Aquella tarde era inusualmente fresca. Él estaba
sentado en un cómodo sofá de una biblioteca. Aún faltaban quince minutos para
que comenzara la primera clase de francés de la semana. Mientras las agujas del
reloj marcaban el paso de los segundos, detuvo su mirada en varios ejemplares
de la revista Paris Match. Escogió la
portada de un especial sobre la vida y obra de Juan Pablo II porque le pareció
llamativa la fotografía de la primera página.
En ese instante, la puerta del
corredor se abrió ―él podía ver el corredor desde el sofá donde se encontraba a
través de una amplia galería de cristal―, y vio emerger una figura familiar.
Unos pantalones de pana color marrón, una camisa a cuadros. La forma de caminar
era inconfundible: la espalda ligeramente inclinada hacia delante, los pies
arrastrados sobre el suelo. Cuando alcanzó la figura con la mirada estuvo a
punto de lanzar una exclamación que sólo pudo ahogar a tiempo gracias a una
señora con un bolso amarillo que se acercó para extenderle la revista que se le
había caído de las manos. Apenas tuvo tiempo de corresponder el gesto con un
asentimiento de cabeza. Volvió a mirar hacia el corredor. La figura se había
detenido para beber agua del filtro instalado en la mitad del pasillo. Y, de
repente, se volteó y le miró fijamente. Era como verse en un espejo. Era él
mismo, su copia, su doble, un negativo ambulante que medía y pesaba lo mismo
que él, que llevaba una mochila idéntica en la espalda. Aunque separados por
una distancia de unos cinco metros, podía sentir que ambos estaban unidos por
un mismo olor, por una imaginación idéntica, por pensamientos similares, por
miedos y sustos fabricados por un mismo cerebro. Los movimientos de él y del
doble, eso sí, eran autónomos. El doble le hizo una seña y le pidió que se acercara.
Él obedeció. Dejó la Paris Match
sobre el sofá, y se acomodó la mochila sobre el hombro. Abrió la puerta que
separaba la biblioteca del corredor, y se puso frente a su doble. “Hola”, le
dijo. “Hola”, escuchó. “He venido para suplantarte. Yo tomaré tu lugar; tú
puedes hacer lo que desees, lo que quieras, lo que siempre has querido”. Varios
estudiantes pasaban de largo, cada quien inmerso en sus propios pensamientos.
Ninguno de ellos reparaba en los dobles y en su conversación. Era como si
ninguno existiera. Él miró a su gemelo con expresión agradecida. Se dio la
vuelta y bajó las escaleras de la biblioteca, hacia un patio. Fuera había
comenzado el calor.
*
En la imagen, Double Elvis (1963), de Andy Warhol.
Escribí Desdoblamiento en diciembre
de 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario