de fórmula perfecta. Ambos se despojan, se supone, de lo que habían sido con anterioridad. Sin embargo, es posible creer que el proceso haya sido justamente inverso a lo que vemos a primera vista. Es decir, cabría preguntarse si don Quijano no habría sido en realidad toda su vida un caballero andante reprimido por los corsés de la sociedad de su tiempo, en la que ocupar su verdadero yo sería mal visto por su anacronismo o por su flagrante inutilidad. La historia, entonces, podría leerse al revés. No es un hidalgo el que se disfraza y se esfuerza en vivir las aventuras de un héroe de libros de caballerías; en realidad, se trata de un caballero andante fuera de su tiempo obligado a vivir como un hidalgo sin pena ni gloria. Lo mismo podría decirse del gris y apocado Míster White: toda su vida fue el brillante y temible Heisenberg, con un pulso de hierro –cierto, dormido− para planificar una red de producción y distribución de droga sin precedentes en esa nueva recreación de La Mancha, el Nuevo México de Breaking Bad, como bien observa Valderrama Vidal. El destino habría, pues, obligado a un genio de la química puesto al servicio del crimen a vivir la vida mediocre de un profesor de instituto. Ese mismo destino, no obstante, le dio la oportunidad de ser lo que siempre había sido a partir de su quincuagésimo aniversario.


En el quinto capítulo del Quijote de 1605, don Alonso Quijano le espeta a su vecino, el labrador Pedro Alonso: «Yo sé quién soy». Es en este juego de la búsqueda existencial más importante –saber quiénes somos en realidad– que se han edificado estas dos obras destinadas, fundamentalmente, al entretenimiento del gran público. La ilusión reside en la supuesta creencia de que Alonso Quijano y Walter White jugaron a desempeñar un papel oculto tras sus máscaras. La realidad, desde mi punto de vista, es que ambos se quitaron los antifaces para decidirse a vivir su verdadero yo sometiéndose a todos los riesgos posibles, desde la locura hasta la muerte. Es ésta, en suma, la tragedia a la que ambos sucumben inexorablemente. Y todos los que se atreven a seguir su ejemplo.
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El actor Bryan Cranston da vida a Heisenberg, el verdadero yo del insípido Walter White, protagonista de la aclamada serie de televisión Breaking Bad (2008-2013).

lunes, 10 de abril de 2017

La lección del esquiador




El venezolano Adrián Solano, de 22 años, se convirtió en noticia hace unos meses. Tras ser retenido durante un mes por las autoridades francesas de inmigración, durante una escala en París en enero de 2017, fue reenviado de vuelta a Caracas. Su «delito»: llevar 28 euros en el bolsillo y afirmar que era uno de los participantes en el Campeonato Mundial de Esquí Nórdico de Lahti, Finlandia. Adrián, según leemos en El País, dijo a la prensa: «La policía pensó que estaba huyendo de mi país porque las cosas van mal», añadiendo una triste conclusión de lo que vivió: «Me discriminaron por la vestimenta, por mi cara, por mi apariencia».

Pero a veces decimos que lo último que se pierde son las esperanzas. Y es cierto. En Caracas, Adrián pudo arreglárselas para reemprender de nuevo el camino a Finlandia, esta vez con escala en Madrid. Tras llegar a la competición, el joven reconoció haber «participado con desventaja» puesto que había «perdido un mes de práctica[s]». Lo cierto es que Adrián nunca había visto la nieve antes de llegar a Finlandia, y en Venezuela sólo había podido entrenarse mediante «una modalidad de esquí sobre ruedas», el llamado rollerski o skiroll, otra variedad del esquí de fondo, también según El País. 

Una vez sobre el terreno, la lamentable participación de Adrián dejó en evidencia su escasa preparación, su tristísima capacidad de improvisación. Sus resbalones y caídas repetidas sobre la nieve, que incendiaron las redes sociales en una constelación de carcajadas y en una que otra muestra de compasión y hasta de respeto (sobre todo en Francia, país responsable de su rápida deportación), me hicieron pensar inevitablemente en la imagen de lo que hoy se ha convertido Venezuela: un país tambaleante, inseguro, en un constante y peligroso descenso hacia lo desconocido. En una aparente interminable serie de disparates. En el hazmerreír del mundo. No obstante, la derrota de Adrián podría leerse también como una victoria. La lucha contra la adversidad; el valor de enfrentarse a los miedos, a las cámaras, a la humillación; el «coronarse» como «el peor esquiador del mundo»; todo esto podría interpretarse como la lucha de la constancia por llegar siempre hasta el final.

Adrián no terminó su carrera, aunque parece que alcanzó mucho más de la mitad de su recorrido. Entrevistado por la prensa, aseguró que volverá a presentarse en una competición. Negó cualquier afiliación con el oficialismo y supo convencer a muchos con su actitud honesta y su transparente sonrisa. Venezuela está en el pleno descenso de la pendiente, pero al final, tras los tumbos, golpes y traspiés, saldrá como un país renovado, escarmentado, más sabio, más prudente, mejor preparado. Es éste uno de mis mayores sueños, y el de otros millones más.
 
Cuando se cae y se llega al fondo, como lo leí o escuché en alguna parte, la única solución consiste en levantarse de nuevo. Y en seguir avanzando.
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La imagen, publicada en 20Minutes.fr, ilustra un artículo en el que la aventura de Solano se describe como una «loca epopeya».