jueves, 7 de junio de 2018

Hace cuarenta años


En 1976, Venezuela era otra galaxia. El supersónico avión de Air France, mejor conocido como el Concorde, aterrizaba en Maiquetía una vez por semana. Los entonces reyes de España, Juan Carlos y Sofía, llegaron a Caracas en octubre de aquel año. El desempleo en el país había llegado a «su mínimo histórico», un 4%. Y el caraqueño centro comercial Tamanaco inauguraba la «primera feria de comidas de Venezuela y América Latina». Todas estas referencias pueden leerse en Wikipedia. Yo nací también en 1976. No fui noticia, excepto para mi familia, ni formo parte de algún dato revelador de aquellos distintos años setenta. Sólo soy un testigo, ahora en la distancia, del naufragio de mi tierra, del apagón que sume en el desencanto a tantos compatriotas, del desastre que vivimos todos cuarenta años después.

Hace poco vi un mapa de España en el que se sitúan los tantos casos de corrupción. La derecha española, así como su versión de centroizquierda, es tan cínica e incompetente como ese espanto socialista, loco y fatal que ha hecho de Venezuela una sombra. Creímos que las riquezas se debían repartir con igualdad y justicia, y creímos también que una nueva versión dolarizada y light de la Revolución cubana haría posible los supuestos sueños de Bolívar. Creímos tanto que ahora ya no creemos en nada. Sólo en un posible futuro mejor. En un renacer. En eso sí que no hay que dejar de creer. Nunca.
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Plaza Venezuela, Caracas, años setenta. La imagen fue publicada en la cuenta Twitter Tu Zona Caracas el 23 de mayo de 2016.

lunes, 23 de abril de 2018

Primavera en serie (2)


Rita o el arte de vivir con el pasado a cuestas


Esta historia es de otra fumadora. Pero sin todo el glamur de Betty Draper, claro está. Se trata de Rita Madsen, una profesora danesa de espesa cabellera, camisas a cuadros, de leñadora, vaqueros ajustados y mirada endurecida, de glaciales ojos azules que se derriten sólo en raras ocasiones: cuando saluda a sus alumnos o a otros niños de la escuela o cuando se lanza a las lides del amor, no importa dónde ni cómo, cual vikinga terrible de la postmodernidad.

En Dinamarca, así lo he entendido tras ver terminar la serie Rita, parece que los niños en edad de escuela elemental se mezclan en un mismo centro educativo con los adolescentes que aquí en Francia van al último año del collège, que en Venezuela equivaldría al noveno grado y en España al final de la ESO. Así que a Rita la vemos enseñando a niños de primer grado y luego en una sala con chicos del último año, dando una lección de literatura o historia danesa. Su inspiración y su razón de ser son los niños. Su cruzada es contra los padres que no saben educar a sus hijos, sea porque los descuidan o sobreprotegen. Hay que ver la serie completa para entender que en realidad Rita busca protegerse a sí misma de su pasado, de su madre que la abandonó, de su padre que la despreció sin perdonarle que se pareciera tanto a su mujer. Rita sufre y ríe cuando y cuanto puede. Se fuma todos los cigarros posibles, se alimenta de espaguetis con kétchup –¿quién me dijo alguna vez que los espaguetis con kétchup eran una aberración?–, bebe cervezas sola, en el salón de su casa o en un bar en penumbras.

Un día, el espectro de su juventud se le aparece. Rita de cara a Rita. Y hace las paces con ella misma, dándole la mano a su pasado y cerrándole la puerta, por fin, a todos los miedos del mundo.

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En la imagen, la actriz Mille Dinesen en el fotograma de un episodio de la serie Rita (2012-2017), creada por Christian Torpe.

Primavera en serie (1)


El cigarrillo de Betty Draper


No fumo, nunca he fumado, pero creo que en un cigarrillo hay, como en todo, una metáfora de la vida. Hace casi un par de años mi vida dio un tremendo vuelco. Fue como un sismo, o peor: fue como la destrucción de un planeta entero. Tuve que mudarme a uno nuevo, y, mientras tanto, en el viaje hacia una galaxia desconocida me vi a mí mismo aficionándome a un producto de nuestra sociedad de consumo y entretenimiento fácil que hasta entonces había ignorado. Me refiero a las series de televisión, ese ingenio que desde hace ya una veintena de años está marcando con letras doradas la historia de nuestra civilización a fuerza de robarle al cine cuotas de inteligencia. Esto parece exagerado, como muchas cosas que suelo decir en este blog desconocido –¿aún existen los blogs?, ¿quién escribe un blog?, ¿y quién los lee?–, pero me gustaría compartir en estos días de primavera algunas ideas que me han venido a la mente cada vez que termino una serie, cada vez que pienso en el resultado de semejante trabajo de creatividad, talento y arte, sí, arte. Algunas series de televisión son una manifestación artística. En caso de duda, ahí está Tony Soprano.

O el cigarrillo de Betty Draper y su lección de vida. Betty Draper es una ama de casa de revista. Sus cabellos rubios, resplandecientes, peinados a lo Grace Kelly, armonizan con el conjunto de su primorosa vivienda de clase media, situada en los suburbios neoyorquinos. Betty Draper es madre de dos niños y la mujer de Don Draper, un genio de la publicidad en el Nueva York de los años sesenta. No se puede entender a Don ni su historia, llevada a la televisión en 92 inolvidables episodios bajo el título de Mad Men, sin entender a Betty. Ni cada uno de los cigarrillos que fuma.

Cuidado: si tienes la suerte de no haber visto aún Mad Men, no sigas leyendo. Aquí hay, inevitablemente, spoilers. Betty asiste al desmoronamiento de su matrimonio a fuego lento, poco a poco, sin que nadie, ni ella ni su marido, se dé cuenta. Cada infidelidad de Don, cada una de sus mentiras ocultas en un pasado que es imposible dejar atrás, pesa como un plomo. Por eso, ahí están los cigarrillos. Para olvidar, para envolverse en una nube de humo mientras los niños rocían las hamburguesas de kétchup, para hacerse la dama glamurosa, triste y con clase. Para consumirse a sí mismo hasta el final, hasta que no quede nada, sólo el recuerdo de una vida que nunca pudo ser.

Un cigarrillo se enciende. Se chupa. Se inhala y se exhala el humo. Nunca he fumado, pero imagino que así, más o menos en ese orden, va el proceso de consumir la tristeza. Una y otra vez. Hasta que se acabe la caja. Y vuelta a empezar.

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En la imagen, la actriz January Jones en el fotograma de un episodio de la serie Mad Men (2007-2015), creada por Matthew Wiener.

sábado, 6 de enero de 2018

Cuentos de criadas


Es interesante ver cómo la literatura puede apropiarse de la realidad para recrearla, reinventarla. En El cuento de la criada (1985), de la escritora canadiense Margaret Atwood, por ejemplo, un solo personaje, una entidad digamos aquí social, representada en la imagen de la mujer, puede escindirse y reflejarse en diversas realidades paralelas, dando lugar a un mundo de castas, a una pirámide comunitaria dominada por el gran faraón de la humanidad, el hombre. 

En esta obra, cuya reciente adaptación a la televisión es brillante y sobrecogedora a la vez, una república teocrática pone fin a la “degenerada” democracia estadounidense y “devuelve” a la mujer a la esencia de las responsabilidades que la sociedad ha ordenado que le correspondan por derecho: reproducirse, criar hijos, atender un hogar, velar por el marido. Hay un lugar, por supuesto, para “el oficio más antiguo del mundo”: la prostitución. En este nuevo sistema social, gobernado por la ideología cristiana concebida como ley y fundamento de la nueva locura establecida, las Criadas llevan un atuendo escarlata para simbolizar su puesto en el fondo de la pirámide, en el cual la concepción de un niño es su único trabajo. Son la propiedad del señor de su casa, llevan el nombre de sus patrones; por ejemplo, si el amo se llama Fred, su sirvienta se llamará Defred. A éstas les siguen las Martas, suerte de monjas apocadas y trabajadoras, con vestimentas pardas, el alma de las tareas del hogar. Las Esposas, siempre vestidas de verde, acompañan al marido, pero desde la penumbra, en silencio, ocupándose de los bebés que alumbran las Criadas. No hay que olvidar a las tenebrosas Tías, emblema del pensamiento encorsetado y de la religión dogmática que anula y destruye toda esperanza para las Criadas, siendo sus tutoras y responsables de salvaguardar el nuevo orden. Para terminar, aquellas mujeres que no supieron adaptarse al integrismo de esta república que tanto y tan bien refleja nuestro mundo, son destinadas a prostituirse. Cada una recibe el nombre de Jezabel. En un pasado no muy lejano, fueron sociólogas, periodistas, científicas. Hoy, son prostitutas. Objetos. 

Hay aquí, entonces, dos lecturas: la primera, como decía antes, tiene que ver con las posibilidades literarias de convertir una realidad, la de la mujer, en una paleta de personajes que interactúan y modifican la sustancia de cada una en un juego de espejos insólito, en un efecto dominó, creando una red de múltiples verdades. Esto me parece muy ingenioso. La segunda lectura tiene que ver, por supuesto, con el mensaje de El cuento de la criada, en el cual los fundamentalismos, el pensamiento único, en aras de la protección de los valores morales y el conservadurismo, son una excusa suficiente para barrer todo aquello que se oponga o sea diferente.

Esta obra fue escrita hace más de 30 años, pero su vigencia es demoledora y cruel. La razón está a la vista: la república creada por Atwood ya está aquí.

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La actriz Elizabeth Moss interpreta a Offred (Defred) en la serie de televisión El cuento de la criada (2017), basada en la novela de Margaret Atwood.