miércoles, 16 de agosto de 2023

Canción de verano (11/30)

 


Apuntes para una oda a la lengua francesa

Un día le pedí a mi madre que leyera unas líneas de Los miserables en una versión condensada para estudiantes de francés que ella aún conservaba desde sus años de pensionista en Vevey, Suiza. La musicalidad y belleza de la lengua de Molière se hicieron presentes en unos minutos en los que mi madre se convirtió, sin saberlo, en una especie de médium, en el vínculo por el que aparecerían, con los años, la escritura excesiva de Víctor Hugo, el genio de Balzac y pare usted de contar. Aunque el descubrimiento de aquel nuevo mundo fue posible mediante traducciones al español, creo que ahí empezó todo, desde mi pasión por la literatura francesa hasta mi deuda imposible de restituir con Francia.

He llegado a la conclusión de que para aprender el francés hace falta tener un oído musical. No es lo mismo un do sostenido a un do bemol, por ejemplo. Algo así ocurre con la pronunciación de las vocales o con la elisión de algunas consonantes finales o con los enlaces entre otras consonantes que sí se pronuncian en contacto con vocales que les siguen, a la zaga, en esa cadena de música, poesía, prodigio y encantamiento. En una oportunidad, en un curso de lingüística que tomé en la Escuela Práctica de Altos Estudios, un profesor, Claude Hagège, dijo algo que nunca olvidaría y que hoy podría transcribir más o menos así: “Si el inglés es una lengua que pertenece al terreno de lo concreto, el francés, como el español, son del dominio de lo abstracto”.

Esa abstracción de la lengua francesa es la que se emparenta, creo, con manifestaciones culturales como la pintura o la música impresionistas, tan bien representadas en Francia. Al dejarse escuchar, el francés, más allá de informar o de representar el mundo, crea uno nuevo, a su medida, de un modo que produce magia del polvo, como pudo haber ocurrido cada vez que un escritor puso sobre un conjunto de páginas una sucesión de letras nacidas para convertirse en arte. O cada vez que se rodó una película en París o se representó una pieza de teatro en Versalles o en Fontainebleau.

Algunos momentos cambian nuestra vida para siempre. Aquel día, en Maracaibo, cuando escuché leer a mi madre aquellos pasajes de Víctor Hugo, fue, sin lugar a dudas, uno de ellos.

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Detalle del cuadro Molière en su mesa de trabajo, por Charles-Antoine Coypel (Biblioteca Museo de la Comedia Francesa, BNF).

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