miércoles, 17 de abril de 2019

El microrrelato borgiano


Pareciera que en esta época el arte y la cultura en general hayan sido sustituidos por una mera afición por el espectáculo. Y por el espectáculo barato, palurdo, opuesto a un pensamiento serio, estructurado, intelectual. Éstas podrían ser algunas de las conclusiones, o tal vez debería decir impresiones, que me dejó el ensayo La civilización del espectáculo (2012), de Mario Vargas Llosa. Para el Nobel peruano, la cultura es materia de una minoría; la historia lo constata, sobran los ejemplos. Tal vez en algún momento, en alguna época de eso que algunos llamamos Utopía —ese país en el que los ideales de justicia y equilibrio social serán, por fin, realizables, constatables—, la sociedad en su conjunto podrá navegar por las aguas de una cultura genuina y abierta para todos. Mientras tanto, seguirán abundando productos subculturales que roban el sueño a los últimos intelectuales vivos, a la imagen de un Vargas Llosa. Uno de esos productos que menciono es la televisión; más concretamente, las teleseries. Una lectura de los diarios escritos en español deja en evidencia una especie de conclusión que funciona más bien como reclamo publicitario: «Vivimos en la edad de oro de la televisión». Historias bien contadas, actuaciones destacadas y premiadas, decorados que recrean con esmero los colores y las vidas de otros tiempos. Un arsenal de talentos se pone, así, a la disposición del consumidor del espectáculo. El fin último es, desde luego, alargar el placer proporcionado por una expresión segmentada en episodios y temporadas. El cine llamado de masas se ha visto en este espejo, y grandes éxitos de taquilla recaudan fortunas subdividiendo la misma historia en varias partes o capítulos. La narración se multiplica, se estira, se vende bajo los focos de las nuevas tecnologías puestas al servicio de la industria del entretenimiento. Es el cine de las mal llamadas sagas. Ocurre lo mismo con la supuesta literatura de segunda, sic. Un buen relato, para que funcione según los dictámenes de las editoriales productoras de huevos de oro, debe recargarse de páginas, de descripciones y diálogos, de ornamentos, florituras y futilidades. La longitud no puede ser tampoco sinónimo de vacuidad. Algunos monumentos de la literatura se afirman desde la altura de la extensión. No podemos imaginarnos al Quijote sin todo el inmenso caudal de sus andanzas y refriegas manchegas.


Me parece que el fundamento de «la civilización del espectáculo» es la durabilidad, aspecto éste más bien próximo al de la cantidad que al de la calidad. El espectador necesita ver y disfrutar y leer durante la mayor cantidad de tiempo posible. Es ésta, convendrán los sociólogos y estadistas, una consecuencia de la sociedad posmoderna, posindustrial, de nubes y comunicaciones virtuales. El tiempo libre sobra más que nunca y hay que ocuparlo. En las antípodas de este enfoque, o más bien en su base, se sitúa la literatura breve y, si ahondamos un poco más, la literatura brevísima, en la que cabe el tema de estudio de la tesis doctoral que redacto desde octubre de 2018: el microrrelato borgiano.

Tras un análisis de 45 microrrelatos escritos por el escritor argentino Jorge Luis Borges, he podido hacerme una idea del proceso de su creación, desde la concepción de la idea, considerada como una etapa superior o suprema, hasta el fin último de querer representar el infinito y lo inabarcable mediante narraciones brevísimas que destacan por la exposición de un desorden aparente, la depuración del lenguaje y la diversidad genérica y temática que desemboca en la superposición de una misma historia contada varias veces, desde diferentes enfoques, técnica que resume y evoca a los ya familiares espejos borgianos. El resultado de todo lo anterior desemboca en el carácter fantástico, irreal y surrealista que suele considerarse, tal vez un poco precipitadamente, como uno de los rasgos distintivos de la literatura breve de Borges. 

He leído en Cortázar que existe una recurrente comparación de la literatura con las artes visuales, concretamente con el cine y la fotografía. Es cierto que se puede justificar el equiparar la novela con el filme, por la profusión de elementos narrativos, el necesario desbordamiento que revela la riqueza del pozo de la historia. El cuento, sin embargo, me resulta más afín al cortometraje, por su precisión y contundencia, que son también condiciones necesarias para el desarrollo del microrrelato, género que en mi opinión guarda similitudes con el fotograma, material emparentado a la fotografía y a la pintura, y que busca en el lector dejar una especie de imagen fija, casi única. En el microrrelato, el inicio y el final son abiertos; la historia puede comenzar en cualquier instante: el creador pretende justamente revelar el instante. El tiempo se define por otra noción en la que uno o varios personajes son identificados más bien vagamente. Lo que interesa es la posibilidad múltiple de comenzar y de terminar mediante miles de formas. Es aquí, creo, donde podríamos empezar a situar la concepción borgiana del relato, basado en el laberinto de las innumerables tramas y posibilidades.
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Esta fotografía de Borges fue publicada el 17 de abril de 1999 en la versión digital de El Cultural, en el artículo titulado Jorge Luis Borges, los trabajos y los días.


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