viernes, 23 de marzo de 2012

El precio de la intolerancia


Mohamed Mera ha sido el hombre más buscado en Francia esta semana. O lo fue hasta ayer, cuando murió durante el asalto de su apartamento en Toulouse a manos de la policía francesa. De 24 años, antiguo mecánico en un garaje y desempleado, lucía muy delgado en las imágenes difundidas por la televisión. Su amplia sonrisa dejaba ver unos dientes grandes. Con el pelo muy corto, llevaba una estudiada expresión de fanático. Nadie como él podía tener el rostro del verdadero culpable.

Mohamed, o el “asesino de Toulouse” (según la prensa), desencadenó presuntamente una serie de crímenes en el sur de Francia este mes. En el primero, el domingo 11 de marzo, “el jefe militar del primer regimiento de paracaidista Imad Ibn Ziaten, de 30 años, fue tiroteado junto a su moto Suzuki 650”, según informa El País. El hecho ocurrió en Toulouse. En el segundo crimen, en Moutauban, el jueves 15 de marzo, “tres soldados, también miembros del regimiento de paracaidistas, fueron alcanzados por los disparos de un sujeto montado en una motocicleta cuando se disponían a sacar dinero de un cajero automático. Abel Chennouf, de 26 años, y Mohamed Legouard, de 24, perdieron la vida. El tercero sufrió heridas de gravedad”. En ambos incidentes, todas las víctimas eran de origen magrebí.

En el tercer crimen, ocurrido el pasado lunes 19 de marzo, tres niños y un adulto de una escuela judía de Toulouse murieron en un tiroteo. La sombra de Mohamed, vínculo conector de todas las muertes, pudo ser identificada por la policía francesa en cuestión de horas tras rastrear millones de llamadas y correos electrónicos. Un flamante Sarkozy, presidente de la República y candidato favorito de las elecciones de octubre, demostró ser capaz de gestionar “con temple la crisis en plena campaña electoral”. Las citas entre comillas son siempre de Miguel Mora, el corresponsal en París de El País, un periódico español que siempre he respetado por su seriedad y por estar tan bien hecho y tan bien escrito, aunque a veces no comparta el criterio o la forma en que se publican algunas informaciones.

Y éste es un ejemplo. De Mohamed, la prensa internacional ha dicho que estaba en la lista negra de vuelos del FBI. Que fue detenido por Afganistán en 2010 y visitó Asia Central dos veces, buscando contactar con Al Qaeda. Se dice que antes de morir a manos de las fuerzas especiales, se resistió con su Colt 45 en la mano. En cuestión de días, Francia se las ha visto con un nuevo monstruo, un enemigo público número uno que ha sido liquidado con acierto y rapidez.  

Mientras, la comunidad judía de Francia ha guardado el luto que corresponde. La comunidad musulmana, que es inmensa, guarda el silencio. Un asesino de origen árabe declara antes de morir, a la televisión y a los agentes de la RAID (las fuerzas de élite de la policía francesa), que ha cometido sus crímenes “para vengar la muerte de niños palestinos en Gaza y protestar contra las acciones de Francia en Afganistán y la prohibición del velo integral en los lugares públicos en su país”.

Leo todo esto y me da un no sé qué. No puedo aceptar o justificar las muertes cometidas por alguien que piense que cualquier medio justifica los fines de un supuesto mundo mejor o más justo. Pero tampoco estoy de acuerdo con este tipo de informaciones porque muestran que es más fácil fabricar y acabar con nuestros propios asesinos cuando el problema es de otra índole. Los seres humanos cada vez nos soportamos menos. La clave está en la intolerancia. Y el precio que debemos pagar por ello es carísimo, y ha ocasionado muertes de niños palestinos, de familias judías, de soldados estadounidenses, de amas de casa iraquíes, de obreros afganos, de periodistas europeos, y sí, también, de estudiantes venezolanos, de taxistas maracuchos y de buhoneros caraqueños.

Y llego hasta mi pueblo porque antes decía que el problema de la inseguridad en Venezuela es parte de nuestra propia guerra civil. Nos estamos matando a nosotros mismos como pueblo por un par de zapatos, por una tarjeta de débito, por un color, una ideología política. Entre el choro y el talibán, el árabe y el israelí, el negro y el blanco, un abismo, una zanja inmensa se abre para separarnos en un universo que crea dioses propios y diversos, concepciones únicas del mundo, seguridades vanas que dicen que “este pedazo de tierra es mío” o que “aquel pozo de petróleo es para nosotros”.

Como somos intolerantes, intentamos hacer valer una única postura. Sólo vale una opinión: la nuestra. “El mundo es más cómodo sólo con lo que yo pienso”. Mientras, se siguen organizando guerras en nombre de los derechos, de la libertad, del privilegio de fabricar uranio, del placer infinito del petróleo. Aviones se estrellan contra rascacielos; comunidades enteras son arrasadas; las víctimas son siempre las mismas. Las víctimas somos todos.

Nadie gana y todos perdemos en los acertijos oscuros de la intolerancia. Hoy es Mohamed, ayer fue Bin Laden, siempre será Al Qaeda. Los occidentales debemos defender nuestros valores y vamos irremediablemente a la guerra, como Mambrú, el de la canción para los niños. Nos defendemos atacando, sin preguntar.

Yo espero el día en el que no habrá más guerras, en el que los países no tendrán fronteras, en el que todos cabremos bajo el mismo cielo azul de la primavera más bonita que he visto en París.


La imagen, tradicional símbolo hippie, se titula Peace and Love. Fue extraída del portal Wikipedia.org. Autor desconocido.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Hacia una ciudadanía cosmopolita



 
El proyecto de forjar una ciudadanía cosmopolita puede convertir al conjunto de los seres humanos en una comunidad (Cortina, 1999:252). Así, con este ideal en el horizonte de las ideas humanas y de su estudio, nace en la sociedad una supuesta necesidad, tal vez no del todo vista como tal, de crear lazos comunes, de difuminar las fronteras; de reconocer, por ejemplo, los derechos a los refugiados, denunciar los crímenes contra la humanidad y hacer más viva que nunca la urgencia de establecer un Derecho Internacional. Todo ello, según Cortina, debe constituir una exigencia soportada por las bases cosmopolitas de un plan de educación. En este sentido, la educación puede verse (según los tratados de Kant de Pedagogía) como una condición no del presente sino de una situación de futuro, que habla de un posible mundo mejor. En el marco de esta discusión sobre educación, según Cortina (1999:255), para ser hoy un buen ciudadano de cualquier comunidad política es preciso satisfacer la exigencia ética de tener por referentes a los ciudadanos del mundo.

No obstante, cuando se habla de cosmopolitismo enseguida se piensa en el multiculturalismo, factor éste que, en la realidad, ha supuesto más obstáculos que beneficios cuando se habla de una ciudadanía política. Y esto ocurre precisamente cuando una cultura dominante relega u omite en la indiferencia a otras que se consideran “de segunda”. ¿Cómo, por ejemplo, puede considerarse una ciudadana del mundo una mujer africana, enferma de sida, que languidece en su olvidada choza de algún remoto rincón del continente negro mientras en otro rincón del planeta otra de su mismo género va y se zambulle en la opulencia de los escaparates de la moda y el consumismo? El debate del multiculturalismo exige respeto entre las comunidades políticas, un respeto que comienza en el reconocimiento mutuo de las diferencias y en su valoración; un respeto que es también diálogo y entendimiento. Entre los Estados, debe existir un mínimo de justicia, partir de lo que ya es común entre ellos (credos religiosos, diferentes culturas) y, así, construir el camino de esa paz duradera, soñada, según Cortina, desde mucho antes que nacieran los proyectos ilustrados de paz.

Justamente en el entendimiento, el respeto y el diálogo es donde reposan las claves de una posible salida al contexto venezolano, tan pluricultural y plurilingüista desde su origen, y tan renuente a reconocer su carácter pluricultural (Quintero, 2006) precisamente por los prejuicios etnocéntricos usados por una cultura llamada superior (la blanca criolla, la mantuana de la Colonia) que no reconoce los valores aportados por el negro o indígena. Sin embargo, al estar orientadas por la ética intercultural, ésta permite crear un tejido de valores en el cual el aprecio a la dignidad humana, el respeto del otro étnico y cultural, puesto de manifiesto en el esfuerzo para ampliar el propio horizonte cultural, para lograr apreciar la diversidad cultural, estén presentes y propicien la creación de mediaciones discursivas, orientadas por fines compartidos que permitan el diálogo intercultural (Quintero, 2006:259). El cosmopolitismo venezolano es sólo posible con el diálogo intercultural y la mediación de un discurso de respeto y reconocimiento. De hacer, en suma, comunidad.       

Referencias bibliográficas
CORTINA, A. (1999) Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía. Madrid: Alianza Editorial, primera reimpresión

QUINTERO, M. (2006) “Un tejido de valores para el diálogo intercultural en Venezuela” en SUÁREZ N. (editora-compiladora) Diálogos culturales: historia, educación, lenguas, religión, interculturalidad. Mérida, Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico, Archivo Arquidiocesano de Mérida, Grupo de Investigación y Estudios Culturales de América Latina.

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Foto de Jean-Pierre Bertin-Maghit, sacada del blog de Pierre Assouline, La république des livres, publicado por LeMonde.fr.

América Latina: de la utopía a la ética intercultural para la integración



Pensar en la idea de Bolívar acerca de la integración americana (fundamentalmente, de la suramericana) es pretender abarcar uno de los tres grandes ejes en los que se ha movido histórica y conceptualmente la ética de la integración en el hemisferio. La “utopía ético-política del pensamiento de Bolívar” estuvo marcada por una visión impregnada por un “profundo contenido humano”, con “sentido y profundidad humanas” (Labarca y Morales, 2000), en la que América del Sur, ante el mundo, era mostrada como “un sistema de instituciones y valores compartidos por los países de la región, despojados de rezagos culturales”. En la contemporaneidad de América Latina, el moralismo pragmático neoliberal caracterizó el segundo eje de la ética de la integración durante las cuatro últimas décadas del siglo XX, en un proceso que “no prestó importancia a las necesidades elementales de los sectores sociales más vulnerables, convivió cómodamente con diversos tipos de autoritarismo y desembocó en mayor pobreza y exclusión para la mayor parte de la población” (Kliksberg, 2004). El último de estos ejes, el de la ética intercultural para la integración, “está en pleno desarrollo y alimenta hoy discusiones y experiencias en ámbitos académicos, políticos, económicos y educativos, entre otros” (Martín, 2007). Este eje, tal vez el más importante tanto por su discurso como por su actualidad, “se plantea como ética del desarrollo humano de los pueblos, a través de la construcción de nuevas formas de convivencia basadas en el diálogo intercultural”.

La ética es un saber de posibilidades que nos ayuda a encontrar cuál es la mejor de ellas. Primero, nos permite buscar la multiplicidad de posibilidades. La ética se logra cuando se ejecutan todos los instrumentos disponibles para ejecutar la posibilidad elegida. Esta ética, que bebe de una inspiración esencialmente aristotélica, se expone como un saber que puede ser aplicado en situaciones reales. Sin embargo, para crear alternativas necesitamos antes crear “comunicación” (la ética para la integración será una que es, básicamente, comunicativa). Y los fundamentos mínimos para establecer comunicación en una comunidad son el respeto a la vida, el respeto al diálogo y el respeto a la diferencia. Todo proyecto de integración está basado en torno a un pluralismo que busca conducir a un concepto de bien común en el que caben las diferencias. La comunicación (poner algo en común) reconoce las diferencias (emisor-receptor) y admite una pluralidad (pluriculturalismo) que va más allá del reconocimiento de la multitud (multiculturalismo).

La política, así, no supone un único consenso; es un acuerdo de respeto entre consenso y disenso, y un proyecto de poder al servicio de uno de convivencia. El nuevo tipo de politización obliga a pensar de un modo importante (distinto) lo público. Es éste, en suma, el único medio posible para rescatar la convivencia (crear un mundo mejor, reducir las desigualdades, obtener más interreligiosidad, más interculturalidad). La maduración de nuestra conciencia humana conduce el eje de la ética intercultural para la integración a un nuevo modo de pensar la “polis”. En esta necesidad, la idoneidad de la ética es acuciante. La ética y la educación constituyen el escenario de la preparación de mentalidades para lograr la integración. De esta forma, por ejemplo, la verdadera educación promovida en los niveles populares logrará a su vez una verdadera criticidad en la que será más difícil la manipulación promovida por los intereses que justifican los modelos del moralismo pragmático neoliberal.

La ética se enfrenta a tres desafíos importantes: el primero, la puesta de acuerdo sobre ciertas prioridades (crear un consenso sobre la prioridad ética de atacar las injusticias, por poner un caso; un acuerdo sobre prioridades éticas); el segundo, la formulación de acuerdos sobre cómo abordar esos problemas de un modo continuo y no coyuntural (darle continuidad al tratamiento); el tercero, la creación de acuerdos para determinar los valores fundamentales que orienten a la sociedad a una clase dirigente más preparada.

La educación, más ahora que nunca, debe ser una representada por los valores humanistas (fraternidad, solidaridad) alejados de las etiquetas y del ruido. En la modernidad reflexiva o siglo XXI, ha cambiado el concepto de “macrosujetos”. La maduración de la conciencia humana nos deja ver como seres humanos reales sin mercados, religiones o fundamentalismos que piensen por nosotros. En resumen, el ponerse de acuerdo en las prioridades éticas apunta hacia el concepto de comunidad que busca, finalmente, la correcta definición del bien común. Y justamente esta idea, nacida en la Grecia del siglo V a. de C., es la que vivamente debe retomarse en la Venezuela de hoy.

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA
Martín V. (2007). Ética intercultural e integración en América Latina, Maracaibo, Universidad del Zulia.

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La imagen pertenece al sitio web de Tierra Incógnita, centro cultural latinoamericano establecido en Ginebra, Suiza.
 

sábado, 17 de marzo de 2012

El monstruoso fantasma de la inseguridad



La hija del cónsul de Chile en Maracaibo perdió la vida en un presunto tiroteo causado por la misma policía. Su padre, el diplomático Fernando Berendique, ha resumido la esencia de la tragedia: “La inseguridad está matando a los venezolanos”.

La versión de la muerte de Karen Berendique, de 19 años, indica que la noche del viernes 16 de marzo de 2012, a las 11.30, la joven iba en un vehículo con su hermano y un primo. Al parecer, no se detuvieron en una alcabala “instalada por el CICPC, al norte de Maracaibo, cerca del barrio Teotiste Gallegos”, según informa El Universal.com. La respuesta no se hizo esperar. Una balacera acabó irremediablemente con una joven como cualquier otra, con sueños tal vez de estudiar, de tener algún día un hogar o de ir al cine el próximo fin de semana.

El caso, como de costumbre, es confuso. Panorama.com anuncia que doce funcionarios policiales ya han sido detenidos. Sin embargo, el sentimiento de impotencia se mezcla como siempre con el de la indignación; todos sentimos lo mismo: no hay justicia capaz de remediar el desastre. Sólo impunidad.

Hemos crecido en una sociedad que se está devorando a sí misma. Hablamos siempre de Chávez o de la omnipresente política, pero olvidamos que la descomposición moral de Venezuela lleva décadas instalada como un cáncer en el país.

Viví en Caracas, considerada hoy y con razón una de las ciudades más peligrosas del mundo, durante poco más de un año. En ese lapso relativamente breve, me robaron el teléfono móvil pistola en mano en Plaza Venezuela y meses antes me arrebataron todas mis maletas en frente de mi casa mientras me preparaba para un viaje. 

En el primer caso, tuve que hacer frente a dos ladrones de poca monta (“choros”, en el argot venezolano) subidos en una moto ligera, en franelilla, ocultos tras unos lentes de sol. En la segunda experiencia, dos individuos bien vestidos, en un último modelo, también con los inevitables lentes de sol (aunque era de noche) se detuvieron para despojarme del equipaje. Todavía recuerdo sus palabras: “Se van de viaje; deben tener dinero”.

De niño, recuerdo historias de familia. A un primo le robaron las gomas (zapatos deportivos) en la calle. Un amigo de mi hermano murió asesinado por un ladrón. Mi madre puede postularse como campeona segura en el “arte” (es un decir) de ser atracada. En por lo menos tres o cuatro ocasiones le robaron un carro, y con suerte siempre pudo recuperarlo.

La inseguridad trae consigo el miedo y la desconfianza. Uno de mis hermanos tenía la costumbre de verificar hasta dos y tres veces casi cada ventana y puerta de nuestra casa antes de ir a la cama. Antes pensaba que exageraba; ahora sé que actuaba con sobrado sentido común. En nuestro vecindario, una familia vecina fue atracada en una o dos ocasiones de la peor manera posible: los amordazaron y maniataron, mientras los captores introducían en su carro todas las pertenencias que podían robar (televisores, joyas, pare usted de contar).

El cónsul chileno y su familia llevan 30 años en Venezuela. Son venezolanos como cualquier otro. El diplomático ha pedido al Gobierno que se ocupe del problema. Lo dice en medio del dolor que sólo conoce un padre cuando pierde un hijo. Ya se ha dicho antes lo mismo; cien, mil veces. Nada pasa.

El sitio web del Ministerio francés de Asuntos Exteriores publica una lista de todo lo que un ciudadano francés debe tener presente si desea venir a Venezuela. En la larga lista, se leen consejos como evitar caminar solo de noche y preferir, en Caracas, utilizar sólo los taxis con matrícula amarilla. El mensaje es tan claro que debe desalentar a cualquier turista a conocer las bellezas naturales de nuestro país. “Venezuela”, dice la diplomacia francesa, “forma parte de los países con mayor tasa de criminalidad en el mundo”. Y cita la cifra de 20.000 homicidios solamente en 2010.

Vemos los telediarios y creemos que la guerra está en Irak, en Afganistán, en África. Pero la guerra la hemos vivido resignados durante años. Una suerte de guerra civil explicada por algunos por el flagelo del narcotráfico, las mafias organizadas, la guerrilla, la corrupción de la policía. Maracaibo es una versión de un western caribeño. Caracas puede ser el infierno. La ley del más fuerte, del mejor armado, es la que vale. Ya es costumbre ver ajustes de cuentas en restaurantes y lugares públicos.

La pesadilla de la inseguridad no conoce ideologías políticas ni creencias religiosas ni estratos sociales. Si existe algo que afecta a todos en Venezuela, es justamente la tragedia de creer que tu vida tiene el precio de un par de zapatos, de un carro, de una cadena de oro falso.

Esta noche me iré a dormir pensando en mi país. Pensaré en la paz de mi patria, que va a llegar algún día (soy irremediablemente optimista). Trataré de pensar en los que han muerto en nuestras propias guerras, y desearé que haya consuelo para todos, para el cónsul chileno, para nuestras madres y padres, para nuestros hermanos y amigos. Y buscaré fuerzas para conjurar en la noche de París un remedio y una solución capaces de destruir para siempre la sombra del triste y monstruoso fantasma de la inseguridad.

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En la imagen, una representación de la inseguridad realizada por el ilustrador venezolano Walter Sorg.