domingo, 30 de agosto de 2015

Viaje al país imposible (16)


Un puñado de recuerdos

Del 18 de julio al 1 de agosto. Las vacaciones en Venezuela se fueron como un sueño. Poco antes de partir compré Se busca un país, la selección de crónicas que el escritor venezolano Leonardo Padrón publicó en el diario El Nacional entre 2013 y 2015. Cada línea, cada historia, es un eco que se repite con triste insistencia en las conversaciones de todos, en el día a día, en la jornada que comienza con un “veremos” y termina con un “qué va a pasar mañana”. Escasez, inseguridad, miedo, emigraciones; las comparaciones entre un pasado que se idealiza y un presente que espanta porque la esperanza, sencillamente, parece que también se fue de viaje. Me fui con la sensación de que todo parece venirse abajo. Pero sigo creyendo en el optimismo y en lo que cada venezolano puede hacer, esté donde esté, para levantar un futuro de verdad para la tierra que nos ha dado tanto. Aquí comparto algunas experiencias de la segunda parte de nuestro viaje al país imposible. Son notas de recuerdos, de vivencias, de imágenes que dejan ver, de alguna manera y pese al oscuro presente, la grandeza de mi casa, de mi primera casa: Venezuela.

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Mi padre decía que la mejor pizza se hacía en Maracaibo, y creo que siempre tuvo razón. La pizza hawaiana que preparan Memo y la tía Lorena en su pizzería de Ciudad Ojeda merece un lugar aparte en el disco duro de mi paladar, como diría el mismo Leonardo Padrón. La piña no se corta en rodajas sino que se prepara a la manera de un dulce tradicional. La mezcla de sabores es simplemente gloriosa. En general, constaté la misma realidad en cada pizzería: la calidad del queso zuliano sumada a la buena sazón, al gusto, y sí, aun hasta el cariño con que se preparan las pizzas nos permitieron disfrutar de varios momentos familiares que recordaré gracias al aroma y el sabor del mejor Maracaibo napolitano. Crisis incluida.

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Los cumpleaños son uno de los momentos que más disfrutamos en familia. El 19 de julio fue el aniversario de Marcelino, mi cuñado. Comimos pasticho, la versión venezolana de la lasaña, y de postre, para celebrar un año más de vida, tuvimos un quesillo indescriptible. Todos estábamos felices y sonrientes. Por un momento, pensé que nada podía superar a aquella alegría que hacía que tantos kilómetros recorridos valiesen tanto la pena. 

Hay días, cuando estoy en Francia, en que me gustaría cruzar un puente de pocos metros para soplar las velas de los cumpleaños de cada uno de los seres que quiero, allá, en mi amado país imposible.
 
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La harina tostada deja ver un arcoíris en el que se escuchan melodías de violonchelo y en el que la felicidad es un objeto que puede tocarse. El queso fundido es un milagro. Quisiera que ese instante no se acabara nunca, pero es imposible. Desearía que esos segundos sean para siempre, aunque la realidad sea otra.

Cada vez que me comía un tequeño podía asegurar, como si no lo hubiera soñado, la existencia absoluta del cielo.
 
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Va a llover, pero igual nos sobran las ganas de ir a la piscina. Nos dirigimos al Club Hispano de Ciudad Ojeda, un lugar que mi suegro quiso mucho y que a todos nos encanta visitar. Somos, en total, doce pasajeros (cinco adultos y siete niños) que recorren muertos de la risa las calles de Ciudad Ojeda en el Daewoo de mi suegra. Nos preguntamos cuántas multas tendríamos que pagar en Francia por ir así. En el Club Hispano nos esperan la lluvia y una decena de chicos sin camiseta, mojados, sentados sobre un muro con los zapatos rotos y una pregunta muy bien preparada en sus pícaros rostros: “¿Ustedes vienen al curso de natación?”. Todos hacemos la proeza de salir del Daewoo y respondemos con un “no” casi al unísono. Era la respuesta que, al parecer, estaban esperando. 

En cuestión de minutos, vimos cómo uno a uno los chicos (vecinos del caserío situado detrás del club) se saltaban el muro y corrían hacia la piscina. Se lanzaban vestidos, como estaban, locos de alegría. Me puse el sombrero del profesor de secundaria y me acerqué a los chicos con un tono conciliador: “Lo que están haciendo ya está mal. Uno no se mete en un club así, sin ser invitado. Pero por lo menos quítense los zapatos. Usen la piscina como se debe”. Me hicieron caso, pero al rato empezaron a llegar muchos más. Era un grupo de unos treinta y tantos niños y adolescentes. Alguno llegó a soltar una perla como ésta: “No nos da miedo cuando salimos a robar, ¿por qué nos va a dar miedo estar aquí?”. Entonces comprendí que el futuro de Venezuela se zambullía en ese momento en una piscina. Eran chicos que consideraban que todo era de todos, y que bastaba con extender la mano para declarar un bien propio o expropiado. Hubiese sido mejor crear un sistema en el que Ciudad Ojeda contara con muchas más piscinas, públicas, por supuesto, y en el que la diversión fuera realmente un beneficio de y para todos. Las revoluciones han demostrado infaliblemente que al final de tanta retórica y locura sólo hay un laberinto de pobreza y más pobreza. 

La policía llegó al cabo de una hora. Los chicos salieron de la piscina, espantados, y treparon el muro, y desaparecieron. El agua se veía turbia por la arena y el barro de los zapatos. “Deberíamos meter presos a sus padres; son los que tienen que pagar por esto”, dijo uno de los oficiales. 

Sólo en Venezuela
 
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La Vereda del Lago es el auténtico pulmón de Maracaibo, su respiradero por excelencia. Cada mañana o tarde, decenas de personas caminan, corren, patinan, pedalean por ese recorrido adosado al lago, con vistas irrepetibles de atardeceres sobre el puente. Ahí todos hacen ejercicio y respiran. Conversan y se dejan llevar por un fraterno sentimiento de seguridad: casi todos se atreven a escuchar música con sus cascos y móviles. Ese lugar es un fragmento de paz en una jornada de colas e incertidumbre. 

Maracaibo también sabe respirar.
 
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Es lunes o martes. No importa el día. La voz de Zureya esconde una calma estudiada. Es como la punta de un iceberg. “A mamá le robaron el carro”. El noble y fiel Daewoo de mis suegros, sobreviviente a mil reparaciones, un verdadero combatiente de guerra que había sido prácticamente renovado, había sido secuestrado por unos cobardes pistola en mano. A mi suegra y a mi cuñado les tocó vivir la pesadilla de otros millones de venezolanos que ven con espanto cómo sus pertenencias vuelan en las alas del hampa. Lo peor o lo habitual de la historia estaba por venir: los ladrones pedían un rescate y la policía nos recomendaba pagarlo. En cuestión de horas presenciamos un fresco de la corrupción generalizada de Venezuela. Las leyes parecen ser sólo negro sobre blanco. El nuestro es el país de la impunidad y del desparpajo. Tras “negociaciones” con los hampones, el fiel Daewoo fue devuelto a sus dueños por un rescate inferior al exigido, malherido, sin la batería, con algunas piezas rotas y el alma de todos hecha pedazos. 

Sin duda, el recuerdo más triste de nuestro viaje imposible.
 
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Ciudad Ojeda es una ciudad petrolera del occidente venezolano. Sus habitantes viven mayormente de la industria del petróleo. Ahí ha vivido la familia de Zureya toda la vida. En una época, inmigrantes europeos, como mi suegro, llegaron y no pudieron evitar la tentación de quedarse para siempre. ¿Cuál es el secreto encanto de nuestro Zulia? En el pasado, fiel a las contradicciones del país, muchas de sus calles no tenían asfalto pese a su producción millonaria de barriles de oro negro. Esta vez, no sé si por la ideología de las autoridades municipales o por un golpe de suerte o por un espejismo personal, presencié una suerte de renacimiento en Ciudad Ojeda. Aunque a las panaderías tradicionales les faltaba la magia de siempre, las calles se veían en mejor estado, mucho más limpias y mejor cuidadas que nunca. La plaza Bolívar había sido recuperada y, por fin, el cine, supremo entretenimiento, había llegado gracias a unas cuatro modernas salas. 

La inseguridad y la escasez forman parte inevitable de la vida de Ciudad Ojeda. Pero la gente se las arregla para que la alegría de siempre sobreviva de alguna u otra manera. Tremendo desafío.
 
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Los mosquitos criollos son feroces y pueden transmitir enfermedades temibles como el dengue o el chikunguña. Todos fuimos picados, pero salimos indemnes de cualquier cuadro viral devastador. Escuché varias historias de amigos y familiares víctimas de estas enfermedades tropicales que llegaron (o regresaron) a Venezuela en una época en la que las farmacias también sufren las consecuencias de otro mal, quizá peor que cualquiera, el de la escasez sin palabras. 

Durante unos días en Ciudad Ojeda me dolió el cuerpo y la cabeza, y tuve fiebres intermitentes por las noches. Nada grave, pero me dio por fantasear y decirme que experimentaba las secuelas de una especie de “chikunguña light”. Algo, sin duda, que iba a darle color a las memorias de este viaje irrepetible. 

Todo fue, en realidad, el resultado de un simple resfriado. Seguramente, los mosquitos transmisores del chikunguña debieron apiadarse de nosotros y pasaron de largo durante nuestros cortos y felices e inolvidables días en el país imposible.

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La fotografía de Leonardo Padrón, de Fabiola Ferrero, fue publicada en El Estímulo. La imagen de los tequeños fue extraída del sitio Seriouseats.com. La fotografía de la piscina pertenece al sitio Momentospiscina.com. La hermosa fotografía del lago de Maracaibo, desde la Vereda, fue tomada por Zureya durante nuestros últimos días en Maracaibo. La imagen del robo pistola en mano, sin autor identificado, es de ElTocuyo.blogspot.fr. La imagen de los mosquitos, de la AFP, fue publicada en ElComercio.com.

3 comentarios:

  1. Que sensación, amigo Ricardo, debe ser esa del agridulce de unas vacaciones en donde uno puede disfrutar de la dulzura del hogar, el sabor único del caribe y la belleza despampanante de tu pais y el amargor de que ya no es tu país, ni te tu vecino, ni de nadie. Cuando el caos y la maldad impera, todos perdemos. Que triste. Un abrazo mi hermano. Me encanta tu blog.

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    1. Otro abrazo para ti también, Fuco. Y muchas gracias. Y muchos recuerdos para Idoia. Hasta pronto.

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  2. Un recorrido por tus experiencias en este viaje. Es lamentable experimentar esa desesperanza e intentar mantener el optimismo; sin embargo, intentamos cumplir con lo que dices: hacer lo mejor que podamos desde donde estemos.

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