Siempre tuve el sueño
de tocar el violonchelo. Cuando era niño, pasaba horas dibujando chelistas,
haciendo trazos con el bolígrafo o con el lápiz en un papel, tratando de
imitar el elegante cuerpo del instrumento, sus dos efes, su puente, sus cuatro
cuerdas, el mástil que culmina en el clavijero y, por supuesto, la preciosa voluta
en forma de caracol. Sólo con mirar un instrumento de cuerda, y muy
concretamente un violonchelo, se puede decir que se ha visto una de las obras
de arte más admirables que puedan existir.
Pero mi sueño tuvo
que esperar varios, tal vez demasiados años. Logré matricularme en el
conservatorio de Maracaibo cuando ya tenía 17 años cumplidos (me consideraba,
entonces, demasiado viejo para estudiar música), y aún tuve que esperar
impaciente unos meses más para poder iniciar mis primeras lecciones con el
instrumento. Mi primer profesor fue Franco Faccio, excelente y paciente maestro
capaz de lograr con éxito que sus alumnos dominaran el difícil arte de la
postura, del saber sentarse, del cómo utilizar el arco, la posición de la mano
izquierda. En suma, los primeros pasos, que son tal vez los más importantes. Un
chelista que me vio tocar en España me dijo una vez que debía felicitar de su
parte a Franco Faccio, mi primer profesor, justamente por eso, por haberme
ayudado a aprender los correctos hábitos de la forma en que lo hizo. Gracias,
profesor Franco, y, aunque un poco tarde, reciba estas palabras de un colega
suyo, que aunque no conoce, es el coprincipal de la Orquesta Sinfónica
de Galicia, considerada una de las mejores de España.
Por supuesto, al
leer esto, que nadie se engañe. No soy un profesional ni creo que llegaré a
serlo. Mis primeros años de estudio fueron interrumpidos cuando decidí ir a una
misión religiosa por dos años como representante de La Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días. A mi regreso a Maracaibo, logré comprarme un
violonchelo, y desde entonces he dado tumbos con una decena de profesores,
todos geniales a su manera y en su propio estilo. Me gustaría citar sus
nombres, pero la lista puede resultar larga. A todos les recuerdo, y de cada
uno he aprendido siempre una enseñanza inolvidable.
Domitille Sanyas es
mi actual profesora en el conservatorio de Melun. Sí, a los 36 años, aún sigo
empecinado en hacer realidad mi sueño. Con Domitille he aprendido la importancia
de saber respirar y de saber buscar el sonido propio aún para tocar una escala.
Sus clases son como una terapia, y tocar de nuevo el chelo en esta época de mi
vida, justamente cuando menos lo esperaba, representa un remanso, una
refrescante isla de paz. La música debería acompañarnos en cada minuto de nuestra
vida. La música es esencial.
Desde octubre de
2011, todos los sábados, a las 9.30 de la mañana, voy al conservatorio de Melun.
Al encuentro con la magia y el disfrute de poder soñar con los dedos y con el
arco. A subir un peldaño más en una larga escalera que nunca pensé volver a
recorrer. A una cita personal con un misterio insondable que transportan las
ondas sonoras hasta nuestros sentidos. A una nueva lección de violonchelo.
*
En la imagen, Pablo
Casals, por Mudimba. La ilustración fue extraída del sitio Deviantart.com.
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