En agosto de este año,
Zureya y yo cumplimos doce años de casados. En doce años, ya llevamos doce
mudanzas. Celebramos el último (hasta ahora) de nuestros cambios de casa hace
un par de semanas. Ha sido un maratón que ha tenido por saldo la ventaja de
vivir en lugares diferentes, de conocer siempre nuevas personas y de tener
experiencias variadas, todo ello sin hablar de mis dos hernias discales y de la
cierta tristeza que produce dejar atrás la vida que no volverá, mezclada con el
sabroso sentimiento de la aventura, de lo que viene, de lo que no sabes cómo será.
Hablo de aventuras,
pero en realidad ya soy menos aventurero que antes. Ya estoy cansado de cargar cartones y
de rehacer la vida prácticamente cada doce meses, y sólo tengo ganas de decir
que aquí, en esta nueva casa donde vivimos, he venido a deshacer las maletas y
a vaciar las cajas para siempre, que he llegado al hogar donde veré crecer a mis
hijos y donde envejeceré al lado de mi esposa. Espero tanto que así sea.
Pero mientras, como
aún no sé qué me deparará el futuro –ese ser tan impredecible, que intentamos
dar forma con las acciones del ahora–, me detengo a pensar en la crónica incompleta
de las mudanzas de mi vida.
Cuando me casé en
agosto de 2000, Zureya y yo vivimos en un estudio en las residencias
Universitarias, justo al lado de la Facultad de Ingeniería, en Maracaibo. Aquel lugar era
perfecto para nosotros; estaba bien situado; el hospital universitario donde
Zureya terminaba su sexto año de medicina quedaba a unas pocas calles; el diario Panorama, donde
trabajaba en esa época, me quedaba muy cerca, y cuando el fiel Festiva se dañaba, podía irme en autobús.
Ahí estuvimos poco más de un año porque luego decidimos irnos a España con la
idea-excusa de hacer un máster en periodismo, y les pedimos a mis padres que nos
dejaran vivir con ellos por unos meses para lograr reunir más dinero para el
viaje.
Nos fuimos a España
en agosto de 2002, y ahí, para resumir la historia, vivimos en cuatro
apartamentos diferentes en un lapso de tres años. Adoré la época que pasé en
cada uno de esos lugares. Aún cierro los ojos y veo la línea perfecta y azul
del Atlántico desde nuestro apartamento o piso (como le decimos en España) de
Arteixo, a unos diez minutos de La Coruña.
De regreso a
Venezuela, en 2005, vivimos por un tiempo en la casa de mis padres, y de ahí en
un apartamento que logramos comprar con un crédito en la Ciudadela Faría, un
conjunto de edificios que había conocido mejores días, un símbolo del próspero Maracaibo
de los ochenta dispuesto a negarse a ser devorado por la fiebre de las
invasiones urbanas, la anarquía y la pobreza que tanto se ven ahora en el norte
de la ciudad.
Por razones de
trabajo, de Maracaibo nos fuimos a Caracas. Vivimos en la planta baja de la
casa de mis abuelos, un apartamento independiente, en realidad, con varias,
demasiadas cualidades: mucha claridad, brisa fresca caraqueña y la mejor vista
del Ávila. Casi todas las noches escuchábamos los golpes secos de los disparos
que surcan las noches de Petare, recordándonos que vivíamos a la vez en el paraíso
y en uno de los peores infiernos creados por el hombre en este mundo.
Y de Caracas, pues,
la historia siguió escribiéndose en París. Llegamos a la capital de Francia en septiembre
de 2009. Dos semanas después de buscar un apartamento para alquilar, nos
mudamos a Fontainebleau, a unos treinta y cinco minutos en tren de la parisina estación
de trenes de Lyon. De Fontainebleau, ciudad turística y chic, repleta de
visitantes y cafés de artistas, nos fuimos a Melun, aún más cerca de París, con
menos glamur pero con unos precios muchos más accesibles (en alquiler y comida,
sobre todo). En Melun vivimos primero en
un edificio situado a unos metros de la estación de trenes durante casi un año
y medio. Y en Melun seguimos viviendo, pero esta vez en una casa centenaria, construida a finales del siglo XIX, que huele a mil recuerdos, con patio y flores, justo frente al
colegio donde estudian Samuel y Emma.
De todo esto me
queda, sin embargo, el sentimiento de que una parte de mí se ha quedado en cada uno
de los lugares donde he vivido. Una parte de mí que se ha ido, que es parte del
pasado, de lo que recordaré siempre o algunas veces, del reino de la nostalgia.
Zureya dice que cada cambio de casa debe ser una oportunidad para meditar en
qué podemos cambiar para mejorar. Sin duda, ésta es una moraleja mucho más
bella y menos triste para pensar que, después de todo, nunca terminaremos de hacer
las maletas y de embalar cartones en la infinita aventura de nuestra existencia.
*
La imagen fue
sacada del sitio web RealMadridWallpapers.com.
¡¡Es una interesante reflexión!! 12 mudanzas en 12 años... ¿será cabalístico el número 12?.. :o). Lo que me llama la atención es que yo formé parte de dos de esas doce mudanzas: cuando salimos del piso ubicado en la calle Antonio Pedreira Ríos (La Coruña) hacia Oseiro y.. cuando se mudaron de Fontainebleau (que para mí, ha sido mi lugar preferido de los 11 lugares que han vivido... falta poco para conocer el número 12)hacia el apartamento en Melun.
ResponderEliminarRealmente, no me puedo imaginarme mudándome tantas veces..., pero seguramente, hay un aprendizaje que deja el cambio, porque no es únicamente de residencia: también ha sido de país, de cultura, de idioma, de forma de vestir, de tipos de comidas, de colegios, de médicos y hospitales (por cierto, de los hospitales también me quedo con el de Fontainebleau).
Espero que ese lugar donde veas a tus hijos crecer (aunque ya están creciendo) y envejecer, pueda llegar muy pronto... Si es esta casa, EXCELENTE!!! Y si no, espero que llegues a ese "chateau" que sea el puerto definitivo de la gran travesía que han tenido en estos 12 años!!
P.D. 2 de 12... ¿causalidad o casualidad?.. :o)