Esta semana fui a
ver The Amazing Spiderman, que es, de
lejos y de cerca, la mejor adaptación hasta ahora de la historia del héroe
enmascarado, trepador de rascacielos, tejedor de redes imposibles y salvador número
uno, con permiso de Supermán, de la gran Nueva York, símbolo supremo de nuestra
civilización global-americanizada de hamburguesas McDonald’s y teléfonos
inteligentes patentizados por un tal Steve Jobs.
Es posible que lo que más me haya gustado esta vez consista en la reflexión que he hecho acerca de este Spiderman que habla francés (en Francia nadie parece saber en qué consiste ese misterio llamado “subtítulos”). Su historia es la de un huérfano dejado al cuidado de sus tíos. Un Oliver Twist con más suerte, digamos. Pero tal vez el hecho de descubrir sus poderes sobrehumanos no sea lo más interesante en su relato ni tampoco el haber sido picado por una araña de laboratorio sino el vivir a cuestas con el remordimiento de haber dejado escapar, sin sospecharlo, al que llegaría a ser el asesino de su tío Ben.
Este suplicio
ético-moral es el que hará de Spiderman el superhéroe más atormentado en toda
la historia del cómic, y, desde luego, el más humano y parecido a nosotros de
todas las criaturas de las historietas ilustradas, sean venidas de otros
planetas o nacidas de experimentos científicos que dejan en pañales a los mismos
físicos de la partícula de Higgs. Por si esto fuera poco, Peter Parker (el
Spiderman en la sombra) decidirá incluso alejar al amor de su vida o del colegio para llevar una estoica vida de asceta en eterno celibato.
Todo un caos psicológico
que vale la pena ir a ver, sobre todo si el mensaje es servido en bandeja de
efectos visuales y sonoros, potente partitura y correctas actuaciones. Aquí es
mejor comerse las cotufas en los tráileres.
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La imagen fue
obtenida de Google.fr.
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