martes, 21 de agosto de 2012

El rollo gigante



Ella estaba cansada de leer lo mismo. Sus novelas gustaban, sí, pero los comentarios que los críticos habían hecho casi siempre sobre ellas decían muchas cosas y tampoco decían nada. En el fondo, pensó, era porque nunca había sabido escribir algo “bueno” de verdad. Algo que saliera de la fórmula de la técnica, de las palabras y sus imágenes, y fuera capaz de contar historias simples, transparentes, fáciles de leer, accesibles. Divertidas. Reflejos de la vida misma.
Ella estaba sentada en una de las zonas de espera del terminal internacional de un aeropuerto. Una hora antes, tras un mar de autobuses, camiones y automóviles, se mordía las uñas pensando en la posibilidad de no llegar a la hora esperada al aeropuerto. Aún quedaban poco más de tres horas para la salida de su vuelo a Madrid, pero no había mucho tiempo que perder. La presentación de su última novela, en la madrileña Casa de América, iba a efectuarse a las nueve de la mañana del día siguiente. “Las tres de la madrugada en mi cerebro”, se dijo. Al fin, el taxi se detuvo en el terminal internacional. Confirmó su pasaje, su equipaje y entró por la puerta de seguridad a la zona de espera. Se sentó, colocó su equipaje de mano junto a sus zapatos de goma y comenzó a pensar en sus novelas, en la crítica y en sus uñas mordidas. Y entonces, de repente, como si de un hechizo se tratara, vio un enorme rollo de canela, uno de esos dulces de la pastelería prefabricada y globalizada, rodar por los pasillos del aeropuerto. Era una cosa tremenda, con sus gigantescos trozos de azúcar glaseada incrustándose en el techo, los suelos, los asientos, los rostros de los pasajeros somnolientos, de las azafatas que se pintaban las uñas leyendo unas revistas del corazón, de los pilotos y copilotos que se comían con desgano unos sándwiches de pan de centeno caducado, lechuga marchita y mayonesa. Y entonces, ante una visión semejante, supo que había llegado su gran momento como escritora, la historia que por tanto tiempo había buscado en cientos de obras, decenas de viajes y miles de anotaciones en un cuaderno envejecido que tenía entre sus manos y en el que, atónita, estaba empezando a escribir el título: El rollo gigante. Pero no tuvo tiempo para escribir el resto. Cuando volteó la mirada, aquel descomunal y pegajoso dulce estaba encima de ella, aplastándola con su superficie mantecosa, bañada de granos de azúcar del tamaño de un puño y de una especie de arena asfixiante que, en el poco tiempo que le quedó de vida —lo supo—, era una canela penetrante que apagó en sus pulmones el último aliento de su existencia.
El cuaderno de notas cayó de sus manos.
Horas después de haberse anunciado el vuelo a Madrid, un empleado del aeropuerto encontró a una mujer muerta en su asiento. Una autopsia reveló que un trozo de rollo de canela había sido la causa de aquella muerte súbita por asfixia.

*

Ésta es la versión de un cuento que escribí hace varios años y que fue publicado en la desaparecida revista Galería del diario Panorama el 19 de noviembre de 2005. La imagen, atribuida al artista Yusuke Katsurada y realizada en el original con pastel al óleo, fue extraída del sitio Artist-at-heart.com. Creo que cuando escribí esta pequeña historia debí haberme inspirado en el inconfundible y delicioso aroma de los alienantes rollos de canela.

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