Pocas personas logran capturar la atención de los
viandantes en una ciudad como Barcelona. Erika Haffner era una de ellas. Con
unos nombres sacados de una guía telefónica de Berlín, había logrado
presentarse en varias agencias que solicitaban chicas con cutis de cera para
las campañas publicitarias de cremas de noche de segunda categoría.
Su nariz era recta; los cabellos, largos y lacios; la
piel, dorada. Su rostro, esculpido por delicados rasgos indígenas, sabía cómo
hacerse notar.
Gonzalo reparó en los ruidos de la sombra de ella cuando
erraba en una calle del Barrio Gótico. Anduvo detrás de su silueta varias
manzanas hasta que Erika entró en una cafetería. Él aguardó unos minutos y penetró
a su vez en una estancia oscura, turbia, asfixiada por las nubes de tabaco.
Gonzalo –alto, con una brillante chaqueta de cuero, los
pelos de punta, a la moda, lentes de sol– se aproximó sigilosamente a Erika,
casi sin despegar de la alfombra de la cafetería, forrada de colillas de
cigarrillo y cáscaras de maní, las suelas de sus botas vaqueras.
Acercó sus labios a la oreja derecha de ella, y le lastimó
la piel con su barba de quince días. “Una chica como usted no debería andar
sola por estos lugares”.
No tuvo tiempo de respirar. Erika sintió el vapor
ardiente del aliento y el filo de la navaja clavado en su cadera derecha. “Usted
no diga nada. Venga conmigo. Quédese tranquila. Si grita, le clavo esto y salgo
corriendo. Soy rápido, ¿sabe? Ahora, muévase. Eso, tranquila. Muy bien. Venga
conmigo. Hágase la idea de que soy su novio y que vamos a caminar por ahí”.
Erika no pensó en nada. Olvidó que se llamaba, en verdad,
Isabela Mariño, que era la hija de un marinero ecuatoriano y de una trapecista alemana,
que era una sin papeles perdida en el laberinto de sus sueños frustrados para
siempre. Que sólo quería comer y no pensar en cremas de noche ni en sesiones de
fotografía que nunca iban a llegar.
Caminó con Gonzalo sin decir palabra. Sin oponer ninguna
resistencia. Juntos, como amantes esposos, recorrieron varias calles oscuras
hasta desembocar en las Ramblas. El sol estaba poniéndose en ese momento y describía
sobre el pavimento un ajedrez de ocres.
“Sáqueme de aquí”, le dijo ella, en un murmullo de desesperación.
“La estaba buscando desde que nací”, le dijo él.
“¿Por qué me encontró a punta de navaja?”.
“No lo sé”.
Gonzalo le puso una mano forrada de anillos hindúes sobre
el hombro. Guardó el arma blanca en la chaqueta. Sonrió y se quitó los lentes
de sol, dejando ver unos ojos azules grises, nublados por la ceguera congénita.
“Enséñeme a redescubrir esta ciudad de su mano. Quiero
que usted sea mi guía. Toda la vida”.
*
Callejón del Barrio Gótico (Barcelona, España). Foto de
Atli Haroarson.
No hay comentarios:
Publicar un comentario