jueves, 4 de octubre de 2012

Lecturas necesarias antes del 7 de octubre




Me gustaría tener la suficiente capacidad de síntesis y agudeza para analizar nuestra historia como el escritor mexicano Enrique Krauze, quien ha sabido plantear como pocos, y con argumentos sabidos por todos, por qué es tan necesario el cambio en Venezuela después del 7 de octubre de 2012. Por ello, me gustaría compartir estos dos sendos artículos del director de la revista Letras Libres. Creo que expresan a cabalidad mis pensamientos y los de otros tantos millones de venezolanos. Los documentos, publicados esta semana en El Nacional (Caracas) y El País (Madrid), respectivamente, se titulan Carta a un chavista y La esperanza de Venezuela. Por favor, tómense el tiempo para leer estas líneas.

Carta a un chavista
Le parecerá extraño que me dirija a usted. Se preguntará: ¿qué tiene que decirnos un escritor mexicano a nosotros los venezolanos, y en particular a los chavistas?
Verá usted. Me importa y preocupa el destino de Venezuela porque creo que los países de la América Hispana formamos parte de una patria mayor que nuestras patrias y que por ello nuestros destinos están unidos. Por eso dediqué un año al estudio de la historia y la vida de Venezuela, y publiqué el libro El poder y el delirio.
Yo no soy un enemigo de Hugo Chávez. Soy un crítico de Hugo Chávez, que es muy distinto. Yo le reconozco su vocación social. Para eso estableció las misiones: para proveer de educación, salud, alimentos y otros bienes y servicios a los más necesitados. Pero así como no le escatimo esa vocación, creo ver con claridad las limitaciones y vicios de su estilo personal de gobernar y los enormes problemas que ha propiciado su larga permanencia en el poder.
Esa permanencia es ya un obstáculo para el desarrollo sano de su país. Una frase sabia, acuñada por el historiador inglés Lord Acton, resume siglos de experiencia: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. La historia del siglo XX demuestra con creces hasta qué punto tenía razón: los autócratas que prometieron el cielo en la tierra terminaron por traer a sus pueblos hambre, desolación, pobreza, guerra y muerte. En consecuencia, la mayor prioridad de una auténtica democracia es poner límites al poder absoluto. Y Venezuela está ahora mismo frente a esa necesidad histórica: debe poner límites al poder absoluto.
No es necesario eternizarse en el poder para desplegar una obra social perdurable. En México, el presidente Lázaro Cárdenas es recordado aún por el pueblo con agradecimiento, pero Cárdenas gobernó seis años (1934-1940) y ni un minuto más. Una nación no puede confiar indefinidamente su destino en manos de un hombre. Y una nación no debe confiar en la palabra de un gobernante como si fuera la palabra de Dios.
Porque el hecho es que detrás de los interminables discursos del Presidente, detrás de las infinitas apariciones en la televisión, se oculta una verdad que los chavistas descubrirán alguna vez, con inmenso pesar. Me refiero, por ejemplo, al increíble dispendio de los casi 700.000 millones de dólares que han entrado a las arcas de la empresa estatal de petróleo Pdvsa (que llegó a ser un ejemplo de modernización). Aunque el presidente Chávez ha enmascarado con el velo de su discurso la corrupción de la élite política y militar que les es adepta, el país atraviesa por una grave crisis: los niveles de inflación son los más altos del continente; hay –usted lo sabe– una aguda carestía de alimentos básicos, electricidad, cemento y otros insumos primarios (como resultado de las masivas expropiaciones de las empresas privadas, y la ineficacia y corrupción de los nuevos administradores públicos). Y, para colmo, la criminalidad es la más alta del continente.
Venezuela tiene hoy la alternativa de votar por un proyecto distinto, el de Henrique Capriles, joven valeroso, sensible, responsable, conciliador y visionario. Sus propuestas buscan recobrar la sensatez económica y ha prometido que respetará y mejorará las conquistas sociales, y no afectará los sueldos y prestaciones de los empleados gubernamentales. Le sugiero a usted, respetuosamente, considerarlo.
Las llagas de Venezuela son inmensas, pero acaso la llaga mayor no sea ni social o económica sino moral. Me refiero a la discordia dentro de las familias venezolanas y a la discordia dentro de esa gran familia que es Venezuela. Es natural que las personas sostengan opiniones distintas, pero esas opiniones –por más diversas y aún opuestas que sean– son sólo eso, y no tienen por qué convertir a las personas en enemigos. El presidente Chávez y sus voceros ven el mundo dividido entre “enemigos y amigos”, lo cual es sumamente injusto, degradante y peligroso, porque en la historia los enemigos no dialogan entre sí: los enemigos, finalmente, se matan.
En este sentido, los insultos racistas que Chávez ha vertido sobre Capriles han sido infames. Llamarle “nazi” a un hombre cuyos bisabuelos fueron exterminados por los nazis es una barbarie que va más allá de los adjetivos. Los venezolanos son muy sensibles, felizmente, a la memoria de los mayores. Por eso usted no puede apoyar semejante vileza. Nada tiene Capriles Radonski que avergonzarse de sus ancestros.
Por lo demás, ya que Chávez se percibe a sí mismo como un redentor y ha llegado a invocar al propio Cristo en sus campañas, estoy seguro de que a usted no se le escapa la devoción de Capriles por la Virgen del Valle, patrona de la isla de Margarita, devoción compartida por millones de sus compatriotas. El fervor de Capriles no es calculado ni político. Es un fervor íntimo y sincero. Por eso conmueve a quienes lo abrazan en los pueblos.     
Los hombres tenemos grabada en el alma la libertad. Ni aún queriéndolo podemos renunciar a ella. Y entre todas las libertades, la fundamental es la libertad de conciencia. Una persona no puede acallar su propia conciencia y no puede permitir que el poder intente gobernarla. Yo espero que usted ejerza su libertad el próximo 7 de octubre y vote por una Venezuela libre de odios ideológicos, una Venezuela que recobre la concordia, la tolerancia y la paz.


La esperanza de Venezuela
Si Henrique Capriles Radonski triunfa en las próximas elecciones del 7 de octubre en Venezuela, logrará una hazaña democrática sin precedente en la historia latinoamericana. Es posible que nunca un candidato opositor haya enfrentado un poder similar al que representa Hugo Chávez. Su régimen no aplica la violencia física como principal política de Estado, pero ejerce otro tipo de violencia coercitiva y amenazante, omnímoda y opresiva. Su poder proviene de las urnas... estrechamente controladas por las armas, por sus armas.
Cuando la democracia desplazó finalmente a la dictadura en Argentina, Uruguay o Chile, los militares —por el repudio público a sus actos genocidas— se hallaban en irreversible retirada. En el otro extremo del espectro ideológico, quizá el único caso de un desplazamiento de un régimen autoritario de izquierda por la vía democrática fue el de los sandinistas, pero el proceso no implicó la dificultad que reviste ahora el venezolano por el hecho mismo de que el Gobierno sandinista —deteriorado también a fines de los ochenta— no era democrático ni fingía serlo. En ambos casos, contra la derecha militarista y la izquierda revolucionaria, la democracia no tuvo que desandar un camino: tuvo que construirlo.
En Venezuela los demócratas deberán comenzar antes del principio: deberán restituir el sentido verdadero a una democracia pervertida. Igual que Castro (y los viejos dictadores sudamericanos como el Doctor Francia o Juan Vicente Gómez), el designio explícito de Chávez ha sido imperar al menos hasta el 2030, su 76º cumpleaños (y si llega a los 76 años, sin duda alguna, querrá seguir). Pero a diferencia de Castro (y de los generales sudamericanos o los sandinistas) Chávez ha usado astutamente a la democracia para acabar con la democracia.
Lo ha hecho paso a paso, institución por institución, imponiendo sus designios y personeros en la legislatura, la judicatura, los órganos fiscales, los electorales. Si no ha terminado su labor de demolición es debido a la pasión cívica de un amplio sector de la sociedad venezolana que no ha olvidado el significado de la libertad. En una competencia inequitativa (porque Chávez tiene la propiedad privada de los recursos públicos, y los usa copiosamente en su beneficio), ese sector ha desplegado un admirable espíritu de unidad y ahora tiene en Capriles un líder joven, sensible y visionario. Las posibilidades de victoria son reales, pero el adversario, a pesar de su enfermedad (o gracias a su enfermedad), es formidable. Para sus seguidores, el presidente ha sido la reencarnación de Bolívar y hasta un vicario de Cristo
Chávez no es solo un caudillo: es un redentor. Para apuntalar esa torcida dimensión religiosa, Chávez ha abusado del púlpito mediático. Por largos años, como se sabe, apareció en el programa dominical Aló, Presidente, reality show de seis horas en el cual Chávez —locuazmente— monologaba, bailaba, cantaba, recitaba, leía cartas, declaraba su amor al pueblo, increpaba al imperio y a los pitiyanquis (sus supuestos aliados internos), daba clases sobre el “Socialismo del siglo XXI”, rememoraba escenas de su autobiografía (que en su peculiar concepción encarna la historia venezolana) y emitía tonantes decretos. Frente a los miembros de su Gabinete (todos vestidos de rojo, silenciosos y obedientes como niños en un salón de clases) ordenaba expropiaciones, movimientos de tropa, desplantes diplomáticos, políticas públicas. Un amplio sector de la sociedad venezolana rechazaba este espectáculo. Pero más de la mitad del electorado lo celebraba. Para ellos Chávez ha sido la reencarnación de Bolívar y hasta un vicario de Cristo, más ahora que ha convertido su penosa enfermedad en un calvario público.
Más allá de esa advocación, ha estado su vocación social (que sería absurdo negar). Durante el frustrado golpe de Estado contra Chávez en 2002, una anciana portaba un cartel con estas palabras “Devuélvanme a mi loco”. Una parte considerable de los pobres en Venezuela le ha agradecido siempre su voluntad de atenderlos a través de las “Misiones” que estableció desde 2003 (principalmente con personal cubano, que también se ha hecho cargo del aparato de seguridad) con el objeto de proveer de salud, alimentos y educación. Aunque muchos de estos programas han enfrentado serios problemas operativos y no están diseñados para promover la autonomía de las personas sino su dependencia del Gobierno, los chavistas no lo perciben así. El casi monopolio de la verdad pública (que goza Chávez tras haber expropiado a los principales canales de televisión abierta) ha disfrazado la realidad. Millones de venezolanos confían en su palabra como el espejo fiel de la verdad, más aún si son empleados públicos cuyo ingreso depende —o así lo creen— de la munificencia del comandante.
Pero el ocultamiento de la verdad ha sido gigantesco. ¿Alguna vez ponderarán los venezolanos el increíble dispendio de los casi 700.000 millones de dólares que han entrado a las arcas de la empresa estatal de petróleo PDVSA (que llegó a ser un ejemplo de modernización por encima de Petrobras)? Imposible saberlo. Pero, aunque Chávez ha enmascarado con el velo de su discurso la oceánica corrupción de la élite política y militar que le es adicta e ignora que Venezuela ocupa el sitio 172 en corrupción (de un total de 182 países), muchos entienden que el país atraviesa por una crisis gravísima: los niveles de inflación son los más altos del continente; hay una persistente carestía de productos y un caos en servicios básicos (resultado del acoso a la empresa privada así como de la ineficacia y la corrupción de los administradores públicos). Y para colmo, la criminalidad es la más alta del continente. Ha enmascarado con el velo de su discurso la oceánica corrupción de la élite política y militar.
La campaña de Capriles ha sido valiente y conciliadora. Sus propuestas buscan recobrar la sensatez económica y proteger las conquistas sociales (reales o percibidas). Chávez lo ha acusado de querer acabar con las Misiones; Capriles ha insistido en que no quiere tocarlas sino mejorarlas. Chávez lo señala como la reencarnación de la vieja guardia política venezolana; Capriles ha demostrado que las malas prácticas del chavismo son similares a las de la Cuarta República y que su Gobierno corregirá a ambas. Chávez lo ha calumniado incesantemente con insultos vulgares y ha cometido la infamia imperdonable de llamarle “nazi”, a sabiendas de que los bisabuelos de Capriles fueron exterminados por los nazis. Capriles, por su parte, ha permanecido sereno.
Todo puede pasar, incluso un estallido de la endémica violencia que ha azotado la historia venezolana. El hechizo de un Chávez enfermo y su vasto control sobre el aparato estatal pueden darle el triunfo. En ese caso, la oposición debe persistir sin tregua ni desánimo. Chávez vencerá pero no convencerá, y tras su eventual fallecimiento, la división interna de su grupo y la presión interna e internacional podrían propiciar una vuelta a la democracia plena, que tendría el efecto adicional de presionar la transición cubana hasta acercarnos al momento —inédito en nuestra historia— de una Iberoamérica enteramente democrática.
Este desenlace que hasta hace poco hubiese parecido utópico, está a la mano si triunfa Capriles. Ya ocurrió en el referéndum de diciembre de 2007, cuando los venezolanos, contra todos los pronósticos, dijeron no al proyecto de legislación que convertía a su país en una nueva Cuba. Yo confío en ese milagro cívico. Y espero que con esa victoria no solo vuelva la democracia sino algo mucho más importante y necesario: la reconciliación de la familia venezolana, hoy dividida por un odio ideológico que le es ajeno, que la ha envenenado por casi tres lustros, y que ha cegado, en su fuente misma, toda posibilidad de concordia.

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La imagen, de Tomás Onarra, fue extraída del sitio ElPaís.com.

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