lunes, 23 de abril de 2012

El infinito placer de la lectura



Hoy es el Día del Libro. Leo en el portal de noticias de MSN que ésta es una iniciativa española (o mejor, catalana) aceptada por la Unesco en 1930. La idea consiste en homenajear a escritores, libros y lectores de todos los tiempos, fomentando el placer de la lectura y reconociendo el peso de “los creadores” en el “progreso social y cultural” de la humanidad. El 23 de abril, además, se considera una auténtica fecha literaria: un 23 de abril de 1616 fallecieron Shakespeare y Cervantes, dos grandes figuras de las letras inglesas y españolas, respectivamente, así como también un 23 de abril nacieron otras referencias de la literatura, como Vladimir Nabokov y Josep Pla.

La noticia de MSN recoge también una lista de los diez libros más difundidos de la historia. La Biblia, por supuesto, con más de 6.000 millones de ejemplares y traducida a 438 idiomas y dialectos, se lleva el primer premio del texto más difundido y traducido del planeta. Otros títulos de índole religiosa, como el Corán, o de corte poético-político, como el Pequeño libro rojo, reciben un puesto en la lista con otros tantos millones de copias.


Sin embargo, ahora que pienso en esta fecha del 23 de abril, trato de recordar cuándo me hice un lector empedernido. Los libros son, en realidad, una adicción, una maravillosa adicción en mi vida. Leer resume un placer inigualable desde que tenía unos once años. Algunas veces escucho a la gente decir que no leen o que no soportan leer. Me gustaría saber si a esas personas les gusta el cine. Si es así, les diría que ya tienen recorrida la mitad del camino hacia el placer que proporcionan los libros. El cine y la literatura son dos caras de una misma moneda. Cuando leo, trato siempre de sumergirme en una historia narrada con todos los recursos del séptimo arte. Siempre me digo que los personajes de los libros deben ser interpretados por mis actores y actrices favoritos. Por ejemplo, cuando leí Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, imaginé que Harrison Ford era el indomable y hedonista Dmitri, el mayor de los hermanos, y que Sean Penn necesariamente era el menor de la familia, el aprendiz a monje, el religioso y heroico Alekséi. No recuerdo exactamente el rostro de los otros personajes de esta gran novela rusa, pero sí se me vienen a la mente muchos de los ambientes, los escenarios, los olores y aún sabores de las mejores historias que he leído.


Una vez, en una pequeña estación de trenes de las afueras de París, vi pasar lentamente el soberbio y legendario Orient Express, un tren de lujo que hizo historia en la Europa de finales del siglo XIX y hasta 1977, y que ahora, renovado, ofrece a sus clientes el mismo recorrido desde la capital francesa hasta Estambul, pasando por Viena, por tarifas de locura de hasta diez mil euros. Aquel día no lo olvidaré. Fue como ver a un viejo amigo que salía de las páginas de un libro tal y como lo había imaginado, con sus paneles de madera en los pasillos interiores, el lino impecable de las literas en sus vagones de ensueño, la porcelana perfecta en el coche restaurante tenuemente iluminado. Creí ver a Agatha Christie sentada en un sillón con una libreta de notas, imaginando la trama de su novela Asesinato en el Orient Express, publicada en 1934, pero asegurar esto tal vez sería demasiado.

De todos modos, es a Agatha Christie a quien debo el placer inconfundible de la lectura. Todo comenzó con sus novelas policiacas, que me llevaron a seguir con el género negro, de suspenso, las novelas inspiradas en la Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi y luego con varias obras de la literatura universal. No me considero un experto ni mucho menos un critico; he leído de todo y de la manera más desordenada posible, pero siempre he intentado tener un libro conmigo. No llevo la cuenta de cuántas novelas he leído, pero sé que son muchas. Leer fue el impulso que me condujo a elegir la carrera de periodismo desde que estaba en sexto grado de educación primaria, en el lejano mundo de los Maristas. Creí que de esa manera podía llegar a ser escritor. Han pasado los años y la ilusión ya es eso mismo, una ilusión, no perdida, pero de alguna manera guardada, bien guardada, en un desván de mi memoria. Este blog intenta sacar del polvo varios de esos sueños, y por eso hoy deseo contribuir de alguna manera con el Día del Libro. Todos los días deberían estar dedicados al placer de la lectura.

No intento nunca dar consejos, porque pienso no tener la moral ni la fuerza necesarias para hacerlo, pero creo que existen dos buenas ideas para aquellos que piensen que la lectura no es para todos:

·         Primero, hay que empezar por libros fáciles de leer. Las novelas de Agatha Christie son un  buen ejemplo.
·         Segundo, hay que tratar de obligar a la imaginación a utilizar todos sus recursos inmensos para darle vida en nuestro cerebro a las palabras que leemos. Por eso es tan importante ir al cine y sentir pasión por esta manifestación del arte. Leer con música, con decorados excepcionales, ambientados en la época en la que desea sumergirnos el autor, con actores o desconocidos en el papel de los personajes descritos en la trama... eso es vida.
·         Tercero, hay que tratar de ser constantes; es importante leer todos los días. Al menos unos minutos. Es un privilegio leer por horas. Hay libros que nos obligan a hacer esto, aún si pensamos que no tenemos tiempo.

Finalmente, adiestrar el cerebro y el espíritu a la lectura produce varios efectos más que positivos:

·         Nuestra capacidad para escribir mejora considerablemente. No digo que vamos a escribir la tercera parte del Quijote, pero sí seremos capaces de redactar con propiedad nuestro propio CV y eficaces cartas y correos en el contexto laboral. He conocido profesores de lenguaje y comunicación que lamentan las terribles fallas en el manejo del idioma en nuestras escuelas de periodismo. Si nuestros estudiantes y futuros (y actuales) periodistas leyeran más, nuestros periódicos serían mucho mejores y su lectura no causaría tantos dolores de cabeza. Leer nos permite identificar la correcta grafía de las palabras y desvelar, de un modo automático e imperceptible, el misterio de la gramática, la música de la sintaxis, los espejismos de la semántica. Leer un libro es barato y sencillo, y es la mejor clase que existe sobre el uso apropiado del lenguaje.
·         Leer, para terminar, nos deja recuerdos inolvidables y la sensación de haber vivido varias vidas, de haber viajado por el tiempo, de hablar otros idiomas, de vernos como otras personas, de sentir que el mundo sí es mágico y de soñar despiertos, con los ojos abiertos, una página abierta y el roce del papel entre nuestros dedos mientras el universo de las palabras gira a nuestro alrededor, descubriendo y pintando otros mundos que nunca imaginamos pero que existen y existirán para siempre.

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Las imágenes fueron obtenidas de los siguientes sitios web: Afaithtoliveby.com (foto de los libros antiguos), Naskiller.wordpress.com (foto del actor Sean Penn) y Toutlecine.com (fotograma de la película Asesinato en el Orient Express, dirigida por Sidney Lumet, 1974).
 

sábado, 21 de abril de 2012

Fuerza mecánica


Manuel era un chico diferente. Cuando iba al gimnasio, todos podían notarlo. Si los que ya tenían más tiempo podían levantar unas mancuernas de 20 kilos, él, desde el primer día, improvisaba con varios discos unas de hasta 80 kilos. Es decir, entre los dos brazos, 160 kilos. Lo más curioso era que las levantaba sin ningún esfuerzo, sin sudar, sin emitir ningún chasquido como el que hacían los demás, con sus labios morados, al borde de la convulsión, y un collar de venas a punto de estallar, cual cuerdas de un contrabajo, en la frente, el cuello y los bíceps de agua. 

Cuando nadie lo notaba, él se reía por lo bajo. Mientras los otros hacían esfuerzos indecibles para levantar hasta una barra de 150 kilos –tumbados sobre una banca, bañados de sudor, con los esteroides recorriendo como una estampida de caballos salvajes la sangre hirviente–, él perfectamente podía con 400. Lo más curioso era que mientras los días y las semanas pasaban, Manuel se veía cada vez más delgado, con sus brazos largos y huesudos, los codos puntiagudos, los ojos enormes, desorbitados. Algunos decían que Manuel debía ser anoréxico. Que no tenía familia, trabajo, novia, casa. Otros pensaban que era “raro”. Él no se daba por enterado. Y cada día aumentaba los pesos de las barras y discos. A veces, 500 kilos de pecho. Una vez, una tonelada completa con los hombros.

El entrenador del gimnasio pensaba que aquel chico podía ser un desequilibrado, y algunas veces, sobre todo cuando Manuel hizo su sesión de mancuernas levantando a dos señoras con bigotes y pendientes de perlas falsas, estuvo tentado de llamar a la policía.

Los otros empezaron a mirarlo casi con terror. Él, como siempre, sonreía con su mueca imperceptible. Así pasó un año completo. Todos los días, desde que el gimnasio abría sus puertas, a las seis de la mañana, hasta las diez de la noche, Manuel repetía sus colosales rutinas de pesa. Nunca decía una palabra. Y nunca sudaba.

Una tarde, una chica con mallas fucsias dijo que Manuel olía a taller mecánico. Al día siguiente, Manuel hizo la mayor de sus hazañas: levantó el edificio del gimnasio, con sus vigas de hierro, sus ladrillos, sus paredes y suelos de cerámica. Y, justo en ese momento, se escuchó el golpe seco de una detonación. Cuando todos salieron a la calle para ver lo que había ocurrido, un manojo de tuercas, tornillos, cables y transistores yacía sobre el suelo. 

Manuel, el robot, había explotado.

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La imagen, cuyo título es Creative Robot, Human, Electrician, fue obtenida del sitio FondosBlackberry.com.

viernes, 20 de abril de 2012

Perdidos en el Louvre



El Louvre es un museo gigantesco de 210 mil metros cuadrados, un laberinto de antigüedades, pinturas y esculturas, una versión dígase chic de un mercado de las pulgas que ha hecho del arte la expresión más salvaje del capitalismo según Chávez. Todos los días, excepto los martes, ríos y ríos de gente bajan y suben por las escaleras mecánicas de la Pirámide, como hormigas laboriosas en un hormiguero que buscan alimentarse no de azúcar sino de cultura, y aquello da la impresión de visitar un típico centro comercial venezolano.  Si se va al lugar donde se encuentran expuestas la Venus de Milo o la archiconocida Mona Lisa, un tropel de turistas y seguramente uno que otro experto o aficionado al arte, entre empujones y flashes, busca un lugar no para admirar y contemplar sino para decir: “Aquí estuve yo. Ahora puedo morir en paz. Vine a París y ya vi este cuadro que no sé por qué se ha hecho tan famoso”.

Porque seguro que podemos leer las obras de los que conocen la materia, que nos dirán siempre por qué es tan grandiosa la Mona Lisa, pero tengo la idea de que algunas obras o firmas simplemente se han ganado el prestigio de las mejores marcas de ropa, y decir que fuiste al Louvre y que viste el cuadro de la señora con la sonrisa torcida te da prestigio, te hace sentir bien, te halaga un poco el amor propio.


Esta semana fuimos con la familia, aprovechando la visita de Rómulo en París. Me pareció exagerado lo que vi. Éramos sardinas en una lata gigante (eso sí, una lata en forma de palacio alucinante). Nos perdimos en un momento (es tan fácil perderse en el Louvre), y me dije que si vuelvo, sólo será para visitar un ala del museo, una sala muy concreta, unos cinco o seis cuadros que tengan alguna relación con lo que me interese ver en ese momento. Ir al Louvre sólo por ir te deja los pies magullados, dolor de cabeza, ganas de salir corriendo. Ahora el sistema de audio-guías del museo cambió y alquilan unas videoconsolas Nintendo 3DS con la ventaja de un GPS incluido (es importante no perderse) que describe las obras, su contexto, blablablá. Creo que el arte debe invitar a la serenidad y a la contemplación. Al Louvre le cuesta cumplir con esta premisa. El gran museo parisino es una garantía del cotizado turismo francés, uno de los pilares macroeconómicos que explican, en buena parte, por qué París es la ciudad más visitada del mundo.

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Imagen del Louvre, por Bapple.

sábado, 14 de abril de 2012

La moraleja del ‘Titanic’



Hace 100 años, el 14 de abril de 1912, el trasatlántico más célebre del mundo se hundió tras chocar con un iceberg que le abrió el casco. Un millar y medio de personas murieron y unas setecientas lograron salvarse. Al realizador James Cameron le debemos la versión cinematográfica que mejor retrata con lujosos efectos especiales la apoteosis del hundimiento. El centenario del Titanic nos recuerda, sin embargo, que su leyenda sigue insumergible, y que en el imaginario colectivo de la humanidad quedará para siempre el eco de los violines en las horas finales del naufragio mezclado con la vaga certeza de que aún las mayores proezas fabricadas por el hombre resultan a la larga vanas y efímeras.

Y es que del Titanic se decía que era imposible de hundirse. Fue diseñado y construido con la tecnología más avanzada de su época. Y, sin embargo, cuatro días después de iniciar su viaje inaugural, partiendo desde el puerto inglés de Southampton y con destino final a Nueva York, la embarcación se hundió a las 2.20 del lunes 15 de abril de 1912, apenas dos horas y cuarenta minutos después de impactar con el iceberg.

El poeta alemán Hans Magnus Enzensberger escribió en 1980 El hundimiento del Titanic, considerado por el Nobel Vargas Llosa “como una metáfora de nuestra civilización, en peligro también de naufragio[1]”, que deja, según el escritor peruano, una importante moraleja: “Si vamos a hundirnos, aprendamos a nadar”.

El Titanic desapareció una noche como hoy hace 100 años. Ante el embeleso que nos produce ver los numerosos objetos rescatados tras el desastre, me gusta pensar que en los naufragios de nuestra sociedad y de nuestra vida siempre queda la esperanza de la salvación en los botes de nuestra capacidad para seguir adelante y en los chalecos de nuestro sentido de reconstruirnos a nosotros mismos pase lo que pase. En cierta manera, nuestra condición humana es verdaderamente insumergible. En tiempos de desconfianza y desconsuelo, ideas como éstas producen alivio. Un gran alivio, en verdad.


[1] Sugiero la lectura del artículo de Mario Vargas Llosa En el Titanic, con Enzensberger.

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La imagen fue obtenida del sitio TitanicUniverse.com.

martes, 10 de abril de 2012

Doce años, doce mudanzas o la vida en una caja de cartón



En agosto de este año, Zureya y yo cumplimos doce años de casados. En doce años, ya llevamos doce mudanzas. Celebramos el último (hasta ahora) de nuestros cambios de casa hace un par de semanas. Ha sido un maratón que ha tenido por saldo la ventaja de vivir en lugares diferentes, de conocer siempre nuevas personas y de tener experiencias variadas, todo ello sin hablar de mis dos hernias discales y de la cierta tristeza que produce dejar atrás la vida que no volverá, mezclada con el sabroso sentimiento de la aventura, de lo que viene, de lo que no sabes cómo será.

Hablo de aventuras, pero en realidad ya soy menos aventurero que antes. Ya estoy cansado de cargar cartones y de rehacer la vida prácticamente cada doce meses, y sólo tengo ganas de decir que aquí, en esta nueva casa donde vivimos, he venido a deshacer las maletas y a vaciar las cajas para siempre, que he llegado al hogar donde veré crecer a mis hijos y donde envejeceré al lado de mi esposa. Espero tanto que así sea.

Pero mientras, como aún no sé qué me deparará el futuro –ese ser tan impredecible, que intentamos dar forma con las acciones del ahora–, me detengo a pensar en la crónica incompleta de las mudanzas de mi vida.

Cuando me casé en agosto de 2000, Zureya y yo vivimos en un estudio en las residencias Universitarias, justo al lado de la Facultad de Ingeniería, en Maracaibo. Aquel lugar era perfecto para nosotros; estaba bien situado; el hospital universitario donde Zureya terminaba su sexto año de medicina quedaba a unas pocas calles; el diario Panorama, donde trabajaba en esa época, me quedaba muy cerca, y cuando el fiel Festiva se dañaba, podía irme en autobús. 

Ahí estuvimos poco más de un año porque luego decidimos irnos a España con la idea-excusa de hacer un máster en periodismo, y les pedimos a mis padres que nos dejaran vivir con ellos por unos meses para lograr reunir más dinero para el viaje.

Nos fuimos a España en agosto de 2002, y ahí, para resumir la historia, vivimos en cuatro apartamentos diferentes en un lapso de tres años. Adoré la época que pasé en cada uno de esos lugares. Aún cierro los ojos y veo la línea perfecta y azul del Atlántico desde nuestro apartamento o piso (como le decimos en España) de Arteixo, a unos diez minutos de La Coruña.

De regreso a Venezuela, en 2005, vivimos por un tiempo en la casa de mis padres, y de ahí en un apartamento que logramos comprar con un crédito en la Ciudadela Faría, un conjunto de edificios que había conocido mejores días, un símbolo del próspero Maracaibo de los ochenta dispuesto a negarse a ser devorado por la fiebre de las invasiones urbanas, la anarquía y la pobreza que tanto se ven ahora en el norte de la ciudad.

Por razones de trabajo, de Maracaibo nos fuimos a Caracas. Vivimos en la planta baja de la casa de mis abuelos, un apartamento independiente, en realidad, con varias, demasiadas cualidades: mucha claridad, brisa fresca caraqueña y la mejor vista del Ávila. Casi todas las noches escuchábamos los golpes secos de los disparos que surcan las noches de Petare, recordándonos que vivíamos a la vez en el paraíso y en uno de los peores infiernos creados por el hombre en este mundo.

Y de Caracas, pues, la historia siguió escribiéndose en París. Llegamos a la capital de Francia en septiembre de 2009. Dos semanas después de buscar un apartamento para alquilar, nos mudamos a Fontainebleau, a unos treinta y cinco minutos en tren de la parisina estación de trenes de Lyon. De Fontainebleau, ciudad turística y chic, repleta de visitantes y cafés de artistas, nos fuimos a Melun, aún más cerca de París, con menos glamur pero con unos precios muchos más accesibles (en alquiler y comida, sobre todo). En Melun vivimos primero en un edificio situado a unos metros de la estación de trenes durante casi un año y medio. Y en Melun seguimos viviendo, pero esta vez en una casa centenaria, construida a finales del siglo XIX, que huele a mil recuerdos, con patio y flores, justo frente al colegio donde estudian Samuel y Emma.

De todo esto me queda, sin embargo, el sentimiento de que una parte de mí se ha quedado en cada uno de los lugares donde he vivido. Una parte de mí que se ha ido, que es parte del pasado, de lo que recordaré siempre o algunas veces, del reino de la nostalgia. Zureya dice que cada cambio de casa debe ser una oportunidad para meditar en qué podemos cambiar para mejorar. Sin duda, ésta es una moraleja mucho más bella y menos triste para pensar que, después de todo, nunca terminaremos de hacer las maletas y de embalar cartones en la infinita aventura de nuestra existencia.

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La imagen fue sacada del sitio web RealMadridWallpapers.com.