lunes, 22 de septiembre de 2025

Canción de verano (30/30)


 Literatura argentina

Termina el verano y empieza el otoño. Este año comparto mis responsabilidades de profesor de español de instituto con las de un profesor de español universitario. Pocas cosas cambian, en realidad. La diferencia semántica entre el alumno y el estudiante se aplica entre los que carecen de luz y por eso se preparan para obtener —algún día— el diploma de bachillerato y los que sí estudian de verdad —al menos, en teoría, si las inteligencias no naturales se los permiten—. Ya sea que no tengan luz o que no estudien, mi trabajo consiste en que las cosas cambien, aunque sea un poco o un poquito. Me digo que más allá de enseñar a redactar cartas de postulación para unas prácticas o la lógica del condicional compuesto, lo que de verdad valdría la pena es hablar por horas y horas de la literatura de Leila Guerriero, Mariana Enriquez, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges. ¿Cómo es posible, dios santo, que los argentinos sepan y puedan escribir tan bien? ¿Qué cosa tan extraña se pudo haber producido en ese lugar del mundo austral en el que tantos genios crean arte con el fuego de un abecedario que no se parece a ningún otro?

Son estos últimos rostros, los de los escritores argentinos que más admiro, los que se van apagando en los acordes finales de mi última canción de verano.

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Mariana Enriquez, fotografiada por Sebastián Freire, según Anagrama.


Canción de verano (29/30)

 

Música estival

Estas canciones de verano terminaron haciéndose demasiado largas. Empezaron en el verano de 2023 y todavía siguen sonando. Son canciones cuyas letras están compuestas de recuerdos de libros que leí, de experiencias que he vivido, de películas, de series de televisión; retazos, imágenes y sonidos de un mundo que gira y gira. Los años pasan, pero los recuerdos siguen ahí, a veces clavados con clavos que duelen, pero solo por un instante. Hay días que se repiten: ir a la biblioteca nacional, comer plátano frito y arroz con camarones, leer, leer y leer, ir al cine que está justo al lado de la biblioteca y ver una, a veces dos películas. El cine asiático es inquietante, presenta mundos depurados en los que no hay nada de normal, salvo el silencio que se siente como un trueno. Los silencios que pesan como truenos constituyen el oxímoron más desgastado de la literatura al punto de que es el único ejemplo que cita el diccionario. No soy original.

Mi vida se reparte entre varias ciudades. Mi madre y mi hermano viven en Francia desde hace ya seis meses. Pienso en la vida que se quedó en aquella casa en Santa María, a unos metros de la plaza de las Madres. La casa sigue en pie gracias a unos primos de mi madre que la cuidan, pero ¿volveremos algún día a Santa María? Otro silencio atronador.

Mientras tanto, vivimos en otra casa, a poco más de una hora en tren de París, situada en una calle que lleva el nombre de otro santo: san Eligio o san Eloy. Saint Eloï. Mi casa.

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La fotografía, de H. Armstrong Roberts, fue publicada en el diario El País el 20 de septiembre de 2025. Es la ilustración de un artículo titulado «“He releído a Cortázar y me quedo con Los Simpson: ¿es buena idea volver a lo que nos entusiasmó de jóvenes?», de Enrique Rey.


jueves, 24 de abril de 2025

Georgianas (3)

Eatonton es la capital literaria de Georgia. De los tres grandes nombres que resaltan en el museo dedicado a los escritores georgianos —Joel Chandler Harris, Flannery O’Connor y Alice Walker—, la obra de esta última autora, premiada con un Pulitzer, creadora del universo de esa joya cinematográfica que es El color púrpura (Steven Spielberg, 1985), es la que mejor me seduce.

Hay algo en Eatonton, una presencia, una huella de presagios, de cosas que ya sucedieron, pero que pareciera que estuvieran a punto de volver a ocurrir. Antes de irme del pueblo, una señora se ofreció a llevarme hasta una antigua mansión, todavía en pie, en la que se vivió bajo el látigo de la esclavitud. Fue ahí donde vivió Joel Chandler Harris y el esclavo que lo ayudó a inspirarse para narrar las viejas tradiciones del sur estadounidense. Muy cerca, un camposanto acoge los restos de familiares de Alice Walker; justo enfrente, una iglesia en ruinas recuerda la fe de quienes cantaban glorias al dios de los hebreos, el que nunca olvida a los pueblos oprimidos.

En el camino de regreso me encontré con varios campos de algodón. El sol caía con fuerza en la tarde del otoño georgiano. La música de Quincy Jones me acompañaba en el recuerdo, las imágenes de dos hermanas separadas por la maldad de un hombre que, tarde, aprendió que el fondo de la inocencia es algo que nunca puede ocultarse, que los juegos de palmas de manos siguen y siguen, mientras una canción se repite bajo una cadencia de armónicas y violines, de algún látigo lejano y de manos rotas, la cadencia del amor más puro.

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Foto: Martin Luther King's Pulpit at Ebenezer Baptist Church, Keith Dotson.

Georgianas (2)


 Me tocó realizar una escala en Fráncfort antes de viajar hasta Atlanta. Los controles de seguridad para ir a los Estados Unidos son un poco más exigentes; esto parece ser una obviedad en el mundo posterior al 11 de septiembre. Cuando llegué a la capital de Georgia, el oficial de la aduana me hizo una serie de preguntas que por un instante me hicieron pensar que se interesaba con sinceridad en mi vida. Le llamaba la atención el hecho de que fuera español pese a haber nacido en Chiquinquirá-Maracaibo (cuando adopté la nacionalidad española, tuve que dar el nombre de la parroquia o distrito en el que nací). También le pareció curioso que me ganara la vida como profesor de español (sobre este particular, a mí también me va resultando cada vez más curiosa la elección personal de este oficio). Por último, antes de dejarme seguir mi camino, quiso cerciorarse, aunque mi respuesta a la final no tuviera ninguna importancia, de que no permanecería de forma ilegal en el país. Me saludó con una sonrisa, que le devolví antes de salir por la puerta que me condujo a una de las salas de llegada del aeropuerto internacional Hartsfield-Jackson, considerado el de mayor tráfico aéreo en todo el mundo.

    Ahí estaba, poniendo el primer pie —no tan triunfal— en el tan anhelado suelo, según miles y miles de inmigrantes, de los Estados Unidos.

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Foto: Front Door to Historic Ebenezer Baptist Church in Atlanta, Keith Dotson.

Georgianas (1)

 

La sombra de los Estados Unidos, desde sus casi doscientos cincuenta años de fundación, ha impactado de miles de formas posibles los destinos y las vidas de todos los que hemos respirado el aire en éste, el mundo nuestro de cada día. Mi viaje de poco más de dos semanas, en el otoño de 2024, por algunos lugares del estado de Georgia y por la ciudad de Washington, confirmó esta idea personal acerca de la geopolítica de la dominación y respaldó aquello de que los viajes pueden ser el mejor sucedáneo de los libros. 

Por otro lado, la experiencia vivida me permitió sacar otra serie de conclusiones que considero importantes, sobre todo cuando uno ve que los años se van acumulando, conclusiones que podrían resumirse más o menos así: las amistades de verdad, las que cuentan, son muy pocas, poquísimas, y su precio es imposible de cuantificar; el sueño americano no sólo existe sino que también es capaz de encandilarte y de sumirte en una especie de nebulosa delirante, un torbellino de posibilidades y de estampas de casas confortables, que huelen a madera y a nuevo, y de un posible futuro ideal; por último, la construcción de los Estados Unidos como nación es un tema que, pienso, nunca dejará de apasionarme, sobre todo por lo que digo al principio de este breve comentario. Los antiguos no podían comprender su mundo sin antes entender los numerosos porqués detrás de la fundación de Roma o de Atenas; a nosotros, salvando ciertas diferencias nada desdeñables, nos debería de pasar lo mismo.

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La fotografía es del artista Keith Dotson, residente en el área metropolitana de Nashville, Tennessee, y especialista en la fotografía en blanco y negro. El título es View of Downtown Atlanta from the Jackson Street Bridge.