lunes, 11 de mayo de 2020

Flores en el ático. Días 43-55


Hoy, lunes 11 de mayo de 2020, comienza el desconfinamiento en Francia. Desde el lunes 16 de marzo hasta esta fecha he contado 57 días, pero parece que la cuenta oficial es, en realidad, de 55 jornadas. Ocho semanas en total de encierro casi absoluto. Cincuenta y cinco días que han cambiado el mundo. Más de 26.000 personas perdieron la vida en Francia; unas 283.000 en total en todos los países afectados por la pandemia. Todos víctimas directas de la peste china.

Nos prometimos una cura de renovación, una promesa de autoayuda —que si ahora escuchamos mejor a los pájaros cantar, que de repente nos interesamos de verdad en los vecinos a los que hace tan sólo unos meses saludábamos con el «bonjour» de rigor—, pero creo que en el fondo seguimos siendo los mismos.

Los mismos, sí, aunque con un poco más de experiencia, y también con unos cuantos kilillos de más. Algo nos dice que, si una pandemia es capaz de paralizarlo todo y de poner contra las cuerdas la estabilidad de nuestro sistema económico y social, hay ciertas cosas que habrá que ir cambiando poco a poco, si nos dejan, claro. Los próximos meses no serán fáciles. El desconfinamiento irá realizándose por etapas. Se supone que las escuelas abren esta semana, pero no todas. La de Daniel permanecerá cerrada por orden de las autoridades municipales que consideran que aún es demasiado pronto para asegurar un regreso a clases en condiciones relativamente «normales».

Mientras, aquí seguimos. Emma y yo salimos a correr unos minutos en nuestro primer día de libertad. El cielo se veía más despejado. Todo parecía más limpio: las hojas más verdes, la brisa más pura. El planeta se ha dado un lifting, un vaciado de aceite, una cura de sueño. Greta Thunberg debe estar bailando de un pie. Hasta que la música del mundo comience de nuevo y alcance su tempo anterior.

Esperemos hacerlo un poco mejor esta vez. 

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Greta Thunberg, el 23 de julio de 2019, fotografiada en París por Lionel Bonaventure.


domingo, 26 de abril de 2020

Flores en el ático. Días 41-42


Se me ocurre que después del confinamiento la gente seguirá saliendo a los balcones para aplaudir, pero esta vez al noble gremio de la peluquería. Los memes y chistes virales acerca de las melenas que nos crecen por estos días ya empiezan a rozar el humor negro. El confinamiento nos ha obligado a renunciar no sólo a la libertad sino también a ese placer tan humano que te brinda el que te laven y corten el pelo. Después de la cuarentena, no seremos los mismos —así nos lo han dicho—, veremos el mundo con nuevos ojos y el sonido de las tijeras sobre nuestra cabeza será como una música arcangélica, triunfal, victoriosa.

Mientras, seguimos —sigamos— adelante, con la cabeza en alto. Hoy me decidí por hacer unas arepas, una versión light de la famosa reina «pepiada». Mi amiga Henmy, desde Bélgica, que tiene el don de elevar la gastronomía criolla a un nivel prodigioso, me dictó la receta, me dio varios consejos, se alegró con las fotos del proceso que le íbamos enviando. Cuando servimos la mesa, con las arepas redonditas y amarillas, los aguacates y el pollo guisado, me sentí más venezolano que nunca. Pero cuando probé la primera arepa vi en la cara de los niños la explicación que estaba buscando en alguna parte: «Papá, las arepas saben a plastilina».

Fui a la cocina y busqué el paquete de harina de maíz. Fecha de vencimiento: ¡mayo de 2019! No me atreví a darle a nadie el anuncio para que la digestión de todo el mundo transcurriera sin estrés. La tarde pasó sin problemas. Ya sé que no podré hacer más arepas con la harina que me sobró —la mitad del paquete—; lo importante es que todo el mundo está sano y salvo. Lo último que nos falta es una intoxicación en tiempos de peste china.

Sigamos —seguimos— adelante.


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La foto fue publicada en el sitio web LKBitronic.com.

viernes, 24 de abril de 2020

Flores en el ático. Día 40


Y llegamos al día cuarenta, señoras y señores. La cuarentena de la cuarentena. No sé si estoy en lo correcto, pero mis cálculos me hacen pensar que en Francia se comenzó oficialmente el confinamiento el lunes 16 de marzo. Desde entonces, no he vuelto a mi trabajo. No he vuelto a montarme en un autobús o en un tren. Las salidas son imprescindibles y cronometradas. No quiero que se me caiga (más) el pelo si un policía me dice que llevo más tiempo del aceptado fuera de mi casa porque, de ser así, me tocaría pagar una multa que va de los 150 a más de 300 euros.

Varios vecinos salen a sus balcones, puntuales, cada tarde a las ocho. Aplauden, en principio, al llamado personal médico y sanitario. Pero yo creo que buena parte de esos aplausos quieren reflejar una necesidad de decir «presente, aquí estamos», «sigamos aplaudiendo porque necesitamos más ánimo».

El principio del fin del confinamiento ha sido anunciado para el 11 de mayo. Los líderes del Gobierno francés han tratado de explicar «pedagógicamente» que será un desconfinamiento llevado a cabo por partes o periodos en los que, se supone, los primeros en ir a la escuela serán los niños de la guardería y la educación primaria. Medio mundo se pregunta cómo es posible que sí se pretenda abrir las escuelas y al mismo tiempo mantener cerrados los bares y los cines.

Los restaurantes de comida rápida, no obstante, empezaron a abrir. El Domino’s más cercano me envió un correo electrónico anunciándome que ya es posible hacer nuevos pedidos. No me lo pensé dos veces. Pedimos nuestras pizzas en el sitio web y las fuimos a buscar unos 20 minutos después. Pero ahora, comiendo en casa desde hace más de cuarenta días, sin probar un bocado de la gastronomía chatarra, me he dado cuenta de que digerir una pizza, aún al mediodía, se ha convertido en un nuevo desafío.

Cosas de la cuarentena de la cuarentena, sin duda.



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La imagen fue publicada en el sitio web VirginRadio.fr.

jueves, 23 de abril de 2020

Flores en el ático. Días 16-39


Los días han ido pasando casi sin que nos demos cuenta. Los «mardingos» y los «miernes» se extienden, se alargan, se parecen, se multiplican. Los últimos días de marzo desembocaron en la primera semana de abril con más sol que nunca. Y ya estamos casi en mayo. El tiempo desfila desde nuestro balcón. ¿Qué es el tiempo?

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No me puedo quitar de la cabeza la teoría de que la peste china fue fabricada en un laboratorio, de que hay intereses poderosos de por medio, de que somos los peones en el gran ajedrez del mundo: los mismos de siempre, los que observan y callan.

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Ha habido momentos en los que me digo para qué llevar un registro de estos días de encierro, sobre todo cuando leo las crónicas que se escriben desde las diferentes prisiones a domicilio. Uno de esos diarios de confinamiento que más me gusta es el de la señora Maruja Torres (El País), una periodista y escritora que me ha dejado una de las enseñanzas más sabias y que menos he sabido aplicar: «Más másteres te da la vida». ¿Para qué afanarse por tantos diplomas si son los días que vivimos la mejor lección que se nos dará jamás?

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Uno de estos días le dije a Samuel que desde hace unos pocos años he pensado que la vida —hablando de nuevo de la vida— se parece mucho a un museo. A un museo gigante como el Louvre o el Prado, lleno de salas y pasillos y galerías con cuadros de todos los tamaños, escuelas, motivos. A veces se nos ocurre detenernos a mirar un solo cuadro o dos, y ahí nos quedamos, de pie, mirando y remirando el lienzo que nos ha atrapado. Entonces nos convertimos en «expertos» de esa obra; conocemos cada detalle, comprendemos la técnica empleada, profundizamos en el análisis de la escena que tenemos delante. Entendemos, así, que esa pintura elegida, o que nos ha elegido, es el museo, la ventana del universo. Comparo a esos visitadores con los fanáticos de una idea única, con aquellos que explican la belleza de la vida con una idea simple, un plan divino, una filosofía redentora de todos los suplicios. Un día, si tenemos suerte, decidimos seguir avanzando en el gran museo del mundo. Caminamos y caminamos. Miramos más cuadros, los comparamos unos con otros. Ya no somos expertos, sólo amateurs, aficionados de todo y de nada, un poco más espabilados tal vez. Y quizás un tanto más felices también.

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Y ya que estoy con ocurrencias de este tipo, aquí va otra:

En una ocasión, en una carretera departamental del norte de la Borgoña, se me ocurrió que había llegado el momento de comenzar a disertar sobre la vida y la muerte. Es cierto que una disertación hace referencia a un razonamiento que, según el Diccionario, es llevado a cabo «detenida y metódicamente». Pero creo que en aquellos treinta minutos que duró la exposición mental de mis ideas no logré madurarlas ni de una ni de otra forma. Todo había empezado con una serie de televisión que había visto hacía un año y medio aproximadamente. La historia narra las peripecias de una familia singular cuyas vidas son condicionadas por la omnipresencia de la muerte. Desde la mañana hasta el final del día, cada objeto que les rodea, cada experiencia que viven, es un presagio de la suerte que les tocará a ellos y a nosotros, a todo el mundo, por supuesto. Pero el último episodio de esa teleserie en cuestión es un sublime canto a la vida, a su alegría, a ese chorro continuo de anécdotas, sensaciones, tristezas, miserias, dramas y triunfos que representan las más de seiscientas mil horas que podría durar la existencia media de cualquier ser humano. Entonces, una noche, tuve un sueño. En el sueño vi una imagen lúgubre, una especie de sombra asustada de todo, aun de sí misma. Se trataba de la Muerte. La Muerte apuntaba con su dedo descarnado a otra imagen, una brillante, rutilante, coronada con una guirnalda de flores, la expresión de una criatura fantástica llena de los más nobles sentimientos. Aquella imagen era la Vida. La Muerte apuntaba con su dedo a la Vida como queriendo decir: «Vivimos la existencia creyendo que el final es la muerte. Nos consolamos con la idea de una vida eterna si somos creyentes o vivimos según la fe. Pero, en realidad, el fin no es la muerte, es la vida: ¡esta vida! Yo, la Muerte, señalo a la Vida como la verdadera responsable de una existencia plena y provechosa». Fue en ese instante cuando descubrí que es posible conducir la vida miserablemente, tratando de autocomplacerse con la idea de un final que, en el mejor de los casos, podrá conducir a una eternidad supuesta, mientras que existe la posibilidad de disfrutar a plenitud de sus días sabiendo que el fin de todo reside en la alegría de vivir. Vaya diferencia. Estas imágenes, estas ideas, me han perseguido desde entonces. Incluso creí que podría ser capaz de ponerla sobre un lienzo, de representarla a través de la pintura. La pintura es un arte noble que logra la inmortalidad de un instante. Un pasaje musical nace, se convierte en una fuente de luz y de magia, pero se evapora, se esfuma irremediablemente. Hay que volverlo a interpretar o a escuchar para repetir ese instante único capaz de depararnos las más diversas sensaciones a cada instante. Algo parecido ocurre con la literatura. Los libros se abren y una página nos ofrece una ventana a un mundo nuevo. Pero esa ventana se cierra y se abre otra en la página siguiente. Todo ese cosmos de ventanas se cierra al final del libro, y para volver a abrirlas se precisa reiniciar la lectura desde el principio. Pero con la pintura ocurre lo que pasa con la fotografía. El momento clave queda inmortalizado, retratado a perpetuidad sobre un papel o una tela. Es necesario proteger del paso del tiempo semejante fruto del ingenio, pero creo que después de todo es ahí donde reside la vacuidad de la vida o la desconcertante idea de que el destino final es la muerte. Nos resulta imposible vivir en una pintura eterna. Nuestra vida es más bien como un libro que se acaba demasiado pronto. Es por eso que la Vida, esa imagen de luz que me pide a gritos que la pinte, que la ponga sobre un lienzo, me dice también que ha llegado la hora de disfrutarla sin ambages, simplemente, con algunas dosis diarias de belleza y poesía. Y es lo que haré.

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Que tampoco hay que ser tan pesados y dejarse la vida pensando tanto. Hay que ser como Pepita, nuestra gata birmana, que se pasa la mitad del día durmiendo en su canasta y la otra mitad en nuestro huerto portátil. Con sus guantes blancos y el zafiro de sus ojos entreabiertos. Condenada a vivir encerrada en unos cuantos metros cuadrados. Y ella feliz, como si nada.



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En la foto, nuestra Pepita, ejemplo de una vida feliz en tiempos de confinamiento.

jueves, 9 de abril de 2020

Flores en el ático. Día 15


Un redactor anónimo de la enciclopedia virtual Wikipedia narra una de las escenas finales de la película Disney La espada en la piedra (1963), en la que Merlín reta a la bruja Mim a «un duelo de magia para salvar a Arturo y demostrarle que la magia blanca es la mejor». El búho Arquímedes «explica que un duelo de magia es cuando dos magos se convierten en diferentes cosas y se intentan destruir el uno al otro».

La victoria del duelo, como muchos recordarán, es para Merlín, cuya idea genial de transformarse en un microbio (el «malagriptacopterosis») termina convirtiéndose más bien en un virus letal que produce manchas en la piel de Mim, «fiebres, estornudos y escalofríos», según el articulista citado.

Un virus no es un microbio y mucho menos una bacteria. Ya, de tanto leerlo, todos tenemos casi un diplomado en virología. «Un virus es una molécula de proteína, recubierta de una capa de grasa, capaz de cambiar el código genético de las células de las mucosas ocular, nasal o bucal para convertirlas en células agresoras y multiplicadoras». Esta definición me llegó en una de las tantas cadenas y memes que proliferan en estos días como otro virus; así es como nos estamos formando en el diplomado.

La magia blanca de Merlín gana la batalla final. El bien contra el mal. Si todos conocemos el final, ¿para qué preocuparnos tanto?


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Un fotograma de La espada en la piedra (1963), de Wolfgang Reitherman.

Flores en el ático. Día 14


Todas las tardes, a las ocho, los balcones se transforman en balcones de teatro de ópera. Decenas de vecinos salen para aplaudir, en principio, a todo el personal médico y sanitario, desde los sabios del Instituto Pasteur y de los laboratorios que buscan día y noche la cura de la nueva peste hasta los camilleros que se juegan la vida en las trincheras de esta suerte de tercera guerra mundial.

A ellos, y también a los que deben salir a trabajar en las condiciones actuales, dedico de nuevo mi gratitud sincera. Creo que ya lo hice antes, pero creo también que una vez ni varias veces son suficientes. Uno de estos días, tuve que salir a hacer algunas compras y la cajera que me atendió en el supermercado parecía salida de un quirófano: iba con guantes, bata quirúrgica, visera de protección, mascarilla. La frente, emparamada de sudor, se le pegaba a la visera. Se veía agobiada, muerta de cansancio. Le deseé las buenas tardes y le dije que tuviera ánimo. Sólo levantó los hombros y me dio las gracias.

A las ocho, hoy, aplaudiré precisamente por esa valiente cajera.



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La fotografía es de Gabriel Bouys (AFP).

Flores en el ático. Día 13


Como los días se parecen todos, la semana se ha convertido en una única jornada dividida en nuevas formas de distribuir el tiempo que bien podrían admitir combinaciones tales como el «lúbado» o el «mardingo» (esta última posibilidad podría resultarle chocante a más de un corazón sensible).

Antes, cuando llegaba el domingo por la tarde, sabíamos que la semana comenzaría en cuestión de horas, que el lunes sería el primer paso de la empinada cuesta de los próximos siete días. Luego llegaba el miércoles y sentíamos que el fin de semana estaba cerca y lejos a la vez. Según el caso, estas inquietudes podían convertirse en un dilema metafísico. Pero cuando llegaba el viernes por la noche, todo cambiaba: algunas horas de distensión, une buena serie en Netflix, casi siempre una pizza humeante frente al televisor…

Todo eso es, por ahora, cosa del pasado. Los «lúbados», los «mardingos», los «viércoles» son las apelaciones de estos largos días que pasan para nosotros, invictas flores en el ático.



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La foto, de Getty Images, ilustra un artículo de BBC Mundo titulado «La curiosa historia de cómo el sábado y el domingo se convirtieron en ‘fin de semana’». Tal vez resulte interesante leerlo.

Flores en el ático. Día 12


En España los llaman ahora «balconazis». Son los miembros de una nueva especie o variación de la guardia montada en estos tiempos de peste china. Son vecinos que lanzan gritos y hasta ofensas desde los balcones a quienes se les ocurra salir de sus casas y romper las filas del confinamiento.

Los «balconazis» de nuestro edificio son un tanto más tolerantes. Los padres pueden jugar con sus niños, sí, pero a ciertas horas, sin pelotas o bicicletas, aunque ya esto último nadie lo respete. La primavera ha llegado con todo el esplendor que pueden dar los días con sol y cielos azules.

Los pájaros empiezan a cantar. Y un «balconazi» comienza de nuevo a gritar…



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La fotografía es de iStock.

miércoles, 1 de abril de 2020

Flores en el ático. Día 11


Se nos ha dicho que la lectura debería ser una de las mejores inversiones de tiempo en estos días. La verdad es que entre mis «teleclases» de español y la montaña de actividades que mis hijos deben realizar, sin olvidar pasar la aspiradora —gracias, Lucky, te queremos—, es poco el tiempo que me queda para leer.

Pero si se quiere, se puede. El artículo «¿Regreso al Medioevo?», publicado en El País el 15 de marzo de 2020 por Mario Vargas Llosa, es uno de esos magníficos textos que me ha acompañado en este tiempo. La frase final ofrece una explicación propia del nobel peruano acerca de los efectos de la pandemia: «El terror a la peste es, simplemente, el miedo a la muerte que nos acompañará siempre como una sombra».

Nos encerramos para evitar la propagación del virus, cierto. Nos encerramos porque procuramos que la vida se extienda lo más posible. Todos sabemos que un día u otro moriremos. Vivimos con ese miedo a la muerte, y es ese miedo el que justifica nuestras acciones y decisiones en nuestra búsqueda de un sentido, de un propósito, de un carpe diem infinito.


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El escritor Mario Vargas Llosa en una fotografía publicada en La République des livres.

Flores en el ático. Día 10


Lucky nos da el derecho de tener dos paseos diarios muy cortos. El que más me gusta es el de la noche: las calles desiertas, una que otra ventana iluminada. Son cinco minutos en una ciudad fantasma. Ni un ruido de ollas que se friegan o de risas en el balcón. Aún hace frío por las noches.

Recuerdo el episodio de una serie que, desafortunadamente, no he podido ver completa: The Twilight Zone o La dimensión desconocida, como la conocimos en Venezuela. Una búsqueda rápida en Google me dice que estoy haciendo referencia a la serie de los años ochenta, y que el episodio en cuestión se titula, en inglés, «A Little Peace and Quiet», que quizá podría traducirse por un «Un poco de paz y calma». En la historia, una mujer encuentra un amuleto capaz de detener el tiempo. Nadie se mueve, todo el mundo está quieto, inmóvil, sin pestañear.

Así parece haber quedado nuestro mundo. Pero me equivoco. Alguien abre una puerta y sale a la calle con la excusa de sacar la basura. En realidad, es para fumarse un cigarro. Son más de las diez de la noche. El tiempo sigue avanzando.

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La actriz Melinda Dillon en el episodio «A Little Peace and Quiet» (1985), realizado por Wes Craven, de la serie The Twilight Zone.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 9

Hoy leí una excelente entrevista al director del Instituto de Neuropsiquiatría y Adicciones del Hospital del Mar: Antoni Bulbena, catedrático de psiquiatría en la Universidad Autónoma de Barcelona. El título es inspirador: «Es el momento de saber qué queremos en la vida». Y varias frases finales son una joya: 

«A nosotros estas crisis nos otorgan la oportunidad de cambiar el tener por el ser».

Sobre estos días de confinamiento, asegura: «Tendremos la oportunidad de revalorizar la relación directa con los demás, con el entorno y con uno mismo. Debemos aprovechar este tiempo para estar con nosotros mismos».

¿Y si, después de todo, el objetivo final de este encierro consistiera en eso, en darnos tiempo de verdad para saber lo que queremos y esperamos de nosotros y de la vida que aún nos queda por vivir?


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El doctor Antoni Bulbena en una fotografía de Francesc Melción publicada en el diario catalán Ara el 9 de diciembre de 2016.

Flores en el ático. Día 8

Ninguna precaución, ninguna medida de higiene parecen suficientes. Me lavo las manos unas veinte veces al día. La piel del dorso se ha puesto aún más áspera. El contacto del agua con esa parte de la piel que se ha cuarteado comienza a doler. Si se me ocurre bajar la basura a la calle, quisiera poder ponerme un traje de astronauta. Ya mucha gente, o la poca que se ve por las mañanas, no camina por las aceras. Cualquier acción que hace unas semanas no tenía ninguna importancia puede convertirse en un asunto de vida o muerte: rozar un dedo con una superficie metálica; dejar, sin quererlo, que mi abrigo toque una puerta. Son cosas de la histeria.

El mundo exterior se ha convertido en un inmenso Chernóbil.


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Una imagen de la miniserie Chernobyl (2019), de Johan Renck, publicada en el sitio France Info.

lunes, 23 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 7



Esta mañana me desperté con el sonido de una música que venía del segundo piso. Estoy casi seguro de que quien la puso fue nuestra vecina discreta y risueña, de origen africano, que se encarga de cuidar a sus sobrinos algunos fines de semana del mes. En ocasiones nos ha preguntado si nos molesta el ruido de los niños cuando la visitan, y siempre, aunque que le digamos que no, se disculpa. Pero esta vez la vecina, con toda seguridad —cuyo nombre, desafortunadamente, desconozco—, cedió a la presión de estos últimos días de encierro y se dijo que nada mejor para combatir el estrés de la cuarentena que un domingo con música.

Le di toda la razón. La música era alegre, contagiosa, de aires africanos, con suaves golpes de tambor. Me hubiese gustado que las melodías se prolongaran por más tiempo, pero al cabo de un rato la apagó y se puso a pasar la aspiradora. Seguro que con ella vive otro Lucky.

Aunque una cosa no tiene nada que ver con la otra, de repente me imaginé a la vecina al sol, en una tumbona en el balcón —imposible, hoy el día estuvo más bien frío—, vestida con una blusa estampada de flores, un daiquirí sin alcohol en una mano y una novela de Agatha Christie en la otra. Ésa es una de las imágenes que tengo en mente para conjurar los efectos de la encerrona.

Una imagen, de tantas, de la felicidad perfecta.

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La imagen es del sitio web Atelier Cocktail.

domingo, 22 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 6



Estar confinado debe ser como estar en una balsa en medio del océano. No hay nadie a tu alrededor, sólo los tuyos cuando tienes la suerte de tenerlos contigo. El resto es una inmensa soledad, un estruendoso silencio, un vacío sin fin.

Las pocas personas que ves en la calle son espectros que avanzan, como yo, tanteando en la oscuridad. He cometido el error de salir unas tres veces esta semana. Tengo el complejo de la hormiga provisora; no he cedido al pánico, sólo quiero sentir que nada nos va a faltar. Que haya suficiente comida.

Ya no se consigue la harina de trigo en ningún supermercado. La escasez de pastas se ha convertido en un chiste popular y triste en las redes sociales. El miedo ha provocado una estampida de compras nerviosas que, según una señora decía esta tarde a la espera de que abrieran una tienda de alimentos congelados, sólo ha puesto al descubierto el egoísmo de los franceses.

No es egoísmo, señora, es miedo. El miedo nos puede conducir a las más temerarias locuras. Pero todo es comprensible cuando capeas la tempestad en el océano de una cuarentena mundial.

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La foto fue publicada en el sitio Actu.fr el 3 de marzo de 2020.

sábado, 21 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 5




Hoy me derrumbé. Por primera vez caí en la cuenta de que estamos confinados porque esto es, definitivamente, un estado de emergencia, una guerra sanitaria. No había querido caer en el discurso catastrofista que inevitablemente se ha apoderado de medio mundo en estos días, pero no me ha quedado más remedio que reconocer la verdad: dejar de seguir tapando el sol con un dedo y admitir que miles de vidas están en juego.

Las próximas semanas, aquí, en Francia, cientos de personas van a morir. Son personas que hasta no hace mucho tenían una vida como la mía: un trabajo, ilusiones, días buenos, días malos. Son personas que han vivido, tal vez, a pocos metros de donde vivo, que posiblemente se han sentado en el mismo vagón del metro en el que me he montado en alguna ocasión. Muchos luchan por vivir mientras escribo estas líneas.

Son personas, seres humanos, vidas, que dejarán de existir por culpa de esta tragedia. A todas ellas, y al valiente ejército de ángeles dedicados a aliviar, en lo posible, con las uñas, las consecuencias de lo que estamos viviendo, quisiera expresar en estas líneas mi más profundo respeto.

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La imagen es de Gonzalo Fuentes (Reuters).

jueves, 19 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 4




Hoy Emma y yo salimos por primera vez a la calle. Fuimos a una tienda para comprar un cuaderno con hojas cuadriculadas. Ahora, para salir, tienes que rellenar un formulario en el que certificas, dando tu palabra de honor, que tu salida al mundo libre está plenamente justificada. Vimos a muy poca gente, como era de imaginar. Pero una señora casi nos fulmina con la mirada cuando, caminando por la acera, acortamos las distancias peligrosamente con ella y sin darnos cuenta, la verdad. En la tienda, una fila de personas, casi todos con máscaras de protección y guantes, esperaban su turno para entrar.

No sé si imagine cosas, pero me pareció ver una mirada de angustia en un señor que andaba en patineta. En la tienda a la que fuimos, la gente se miraba con recelo, estresada. El problema no es tanto un virus que anda por ahí sino el hecho de que pueda alojarse en el organismo de mi vecino, de ese anciano que pasea a su perro, de esa mujer que está comparando los precios de los yogures y que de repente se puede poner a toser. Visto desde ese punto de vista, estamos asistiendo a un nuevo orden social, a un terror instaurado por todas las combinaciones posibles de contaminación y contagio de una enfermedad que nos acerca aún más a la idea inexorable de la muerte, a una humanidad en la que todos podemos ser el culpable de algo y el causante de nuevo males. Algo así como que todos dormimos ahora con el enemigo.


Todo esto se parece más a una serie mediocre de Netflix, a una película mala, a una temporada sin pena ni gloria de The Walking Dead, que a la realidad de nuestra cuarta jornada de confinamiento.

 

 

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La foto es de Benoit Tessier y fue publicada en La Tribune el 27 de enero de 2020.


Flores en el ático. Día 3





«Flores en el ático. Día 3. O la lucha sin fin contra los pelos de Lucky». Tal debería ser el título completo de esta breve historia.

Lucky es un perro labrador de un elegante color chocolate. Tiene el color de los ojos entre verde y miel, y una mirada de niño regañado. Es nuestro amigo fiel. En estos días de confinamiento, su continua pérdida de pelos, producto del cambio estacional, nos obliga a pasar la aspiradora dos veces al día, y a darnos cuenta de que limpiar una casa, sobre todo en momentos tan particulares como éstos, se parece mucho a ese mito griego, el de Sísifo, condenado por los dioses a empujar eternamente un peñasco por una empinada montaña para luego dejarlo caer en la cima y volver a empezar. Así, como si nada, por siempre jamás.

Lucky, pues, nos ha confrontado en esta temporada de encierro a una cuestión filosófica: la vida está llena de futilidades. Es cierto, hay que tratar de tenerlo todo limpio, es necesario, y ahora más que nunca. Pero en esto de pasar la aspiradora un día tras otro es inevitable sentirme como Sísifo. Los pelos reaparecen de inmediato, y se multiplican por cien apenas guardo la aspiradora.

Lo que pasa es que necesitamos darle un objetivo a nuestra existencia, es una necesidad y a la vez una pregunta que interesa a más de uno. Me pongo a pensar también en la vida de Lucky, confinado a cuatro paredes mucho antes de esta locura, acostumbrado a dos paseos diarios para aliviar sus necesidades y divertir el olfato con todas las curiosidades de la acera, que debe ser, sin duda, un universo de sensaciones para él. Todo esto lo ha vivido nuestro Lucky con estoicismo y coraje durante sus casi siete años de vida. Y eso que nació en una granja muy cerca de Chartres; nada comparado con la vida en un apartamento. Su peñasco ha sido esperar un día tras otro el momento en que se abra la puerta y pueda salir al exterior. Luego esperar por el siguiente paseo, y así sucesivamente.

Nuestro peñasco consiste en aspirar sus pelos. Y en buscar el propósito de nuestra vida.

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En la foto, Lucky, una tarde de otoño de 2014, aproximadamente.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 2


Desde hace unos ocho años enseño la lengua española en Francia, cosa que, en realidad, nunca estuvo dentro de mis planes o de mis más remotas imaginaciones. Cuando llegué aquí en septiembre de 2009, pensé que nos quedaríamos no más de tres años. La idea era cumplir con el propósito del viaje: doctorarme en la Universidad de París III y regresar a Venezuela con la ilusión de trabajar en una escuela de periodismo como profesor de técnicas de redacción o algo por el estilo. Pero las cosas terminaron dándose de otra manera. Como casi todo en la vida, o al menos en la mía.

Por diversas razones aquí terminamos quedándonos. Puesto que el plan consistía en dedicarme a la enseñanza, ahora soy profesor de educación secundaria. Desde entonces, he trabajado en varios colegios e institutos de la región parisiense. En la actualidad, llevo cuatro años en el instituto Flora Tristrán, situado en Montereau-Fault-Yonne, a poco más de 90 kilómetros al sur de París. Fue en Montereau-Fault-Yonne —una ciudad obrera, algo oscura, aunque atravesada en su centro histórico por una calle larga y animada de comercios coloridos—, donde Napoleón selló, en 1814, una de sus últimas victorias antes del final estrepitoso de su imperio.

En total, enseño a unos 130 estudiantes de entre 15 y 19 años, repartidos en ocho clases o secciones. Desde que comenzó el periodo de confinamiento el 16 de marzo, trabajo desde casa como tantos otros miles de profesores. La labor no es simple, y en realidad parece interminable. Por suerte, los alumnos se han mostrado bastante reactivos. El viernes, cuando me despedí de una de mis clases, me dio la impresión de que algunos se estaban tomando esto como unas vacaciones, con la ilusión de una alegre excursión a la playa. Lógico, claro está, tampoco nos mintamos. Esta pausa impuesta por las autoridades —aún no podemos llamarla cuarentena—, este cierre forzado y masivo de actividades, se presta para un descanso digamos que merecido en estos días que ya huelen a primavera. La situación, no obstante, es otra.

El llamado telebrabajo ha sido una de las grandes apuestas de no pocas empresas y multinacionales. Trabajar en pijama, escuchando la música que te gusta, levantándote cada vez que el estómago te dice que abras el frigo parecen expresiones de una sociedad avanzada, centrada en el individuo y no en el trabajo, en el trabajo como recurso o tal vez como excusa para elevarnos a nuestro máximo potencial.

Pero yo soy de la vieja escuela. Prefiero levantarme temprano, tomar el bus y luego el tren para ir al trabajo. Llenarme de microbios y sentirme complacido con la libertad de mi rutina de antes. Ver a mis alumnos en vivo, entrando en la sala como una simpática horda de hooligans mientras algunas se hacen selfis y se maquillan justo cuando trato de hablarles de una leyenda del México precolombino.

¿Qué vamos a hacer? Así somos: nunca conformes con nada.  

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La imagen es del sitio web Reasonwhy.es. 


martes, 17 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 1



En una época, cuando tenía unos 13 años, solía leer el tipo de novelas que comienzan con frases como éstas:

«Es muy propio el atribuir a la esperanza el color amarillo, como el sol que raras veces veíamos. Y al ponerme a copiar del viejo diario que escribí durante tanto tiempo para estimular la memoria, me viene a la mente un título, como fruto de la inspiración: abre la ventana y ponte al sol. Y, sin embargo, dudo en asignárselo a mi historia, porque pienso que somos algo más que flores en el ático. Flores de papel. Nacidos con tan vivos colores, ajándonos, cada vez más desvaídos, a lo largo de todos esos días interminables, penosos, sombríos, de pesadilla, cuando nos tenía presos la esperanza, y cautivos la codicia».

Cito las primeras líneas de la novela Flores en el ático (1979), de la escritora estadounidense Cleo Virginia Andrews. No se me ocurre mejor forma de imaginarme lo que serán los próximos días en los que la sombra de un virus ha terminado por atraparnos a todos en una ola de compras compulsivas, miradas huidizas, rostros cubiertos con máscaras, manos enguantadas, sin apretones y sobre todo sin el característico saludo con un par de besos, a veces son tres, que bien podría considerarse una institución cultural —de las tantas que tiene Francia—.

Pienso también en aquellos que, lejos de una ficción, tuvieron que encerrarse en cuatro reducidas paredes para sobrevivir. Fue el caso de Ana Frank, célebre por su diario y por el desván en el que vivió con los suyos durante unos tres años, en la Ámsterdam de la ocupación nazi. Sobrevivir para esconderse. Los niños de Flores en el ático fueron escondidos a la fuerza, bajo el engaño. Mejor no cuento el resto de la historia en caso de que a alguien se le ocurra leer el libro, aunque si se me permite un consejo creo que hay literatura de mejor calidad para pasar el tiempo, sobre todo las muchas horas de encierro que nos esperan.

Porque para quienes aún no lo sepan, Francia y buena parte de Europa se han convertido en el centro de una pandemia que nos han importado los chinos (es lo que nos han contado) y que ha cerrado escuelas, universidades, museos, restaurantes, vaciando calles y dejando desiertas las plazas. París sin turistas bien vale no una misa sino una buena visita. Pero me temo que eso no podremos verlo. Los próximos días —se prevé que sean quince— serán de confinamiento estricto. Seremos flores en un ático, pero sin ninguna intención de marchitarnos. De estos días saldremos convertidos en la mejor versión de la mejor versión de lo que hemos sido alguna vez. Leeremos, pensaremos, miraremos la vida de otro modo, desde otra perspectiva. Relativizaremos cada experiencia. Respiraremos sin tanta contaminación —algo bueno tenía que traernos todo esto—, y abriremos una ventana de nuevas oportunidades. Que todo esto buena falta nos hacía.

Hoy, después de comer, miramos un documental muy honrado porque intenta desmontar nada menos que uno de los mitos sagrados de la cultura de consumo: el gigante de los gigantes de la comida rápida, McDonald’s. Me refiero a Super Size Me (2004), de Morgan Spurlock, el realizador que se lanza a la aventura de componer un menú exclusivo de hamburguesas, frituras, helados y yogures calóricos durante 30 días. Al borde del colapso, con un colesterol por las nubes, Spurlock termina su experimento con algo que ya todos sabíamos pero que no está de más que nos recuerden: es mejor comerse una ensalada en casa y pensar que vale la pena conservar nuestra salud en buenas condiciones.

Todo termina y empieza por la salud, que es, finalmente, el bien más preciado, después del tiempo. Con ambos se puede hacer de la vida una sucesión de memorias dignas de recordar.

Por eso nos encerramos y no salimos de casa. Porque queremos vivir, queremos tener tiempo, queremos tener salud. Porque nos queremos y queremos a los que hacen de nuestra vida el mayor tesoro. Esto también nos lo han contado, pero tiene más sentido que el delirio de las pandemias.

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La escritora Cleo Virginia Andrews (1923-1986) en una imagen publicada en el sitio web de la editorial Melville House.

sábado, 11 de enero de 2020

Diez panes franceses y una botella de Coca-Cola


Para algunos, el padre es un héroe, un ángel. Para otros, representa la imagen de un monstruo. Para mí, fue un hombre ante todo muy humano, muy sencillo, sin ningún tipo de complejos para mostrarse ante todos con sus defectos y cualidades. Tal fue mi padre. Fue el segundo de su familia en llevar el sonoro nombre de Rómulo. Si hoy estuviera con nosotros, estaría cumpliendo en este día, exactamente, ochenta años.

Mi padre nació en el Maracaibo de 1940. En aquel Maracaibo sepultado por el tiempo y las desafortunadas remodelaciones urbanas de las últimas décadas que fueron dejando al centro histórico en una sombra desvaída de lo que fue alguna vez. En agosto de 2009, poco antes de nuestro viaje a Francia, le dije que saliéramos a caminar por aquellas calles que terminaban en el antiguo mercado y que se perdían en la siempre espléndida Botica Nueva. Todo era irreconocible, pero ahí seguía estando todo, en los recuerdos, en las imágenes que persistían en la memoria. A mi padre le gustaba Maracaibo, le gustaba recordar.

Viví muchos años con el anhelo inconsciente de complacerlo, de demostrarle que yo era lo que él siempre había esperado de mí. Fue una lucha titánica que a la larga terminé perdiendo. Si hubiese tenido el valor, y si hubiese podido, se lo habría dicho, susurrándoselo al oído en aquella mañana soleada en que sus ojos se fueron apagando poco a poco, irremisiblemente, hasta hundirse en un túnel larguísimo, sin final.

Ahora sólo me quedan algunos recuerdos. Más recuerdos. Los muchos mediodías en que mi padre llegaba con diez panes franceses, el periódico y la botella de Coca-Cola. Los panes franceses que terminaban convirtiéndose en los eternos sándwiches con queso palmita de la cena. Y, por supuesto, los crucigramas. Palabras verticales, horizontales; definiciones que encontrar, algunas más complicadas que otras. El diccionario convertido en una pasión lúdica. Papel y bolígrafo. Y las largas tardes de Maracaibo repitiéndose en el silencio de las muchas horas en las que hubiese querido seguir hablando contigo, escuchándote, escuchándome, disfrutando cada instante de un tiempo perfecto que tal vez volverá algún día.

Feliz cumpleaños, papá.