viernes, 19 de octubre de 2012

La cuerda del contrabajo





La escena del crimen ofrecía el cuadro inequívoco de los misterios despejados incluso antes de ser imaginados. Las aspas del ventilador hacían que la luz mortecina de la recámara parpadeara sobre el cuerpo blancuzco, lechoso, de la mujer tumbada boca arriba en la cama barata de ridículos aires afrancesados. Llevaba como único adorno un rebuscado collar de perlas. “La ahogaron con una cuerda de contrabajo, comisario. La muerte debió ser casi instantánea”. 

Bajo las cuentas del collar, el comisario observó una gruesa cuerda de Mi enrollada en la piel levemente amoratada del cuello. Los ojos de la mujer, abiertos, eran azules y reflejaban en el abismo de sus cuencas las profundidades del terror. “Aquí está su pasaporte. Era danesa. Allá está el contrabajo. El hombre debió tocar el instrumento durante unas cuatro horas, según han dicho los vecinos”. El policía hablaba con una voz monótona, cansada. Mascaba un chicle y miraba al comisario con ojos de perro callejero. “La danesa era su amante. El hombre, después de acabar con ella, se pegó un tiro. Más claro, imposible. El cuerpo está en el baño. ¿Quiere verlo?”. El comisario levantó la mano con un gesto que ya el policía conocía de sobra. Significaba, en un argot sólo dominado por ellos: “Ahora, no. Lárgate”. El comisario miró de nuevo el cuerpo de la danesa y cerró los ojos. En sus párpados cerrados volvió a ver los últimos minutos de aquel apartamento. Se vio a sí mismo, otra vez, abriendo con sigilo la puerta con una llave que había conseguido la semana anterior. Se vio a sí mismo, una vez más, de pie ante la cama, mirando el cuerpo dormido de la danesa. Escuchó los ruidos de alguien duchándose en el baño, y supo, como lo había imaginado, que ella no estaba sola. Vio el contrabajo, y sustrajo la cuerda más gruesa, la de Mi. En silencio, la apretó con fuerza estudiada en el cuello de la bella durmiente. Luego caminó hasta el baño y esperó hasta que el músico terminara de vestirse. Abrió la puerta y apretó el gatillo de su nueve milímetros sobre la sien derecha. Con movimientos rápidos, sus manos enguantadas, apretó la mano derecha del contrabajista sobre la superficie del mango plateado del arma, dejada de cualquier manera en el reguero de unas motas de talco, pisadas húmedas y el rastro de la sangre. Salió del baño, directo hacia la salida. Aunque no lo tenía previsto en el plan, volteó la mirada y observó el cadáver de la danesa. Tenía la estampa de una virgen vikinga, con los cabellos rubios derramados sobre la almohada y las sábanas desordenadas, olorosas a palomitas de maíz con mantequilla. Los créditos finales de una película se observaban a esa hora en la pantalla del televisor. El comisario, justo donde estaba levantado ahora, escuchó de sí mismo –de sus labios resecos, por una segunda vez– las palabras que había pronunciado un par de horas antes, cuando decidió acabar con aquella breve historia de traiciones inconfesadas: “¿Por qué me engañaste?”.
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La imagen, extraída del sitio Allposters.fr, corresponde a una obra del artista austriaco Gustav Klimt (1862-1918). Este pequeño cuento fue publicado en la desaparecida revista Galería, del diario Panorama (Maracaibo, Venezuela), el 11 de marzo de 2006.

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