jueves, 15 de marzo de 2012

Amor ciego



Pocas personas logran capturar la atención de los viandantes en una ciudad como Barcelona. Erika Haffner era una de ellas. Con unos nombres sacados de una guía telefónica de Berlín, había logrado presentarse en varias agencias que solicitaban chicas con cutis de cera para las campañas publicitarias de cremas de noche de segunda categoría.

Su nariz era recta; los cabellos, largos y lacios; la piel, dorada. Su rostro, esculpido por delicados rasgos indígenas, sabía cómo hacerse notar.

Gonzalo reparó en los ruidos de la sombra de ella cuando erraba en una calle del Barrio Gótico. Anduvo detrás de su silueta varias manzanas hasta que Erika entró en una cafetería. Él aguardó unos minutos y penetró a su vez en una estancia oscura, turbia, asfixiada por las nubes de tabaco.

Gonzalo –alto, con una brillante chaqueta de cuero, los pelos de punta, a la moda, lentes de sol– se aproximó sigilosamente a Erika, casi sin despegar de la alfombra de la cafetería, forrada de colillas de cigarrillo y cáscaras de maní, las suelas de sus botas vaqueras.

Acercó sus labios a la oreja derecha de ella, y le lastimó la piel con su barba de quince días. “Una chica como usted no debería andar sola por estos lugares”.

No tuvo tiempo de respirar. Erika sintió el vapor ardiente del aliento y el filo de la navaja clavado en su cadera derecha. “Usted no diga nada. Venga conmigo. Quédese tranquila. Si grita, le clavo esto y salgo corriendo. Soy rápido, ¿sabe? Ahora, muévase. Eso, tranquila. Muy bien. Venga conmigo. Hágase la idea de que soy su novio y que vamos a caminar por ahí”.

Erika no pensó en nada. Olvidó que se llamaba, en verdad, Isabela Mariño, que era la hija de un marinero ecuatoriano y de una trapecista alemana, que era una sin papeles perdida en el laberinto de sus sueños frustrados para siempre. Que sólo quería comer y no pensar en cremas de noche ni en sesiones de fotografía que nunca iban a llegar.

Caminó con Gonzalo sin decir palabra. Sin oponer ninguna resistencia. Juntos, como amantes esposos, recorrieron varias calles oscuras hasta desembocar en las Ramblas. El sol estaba poniéndose en ese momento y describía sobre el pavimento un ajedrez de ocres.

“Sáqueme de aquí”, le dijo ella, en un murmullo de desesperación.

“La estaba buscando desde que nací”, le dijo él.

“¿Por qué me encontró a punta de navaja?”.

“No lo sé”.

Gonzalo le puso una mano forrada de anillos hindúes sobre el hombro. Guardó el arma blanca en la chaqueta. Sonrió y se quitó los lentes de sol, dejando ver unos ojos azules grises, nublados por la ceguera congénita.

“Enséñeme a redescubrir esta ciudad de su mano. Quiero que usted sea mi guía. Toda la vida”.

*

Callejón del Barrio Gótico (Barcelona, España). Foto de Atli Haroarson.

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