El Louvre es un
museo gigantesco de 210 mil metros cuadrados, un laberinto de antigüedades,
pinturas y esculturas, una versión dígase chic de un mercado de las pulgas que
ha hecho del arte la expresión más salvaje del capitalismo según Chávez. Todos
los días, excepto los martes, ríos y ríos de gente bajan y suben por las
escaleras mecánicas de la Pirámide, como hormigas laboriosas en un hormiguero
que buscan alimentarse no de azúcar sino de cultura, y aquello da la impresión de
visitar un típico centro comercial venezolano. Si se va al lugar donde se encuentran expuestas
la Venus de Milo o la archiconocida Mona Lisa, un tropel de turistas y
seguramente uno que otro experto o aficionado al arte, entre empujones y
flashes, busca un lugar no para admirar y contemplar sino para decir: “Aquí estuve
yo. Ahora puedo morir en paz. Vine a París y ya vi este cuadro que no sé por
qué se ha hecho tan famoso”.
Porque seguro que podemos leer las obras de los que conocen la materia, que nos dirán siempre por qué es tan grandiosa la Mona Lisa, pero tengo la idea de que algunas obras o firmas simplemente se han ganado el prestigio de las mejores marcas de ropa, y decir que fuiste al Louvre y que viste el cuadro de la señora con la sonrisa torcida te da prestigio, te hace sentir bien, te halaga un poco el amor propio.
Porque seguro que podemos leer las obras de los que conocen la materia, que nos dirán siempre por qué es tan grandiosa la Mona Lisa, pero tengo la idea de que algunas obras o firmas simplemente se han ganado el prestigio de las mejores marcas de ropa, y decir que fuiste al Louvre y que viste el cuadro de la señora con la sonrisa torcida te da prestigio, te hace sentir bien, te halaga un poco el amor propio.
Esta semana
fuimos con la familia, aprovechando la visita de Rómulo en París. Me pareció exagerado
lo que vi. Éramos sardinas en una lata gigante (eso sí, una lata en forma de palacio
alucinante). Nos perdimos en un momento (es tan fácil perderse en el Louvre), y
me dije que si vuelvo, sólo será para visitar un ala del museo, una sala muy
concreta, unos cinco o seis cuadros que tengan alguna relación con lo que me
interese ver en ese momento. Ir al Louvre sólo por ir te deja los pies
magullados, dolor de cabeza, ganas de salir corriendo. Ahora el sistema de audio-guías
del museo cambió y alquilan unas videoconsolas Nintendo 3DS con la ventaja de
un GPS incluido (es importante no perderse) que describe las obras, su
contexto, blablablá. Creo que el arte debe invitar a la serenidad y a la contemplación.
Al Louvre le cuesta cumplir con esta premisa. El gran museo parisino es una garantía
del cotizado turismo francés, uno de los pilares macroeconómicos que explican,
en buena parte, por qué París es la ciudad más visitada del mundo.
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Imagen del
Louvre, por Bapple.
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