miércoles, 25 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 9

Hoy leí una excelente entrevista al director del Instituto de Neuropsiquiatría y Adicciones del Hospital del Mar: Antoni Bulbena, catedrático de psiquiatría en la Universidad Autónoma de Barcelona. El título es inspirador: «Es el momento de saber qué queremos en la vida». Y varias frases finales son una joya: 

«A nosotros estas crisis nos otorgan la oportunidad de cambiar el tener por el ser».

Sobre estos días de confinamiento, asegura: «Tendremos la oportunidad de revalorizar la relación directa con los demás, con el entorno y con uno mismo. Debemos aprovechar este tiempo para estar con nosotros mismos».

¿Y si, después de todo, el objetivo final de este encierro consistiera en eso, en darnos tiempo de verdad para saber lo que queremos y esperamos de nosotros y de la vida que aún nos queda por vivir?


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El doctor Antoni Bulbena en una fotografía de Francesc Melción publicada en el diario catalán Ara el 9 de diciembre de 2016.

Flores en el ático. Día 8

Ninguna precaución, ninguna medida de higiene parecen suficientes. Me lavo las manos unas veinte veces al día. La piel del dorso se ha puesto aún más áspera. El contacto del agua con esa parte de la piel que se ha cuarteado comienza a doler. Si se me ocurre bajar la basura a la calle, quisiera poder ponerme un traje de astronauta. Ya mucha gente, o la poca que se ve por las mañanas, no camina por las aceras. Cualquier acción que hace unas semanas no tenía ninguna importancia puede convertirse en un asunto de vida o muerte: rozar un dedo con una superficie metálica; dejar, sin quererlo, que mi abrigo toque una puerta. Son cosas de la histeria.

El mundo exterior se ha convertido en un inmenso Chernóbil.


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Una imagen de la miniserie Chernobyl (2019), de Johan Renck, publicada en el sitio France Info.

lunes, 23 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 7



Esta mañana me desperté con el sonido de una música que venía del segundo piso. Estoy casi seguro de que quien la puso fue nuestra vecina discreta y risueña, de origen africano, que se encarga de cuidar a sus sobrinos algunos fines de semana del mes. En ocasiones nos ha preguntado si nos molesta el ruido de los niños cuando la visitan, y siempre, aunque que le digamos que no, se disculpa. Pero esta vez la vecina, con toda seguridad —cuyo nombre, desafortunadamente, desconozco—, cedió a la presión de estos últimos días de encierro y se dijo que nada mejor para combatir el estrés de la cuarentena que un domingo con música.

Le di toda la razón. La música era alegre, contagiosa, de aires africanos, con suaves golpes de tambor. Me hubiese gustado que las melodías se prolongaran por más tiempo, pero al cabo de un rato la apagó y se puso a pasar la aspiradora. Seguro que con ella vive otro Lucky.

Aunque una cosa no tiene nada que ver con la otra, de repente me imaginé a la vecina al sol, en una tumbona en el balcón —imposible, hoy el día estuvo más bien frío—, vestida con una blusa estampada de flores, un daiquirí sin alcohol en una mano y una novela de Agatha Christie en la otra. Ésa es una de las imágenes que tengo en mente para conjurar los efectos de la encerrona.

Una imagen, de tantas, de la felicidad perfecta.

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La imagen es del sitio web Atelier Cocktail.

domingo, 22 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 6



Estar confinado debe ser como estar en una balsa en medio del océano. No hay nadie a tu alrededor, sólo los tuyos cuando tienes la suerte de tenerlos contigo. El resto es una inmensa soledad, un estruendoso silencio, un vacío sin fin.

Las pocas personas que ves en la calle son espectros que avanzan, como yo, tanteando en la oscuridad. He cometido el error de salir unas tres veces esta semana. Tengo el complejo de la hormiga provisora; no he cedido al pánico, sólo quiero sentir que nada nos va a faltar. Que haya suficiente comida.

Ya no se consigue la harina de trigo en ningún supermercado. La escasez de pastas se ha convertido en un chiste popular y triste en las redes sociales. El miedo ha provocado una estampida de compras nerviosas que, según una señora decía esta tarde a la espera de que abrieran una tienda de alimentos congelados, sólo ha puesto al descubierto el egoísmo de los franceses.

No es egoísmo, señora, es miedo. El miedo nos puede conducir a las más temerarias locuras. Pero todo es comprensible cuando capeas la tempestad en el océano de una cuarentena mundial.

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La foto fue publicada en el sitio Actu.fr el 3 de marzo de 2020.

sábado, 21 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 5




Hoy me derrumbé. Por primera vez caí en la cuenta de que estamos confinados porque esto es, definitivamente, un estado de emergencia, una guerra sanitaria. No había querido caer en el discurso catastrofista que inevitablemente se ha apoderado de medio mundo en estos días, pero no me ha quedado más remedio que reconocer la verdad: dejar de seguir tapando el sol con un dedo y admitir que miles de vidas están en juego.

Las próximas semanas, aquí, en Francia, cientos de personas van a morir. Son personas que hasta no hace mucho tenían una vida como la mía: un trabajo, ilusiones, días buenos, días malos. Son personas que han vivido, tal vez, a pocos metros de donde vivo, que posiblemente se han sentado en el mismo vagón del metro en el que me he montado en alguna ocasión. Muchos luchan por vivir mientras escribo estas líneas.

Son personas, seres humanos, vidas, que dejarán de existir por culpa de esta tragedia. A todas ellas, y al valiente ejército de ángeles dedicados a aliviar, en lo posible, con las uñas, las consecuencias de lo que estamos viviendo, quisiera expresar en estas líneas mi más profundo respeto.

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La imagen es de Gonzalo Fuentes (Reuters).

jueves, 19 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 4




Hoy Emma y yo salimos por primera vez a la calle. Fuimos a una tienda para comprar un cuaderno con hojas cuadriculadas. Ahora, para salir, tienes que rellenar un formulario en el que certificas, dando tu palabra de honor, que tu salida al mundo libre está plenamente justificada. Vimos a muy poca gente, como era de imaginar. Pero una señora casi nos fulmina con la mirada cuando, caminando por la acera, acortamos las distancias peligrosamente con ella y sin darnos cuenta, la verdad. En la tienda, una fila de personas, casi todos con máscaras de protección y guantes, esperaban su turno para entrar.

No sé si imagine cosas, pero me pareció ver una mirada de angustia en un señor que andaba en patineta. En la tienda a la que fuimos, la gente se miraba con recelo, estresada. El problema no es tanto un virus que anda por ahí sino el hecho de que pueda alojarse en el organismo de mi vecino, de ese anciano que pasea a su perro, de esa mujer que está comparando los precios de los yogures y que de repente se puede poner a toser. Visto desde ese punto de vista, estamos asistiendo a un nuevo orden social, a un terror instaurado por todas las combinaciones posibles de contaminación y contagio de una enfermedad que nos acerca aún más a la idea inexorable de la muerte, a una humanidad en la que todos podemos ser el culpable de algo y el causante de nuevo males. Algo así como que todos dormimos ahora con el enemigo.


Todo esto se parece más a una serie mediocre de Netflix, a una película mala, a una temporada sin pena ni gloria de The Walking Dead, que a la realidad de nuestra cuarta jornada de confinamiento.

 

 

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La foto es de Benoit Tessier y fue publicada en La Tribune el 27 de enero de 2020.


Flores en el ático. Día 3





«Flores en el ático. Día 3. O la lucha sin fin contra los pelos de Lucky». Tal debería ser el título completo de esta breve historia.

Lucky es un perro labrador de un elegante color chocolate. Tiene el color de los ojos entre verde y miel, y una mirada de niño regañado. Es nuestro amigo fiel. En estos días de confinamiento, su continua pérdida de pelos, producto del cambio estacional, nos obliga a pasar la aspiradora dos veces al día, y a darnos cuenta de que limpiar una casa, sobre todo en momentos tan particulares como éstos, se parece mucho a ese mito griego, el de Sísifo, condenado por los dioses a empujar eternamente un peñasco por una empinada montaña para luego dejarlo caer en la cima y volver a empezar. Así, como si nada, por siempre jamás.

Lucky, pues, nos ha confrontado en esta temporada de encierro a una cuestión filosófica: la vida está llena de futilidades. Es cierto, hay que tratar de tenerlo todo limpio, es necesario, y ahora más que nunca. Pero en esto de pasar la aspiradora un día tras otro es inevitable sentirme como Sísifo. Los pelos reaparecen de inmediato, y se multiplican por cien apenas guardo la aspiradora.

Lo que pasa es que necesitamos darle un objetivo a nuestra existencia, es una necesidad y a la vez una pregunta que interesa a más de uno. Me pongo a pensar también en la vida de Lucky, confinado a cuatro paredes mucho antes de esta locura, acostumbrado a dos paseos diarios para aliviar sus necesidades y divertir el olfato con todas las curiosidades de la acera, que debe ser, sin duda, un universo de sensaciones para él. Todo esto lo ha vivido nuestro Lucky con estoicismo y coraje durante sus casi siete años de vida. Y eso que nació en una granja muy cerca de Chartres; nada comparado con la vida en un apartamento. Su peñasco ha sido esperar un día tras otro el momento en que se abra la puerta y pueda salir al exterior. Luego esperar por el siguiente paseo, y así sucesivamente.

Nuestro peñasco consiste en aspirar sus pelos. Y en buscar el propósito de nuestra vida.

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En la foto, Lucky, una tarde de otoño de 2014, aproximadamente.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 2


Desde hace unos ocho años enseño la lengua española en Francia, cosa que, en realidad, nunca estuvo dentro de mis planes o de mis más remotas imaginaciones. Cuando llegué aquí en septiembre de 2009, pensé que nos quedaríamos no más de tres años. La idea era cumplir con el propósito del viaje: doctorarme en la Universidad de París III y regresar a Venezuela con la ilusión de trabajar en una escuela de periodismo como profesor de técnicas de redacción o algo por el estilo. Pero las cosas terminaron dándose de otra manera. Como casi todo en la vida, o al menos en la mía.

Por diversas razones aquí terminamos quedándonos. Puesto que el plan consistía en dedicarme a la enseñanza, ahora soy profesor de educación secundaria. Desde entonces, he trabajado en varios colegios e institutos de la región parisiense. En la actualidad, llevo cuatro años en el instituto Flora Tristrán, situado en Montereau-Fault-Yonne, a poco más de 90 kilómetros al sur de París. Fue en Montereau-Fault-Yonne —una ciudad obrera, algo oscura, aunque atravesada en su centro histórico por una calle larga y animada de comercios coloridos—, donde Napoleón selló, en 1814, una de sus últimas victorias antes del final estrepitoso de su imperio.

En total, enseño a unos 130 estudiantes de entre 15 y 19 años, repartidos en ocho clases o secciones. Desde que comenzó el periodo de confinamiento el 16 de marzo, trabajo desde casa como tantos otros miles de profesores. La labor no es simple, y en realidad parece interminable. Por suerte, los alumnos se han mostrado bastante reactivos. El viernes, cuando me despedí de una de mis clases, me dio la impresión de que algunos se estaban tomando esto como unas vacaciones, con la ilusión de una alegre excursión a la playa. Lógico, claro está, tampoco nos mintamos. Esta pausa impuesta por las autoridades —aún no podemos llamarla cuarentena—, este cierre forzado y masivo de actividades, se presta para un descanso digamos que merecido en estos días que ya huelen a primavera. La situación, no obstante, es otra.

El llamado telebrabajo ha sido una de las grandes apuestas de no pocas empresas y multinacionales. Trabajar en pijama, escuchando la música que te gusta, levantándote cada vez que el estómago te dice que abras el frigo parecen expresiones de una sociedad avanzada, centrada en el individuo y no en el trabajo, en el trabajo como recurso o tal vez como excusa para elevarnos a nuestro máximo potencial.

Pero yo soy de la vieja escuela. Prefiero levantarme temprano, tomar el bus y luego el tren para ir al trabajo. Llenarme de microbios y sentirme complacido con la libertad de mi rutina de antes. Ver a mis alumnos en vivo, entrando en la sala como una simpática horda de hooligans mientras algunas se hacen selfis y se maquillan justo cuando trato de hablarles de una leyenda del México precolombino.

¿Qué vamos a hacer? Así somos: nunca conformes con nada.  

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La imagen es del sitio web Reasonwhy.es. 


martes, 17 de marzo de 2020

Flores en el ático. Día 1



En una época, cuando tenía unos 13 años, solía leer el tipo de novelas que comienzan con frases como éstas:

«Es muy propio el atribuir a la esperanza el color amarillo, como el sol que raras veces veíamos. Y al ponerme a copiar del viejo diario que escribí durante tanto tiempo para estimular la memoria, me viene a la mente un título, como fruto de la inspiración: abre la ventana y ponte al sol. Y, sin embargo, dudo en asignárselo a mi historia, porque pienso que somos algo más que flores en el ático. Flores de papel. Nacidos con tan vivos colores, ajándonos, cada vez más desvaídos, a lo largo de todos esos días interminables, penosos, sombríos, de pesadilla, cuando nos tenía presos la esperanza, y cautivos la codicia».

Cito las primeras líneas de la novela Flores en el ático (1979), de la escritora estadounidense Cleo Virginia Andrews. No se me ocurre mejor forma de imaginarme lo que serán los próximos días en los que la sombra de un virus ha terminado por atraparnos a todos en una ola de compras compulsivas, miradas huidizas, rostros cubiertos con máscaras, manos enguantadas, sin apretones y sobre todo sin el característico saludo con un par de besos, a veces son tres, que bien podría considerarse una institución cultural —de las tantas que tiene Francia—.

Pienso también en aquellos que, lejos de una ficción, tuvieron que encerrarse en cuatro reducidas paredes para sobrevivir. Fue el caso de Ana Frank, célebre por su diario y por el desván en el que vivió con los suyos durante unos tres años, en la Ámsterdam de la ocupación nazi. Sobrevivir para esconderse. Los niños de Flores en el ático fueron escondidos a la fuerza, bajo el engaño. Mejor no cuento el resto de la historia en caso de que a alguien se le ocurra leer el libro, aunque si se me permite un consejo creo que hay literatura de mejor calidad para pasar el tiempo, sobre todo las muchas horas de encierro que nos esperan.

Porque para quienes aún no lo sepan, Francia y buena parte de Europa se han convertido en el centro de una pandemia que nos han importado los chinos (es lo que nos han contado) y que ha cerrado escuelas, universidades, museos, restaurantes, vaciando calles y dejando desiertas las plazas. París sin turistas bien vale no una misa sino una buena visita. Pero me temo que eso no podremos verlo. Los próximos días —se prevé que sean quince— serán de confinamiento estricto. Seremos flores en un ático, pero sin ninguna intención de marchitarnos. De estos días saldremos convertidos en la mejor versión de la mejor versión de lo que hemos sido alguna vez. Leeremos, pensaremos, miraremos la vida de otro modo, desde otra perspectiva. Relativizaremos cada experiencia. Respiraremos sin tanta contaminación —algo bueno tenía que traernos todo esto—, y abriremos una ventana de nuevas oportunidades. Que todo esto buena falta nos hacía.

Hoy, después de comer, miramos un documental muy honrado porque intenta desmontar nada menos que uno de los mitos sagrados de la cultura de consumo: el gigante de los gigantes de la comida rápida, McDonald’s. Me refiero a Super Size Me (2004), de Morgan Spurlock, el realizador que se lanza a la aventura de componer un menú exclusivo de hamburguesas, frituras, helados y yogures calóricos durante 30 días. Al borde del colapso, con un colesterol por las nubes, Spurlock termina su experimento con algo que ya todos sabíamos pero que no está de más que nos recuerden: es mejor comerse una ensalada en casa y pensar que vale la pena conservar nuestra salud en buenas condiciones.

Todo termina y empieza por la salud, que es, finalmente, el bien más preciado, después del tiempo. Con ambos se puede hacer de la vida una sucesión de memorias dignas de recordar.

Por eso nos encerramos y no salimos de casa. Porque queremos vivir, queremos tener tiempo, queremos tener salud. Porque nos queremos y queremos a los que hacen de nuestra vida el mayor tesoro. Esto también nos lo han contado, pero tiene más sentido que el delirio de las pandemias.

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La escritora Cleo Virginia Andrews (1923-1986) en una imagen publicada en el sitio web de la editorial Melville House.