lunes, 28 de octubre de 2013

‘Cómo se hace una tesis’






Cómo se hace una tesis es el título de una obra de Umberto Eco, escrita en 1977. Creo que es el mejor trabajo que existe para orientar y ayudar a quienes deseen invertir unos cuantos años de su vida en la investigación y elaboración de una tesis doctoral. Los consejos son igualmente válidos para los trabajos requeridos con el fin de obtener una licenciatura o un grado de máster o maestría (que no son lo mismo). No es mi intención hablar demasiado del asunto porque ya el señor Eco lo hace estupendamente bien, y por eso aquí les recomiendo comprar su obra y leerla con detenimiento.

Sólo desearía, desde mi experiencia, decir que vale la pena preguntarse antes de comenzar una tesis por qué se desea hacerla y para qué. Si se dispone de las respuestas adecuadas, creo que puede ser conveniente seguir adelante. Una tesis doctoral es el fruto de un trabajo personal, que debe ser original, y para el cual es necesario dedicar varios años de sacrificios y estudio. Para culminar mi tesis en París, he tenido que leer mucho, aprender francés (algo que nunca he terminado, en realidad) y trabajar en cualquier ocupación para comer (porque, claro, una tesis no te da la comida; lo hará después, si el trabajo es bueno y se abren las puertas necesarias).

La experiencia, en todo caso, es maravillosa y recomendable. Sólo, repito, si se han respondido las preguntas antes señaladas (las del por qué y para qué).

Muchos éxitos para todos aquellos que decidan comenzar un proyecto de este tipo. Será duro, pero valdrá la pena. No se arrepentirán.

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En la imagen, una fotografía personal de la Sorbona, centro de estudios en el que preparo mi tesis doctoral desde septiembre de 2009.

sábado, 19 de octubre de 2013

Enseñar español





Para financiar una parte de mis estudios doctorales en Francia, iniciados hace cuatro años, me he dedicado a la enseñanza del español. Primero como profesor particular en agencias de enseñanza a domicilio para estudiantes con necesidades específicas, luego como docente, durante unos pocos meses, en algunas escuelas parisinas de comercio, y, finalmente, como profesor contratado por el Ministerio francés de la Educación Nacional. Esta enriquecedora experiencia me ha permitido trabajar, hasta ahora, en un liceo y cuatro colegios (en Francia, la educación secundaria se distribuye entre cuatro años en el colegio y otros tres en el liceo; todos equivalen al bachillerato venezolano o al instituto español).

Enseñar español a adolescentes, sobre todo en el colegio, de edades entre los 13 y 15 años, no es nada fácil. La educación pública francesa es gratuita, laica y obligatoria. En una clase puedes tener chicos de origen árabe, asiático, africano y, por supuesto, europeo. Es la rica composición de la multicultural sociedad francesa, característica que muchos, lamentablemente, consideran un defecto o debilidad. 

He dicho antes que no es fácil porque si a las explosiones cósmicas de la adolescencia se combina una educación disfuncional, carente de referentes (que es el caso de muchos de los hogares de mis alumnos), pues pasar una hora intentando explicar la base para presentarse (“hola”, “me llamo…”, “tengo trece años”) puede compararse al hecho de montarse en una montaña rusa sin ninguna protección o cinturón de seguridad. Toda una aventura.

Claro, cuando te gusta enseñar, y te gusta trabajar con adolescentes, las cosas son un poco más sencillas, o más divertidas y menos estresantes. Los chicos saben de inmediato cuando estás a gusto con ellos. Y eso te lo agradecen mostrándote un genuino interés y una lealtad incondicional. Es lo que pasa cuando, como en mi caso, se terminan creando lazos de afecto entre todos los integrantes de la clase. Esto no es ni siquiera lo más eficaz, pero es al menos lo que siempre termina ocurriendo entre mis alumnos y yo. Me gusta que se sientan a gusto y cómodos, que todos hablen y participen. Esta estrategia es extenuante porque, si bien da resultados (los chicos aprenden español), no funciona cuando a la final se espera que se aplique una disciplina a rajatabla. Y, desafortunadamente, soy todo lo contrario del ideal del profe estricto y autoritario. Y eso los chicos también lo “huelen” desde el primer momento.

Enseñar español, en todo caso, es una de las mejores experiencias que me ha tocado vivir. Después de dedicarme al periodismo por unos siete años, ahora tengo la posibilidad de participar en el aprendizaje del que hoy es considerado el segundo idioma más hablado del mundo después del chino mandarín y separado del inglés por apenas un millón de hablantes. Ya se ha pronosticado que en 2050 Estados Unidos será el país con el mayor número de hispanoparlantes.

Para terminar, creo que si el francés es la música, el español es la poesía. La belleza de nuestra lengua, expresada en una riqueza cultural acumulada tras siglos de historia, conquistas y versos, es tal vez el mayor atractivo de mi trabajo. Eso y el hecho de contribuir con un pequeño grano de arena a la educación de los chicos franceses con los que he tenido el placer de trabajar. Es éste, para mí, el mejor aporte que puedo dejar al crecimiento moral de Francia, nuestro país de adopción.

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La letra eñe es uno de los símbolos clásicos del español como idioma. La imagen fue extraída del sitio DonQuijote.org.

‘Lucky’, Leonarda y la inmigración en Francia




Hace poco más de un mes, decidimos comprar una mascota para los niños. Pensamos que se trataba de una buena idea. Sabíamos que el hacerlo incluiría una considerable inversión de tiempo y dinero. Al final nos decidimos por un cachorro Labrador, una raza de perros muy popular y considerada adecuada para las familias con niños como la nuestra. Encontramos cerca de Chartres una granja en la que crían perros Labradores para su reproducción. Fuimos con mucha ilusión, y conocimos a nuestro Lucky, un cachorro de tres meses de un precioso color chocolate. Zureya le puso el nombre casi al verlo. Lo llevamos a la casa, se la presentamos, luego los niños salieron a pasear con él unos minutos por el vecindario, le dimos la cena, y a dormir. Como vivimos en una casa con un jardín cercado, pensamos que estaría bien dejarlo ahí cuando los niños se marcharon a la escuela y nosotros fuimos a trabajar al día siguiente. Grave error. Cuando regresamos a casa, Lucky había desaparecido. Supimos que era imposible que se hubiese escapado, y nos dimos cuenta de que se lo habían llevado. Fuimos a la policía a declarar el robo, distribuimos carteles y nos quedamos impotentes y tristísimos ante la realidad de haber sido víctimas de un ladrón de perros.

Cuando algunas personas se enteraron de lo ocurrido, no dudaron en señalar al posible culpable: un gitano. 

En Francia, los gitanos constituyen una minoría étnica compuesta por unas 20.000 personas. En su mayoría, viven en caravanas o tráileres. Se dice que no han sabido integrarse a la sociedad francesa aunque por otro lado también se diga que esta integración se les haya negado abiertamente. Todo un círculo vicioso en el que viven cientos de familias y, sobre todo, niños. 

El último caso es el de Leonarda Dibrani, una estudiante de 15 años en un colegio de Pontarlier, situado cerca de la frontera con Suiza. Leonarda era considerada una estudiante como cualquier otra por sus profesores y habla un perfecto francés. Su caso ha sido ampliamente ventilado en los medios porque Leonarda fue detenida el 15 de octubre de 2013 por las autoridades durante un viaje escolar a una fábrica. Tras su detención, fue deportada a Kosovo con su madre y sus cinco hermanos. Dos tercios de los franceses aprueban esta disposición del Gobierno de François Hollande.

La expulsión de una familia gitana reabre el debate sobre la inmigración en Francia, un tema que me interesa por razones obvias. Vivo en Francia desde hace cuatro años, y yo también soy extranjero. Puedo comunicarme en francés, aunque conserve (y creo que será de por vida) un acento que algunos me han dicho que les “hace viajar”. Trabajamos, pagamos nuestros impuestos y llevamos una vida como la de cualquier otra familia. Nos sentimos realmente a gusto e integrados. Nuestros niños mayores han sido escolarizados desde nuestra llegada, y su francés, esta vez sí, es sin acentos. Tanto, que Emma, nuestra hija de siete años, que nació en pleno Maracaibo, ahora se considera a sí misma francesa, y me riñe a veces porque dice que debo hablar francés en público, y no en español. Eso sin decir que Daniel, nuestro tercer hijo, nació en Fontainebleau, cuna por excelencia del imperio napoleónico.

Francia es, desde luego, una gran nación, y nos ha dado mucho. Me siento agradecido y aun orgulloso de vivir aquí, pero no deja de preocupar que las leyes sean capaces de llegar a detener a una niña en viaje con sus compañeros de clase por todas las razones argumentadas y resumidas de este modo: no tener papeles (aunque le faltaran dos meses a la familia Dibrani para naturalizarse) y ser gitana. Es cierto que el padre de Leonarda había sido detenido por la policía unos meses antes, y que la medida se ha querido justificar por esta acción, pero sigo dudando de la eficacia de estos métodos que algunos han querido tildar de inhumanos y dignos de la década de los treinta.

Todavía Lucky no ha aparecido, pero no sé si fue un gitano el que se lo llevó. Prefiero no caer en los prejuicios por muchas razones. Una de ellas es que soy profesor y trabajo en un colegio con chicos de la edad de Leonarda, cuyos diversos orígenes resumen la extraordinaria multiculturalidad de la sociedad francesa. Las fronteras de nuestro mundo deben existir para conocer y disfrutar nuestras diferencias. Excluir y deportar no serán siempre las mejores soluciones. La Historia ya nos ha dado antes esta lección.

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La imagen, de Reuters, muestra a un grupo de estudiantes de algunos liceos parisinos que mostraron su rechazo a la expulsión de Leonarda Dibrani el 18 de octubre de 2013.